Audiencia general del 20 de abril de 1988

Autor: Juan Pablo II

 

JUAN PABLO II

AUDIENCIA GENERAL

Miércoles 20 de abril  de 198

8

La misión de Cristo:
"Enviado a predicar la Buena Nueva a los pobres" (Cf. Lc 4, 18)

1. Comienza hoy la última fase de nuestras catequesis sobre Jesucristo (que venimos haciendo durante las audiencias generales de los miércoles). Hasta ahora hemos intentado demostrar quién es Jesucristo. Lo hemos hecho, en un primer momento, a la luz de la Sagrada Escritura, sobre todo a la luz de los Evangelios, y, después, en las últimas catequesis, hemos examinado e ilustrado la respuesta de fe que la Iglesia ha dado a la revelación de Jesús mismo y al testimonio y predicación de los Apóstoles, a lo largo de los primeros siglos, durante la elaboración de las definiciones cristológicas de los primeros Concilios (entre los siglos IV y VII).

Jesucristo —verdadero Dios y verdadero hombre—, consubstancial al Padre (y al Espíritu Santo) en cuanto a la divinidad; consubstancial a nosotros en cuanto a la humanidad: Hijo de Dios y nacido de María Virgen. Este es el dogma central de la fe cristiana en el que se expresa el misterio de Cristo.

2. También la misión de Cristo pertenece a este misterio. El símbolo de la fe relaciona esta misión con la verdad sobre el ser del Dios-Hombre (Theandrikos), Cristo, cuando dice, en modo conciso, que "por nosotros, los hombres, y por nuestra salvación bajó del cielo... y se hizo hombre". Por esto, en nuestras catequesis, intentaremos desarrollar el contenido de estas palabras del Credo, meditando, uno tras otro, sobre los diversos aspectos de la misión de Jesucristo.

3. Desde el comienzo de la actividad mesiánica, Jesús manifiesta, en primer lugar, su misión profética. Jesús anuncia el Evangelio. Él mismo dice que "ha venido" (del Padre) (cf. Mc 1, 38), que "ha sido enviado" para "anunciar la Buena Nueva del reino de Dios" (cf. Lc 4, 43).

A diferencia de su precursor Juan el Bautista, que enseñaba a orillas del Jordán, en un lugar desierto, a quienes iban allí desde distintas partes, Jesús sale al encuentro de aquellos a quienes Él debe anunciar la Buena Nueva. Se puede ver en este movimiento hacia la gente un reflejo del dinamismo propio del misterio mismo de la Encarnación: el ir de Dios hacia los hombres. Así, los Evangelistas nos dicen que Jesús "recorría toda Galilea, enseñando en sus sinagogas" (Mt 4, 23), y que "iba por ciudades y pueblos" (Lc 8, 1). De los textos evangélicos resulta que la predicación de Jesús se desarrolló casi exclusivamente en el territorio de la Palestina, es decir, entre Galilea y Judea, con visitas también a Samaría (cf. p. ej., Jn 4, 3-4), paso obligado entre las dos regiones principales. Sin embargo, el Evangelio menciona además la "región de Tiro y Sidón", o sea, Fenicia (cf. Mc 7, 31; Mt 15, 21), y también la Decápolis, es decir, "la región de los gerasenos", a la otra orilla del lago de Galilea (cf. Mc 5, 1 y Mc 7, 31). Estas alusiones prueban que Jesús salía, a veces, fuera de los límites de Israel (en sentido étnico), a pesar de que Él subraya repetidamente que su misión se dirige principalmente "a la casa de Israel" (Mt 15, 24). Asimismo, cuando envía a los discípulos a una primera prueba de apostolado misionero, les recomienda explícitamente: "No toméis caminos de gentiles ni entréis en ciudad de samaritanos; dirigíos más bien a las ovejas perdidas de Israel" (Mt 10, 5-6). Sin embargo, al mismo tiempo, Él mantiene uno de los coloquios mesiánicos de mayor importancia en Samaría, junto al pozo de Siquem (cf. Jn 4, 1-26).

Además, los mismos Evangelistas testimonian también que las multitudes que seguían a Jesús estaban formadas por gente proveniente no sólo de Galilea, Judea y Jerusalén, sino también "de Idumea, del otro lado del Jordán, de los alrededores de Tiro y Sidón" (Mc 3, 7-8; cf. también Mt 4, 12-15).

4. Aunque Jesús afirma claramente que su misión está ligada a la "casa de Israel", al mismo tiempo, da a entender, que la doctrina predicada por Él —la Buena Nueva— está destinada a todo el género humano. Así, por ejemplo, refiriéndose a la profesión de fe del centurión romano, Jesús preanuncia: "Y os digo que vendrán muchos de Oriente y Occidente y se pondrán a la mesa con Abraham, Isaac y Jacob en el reino de los cielos..." (Mt 8, 11). Pero, sólo después de la resurrección, ordena a los Apóstoles: "Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes" (Mt 28, 19).

5. ¿Cuál es el contenido esencial de la enseñanza de Jesús? Se puede responder con una palabra: el Evangelio, es decir, Buena Nueva. En efecto, Jesús comienza su predicación con estas palabras: "El tiempo se ha cumplido y el reino de Dios está cerca; convertíos y creed en la Buena Nueva" (Mc 1, 15).

El término mismo "Buena Nueva" indica el carácter fundamental del mensaje de Cristo. Dios desea responder al deseo de bien y felicidad, profundamente enraizado en el hombre. Se puede decir que el Evangelio, que es esta respuesta divina, posee un carácter "optimista". Sin embargo, no se trata de un optimismo puramente temporal, un eudemonismo superficial; no es un anuncio del "paraíso en la tierra". La "Buena Nueva" de Cristo plantea a quien la oye exigencias esenciales de naturaleza moral; indica la necesidad de renuncias y sacrificios; está relacionada, en definitiva, con el misterio redentor de la cruz. Efectivamente, en el centro de la "Buena Nueva" está el programa de las bienaventuranzas (cf. Mt 5, 3-11), que precisa de la manera más completa la clase de felicidad que Cristo ha venido a anunciar y revelar a la humanidad, peregrina todavía en la tierra hacia sus destinos definitivos y eternos. Él dice: "Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos". Cada una de las ocho bienaventuranzas tiene una estructura parecida a ésta. Con el mismo espíritu, Jesús llama "bienaventurado" al criado, cuyo amo "lo encuentre en vela —es decir, activo—, a su regreso" (cf. Lc 12, 37). Aquí se puede vislumbrar también la perspectiva escatológica y eterna de la felicidad revelada y anunciada por el Evangelio.

6. La bienaventuranza de la pobreza nos remonta al comienzo de la actividad mesiánica de Jesús, cuando, hablando en la sinagoga de Nazaret, dice: "El Espíritu del Señor sobre mí, porque me ha ungido para anunciar a los pobres la Buena Nueva" (Lc 4, 18). Se trata aquí de los que son pobres no sólo, y no tanto, en sentido económico-social (de "clase"), sino de los que están espiritualmente abiertos a acoger la verdad y la gracia, que provienen del Padre, como don de su amor, don gratuito ("gratis" dato), porque, interiormente, se sienten libres del apego a los bienes de la tierra y dispuestos a usarlos y compartirlos según las exigencias de la justicia y de la caridad. Por esta condición de los pobres según Dios ('anawim), Jesús "da gracias al Padre", ya que "ha escondido estas cosas (= las grandes cosas de Dios) a los sabios y entendidos y se las ha revelado a la gente sencilla" (cf. Lc 10, 21). Pero esto no significa que Jesús aleja de Sí a las personas que se encuentran en mejor situación económica, como el publicano Zaqueo que había subido a un árbol para verlo pasar (cf. Lc 19, 2-9), o aquellos otros amigos de Jesús, cuyos nombres no nos transmiten los Evangelios. Según las palabras de Jesús son "bienaventurados" los "pobres de espíritu" (cf. Mt 5, 3) y "quienes oyen la Palabra de Dios y la guardan" (Lc 11, 28).

7. Otra característica de la predicación de Jesús es que Él intenta transmitir el mensaje a sus oyentes de manera adecuada a su mentalidad y cultura. Habiendo crecido y vivido entre ellos en los años de su vida oculta en Nazaret (cuando "progresaba en sabiduría": Lc 2, 52), conocía la mentalidad, la cultura y la tradición de su pueblo, en la herencia del Antiguo Testamento.

8. Precisamente por esto, muy a menudo da a las verdades que anuncia la forma de parábolas, como nos resulta de los textos evangélicos, por ejemplo, de Mateo: "Todo esto dijo Jesús en parábolas a la gente, y nada les hablaba sin parábolas, para que se cumpliese el oráculo del profeta: 'Abriré en parábolas mi boca, publicaré lo que estaba oculto desde la creación del mundo' (Sal 77/78, 2)" (Mt 13, 34-35).

Ciertamente, el discurso en parábolas, al hacer referencia a los hechos y cuestiones de la vida diaria que estaban al alcance de todos, conseguía conectar más fácilmente con un auditorio generalmente poco instruido (cf. Summa Th., III, q. 42. a. 2). Y, sin embargo, "el misterio del reino de Dios", escondido en las parábolas, necesitaba de explicaciones particulares, requeridas, a veces, por los Apóstoles mismos (p. ej. cf. Mc 4, 11-12). Una comprensión adecuada de éstas no se podía obtener sin la ayuda de la luz interior que proviene del Espíritu Santo. Y Jesús prometía y daba esta luz.

9. Debemos hacer notar todavía una tercera característica de la predicación de Jesús, puesta de relieve en la Exhortación Apostólica Evangelii nuntiandi, publicada por Pablo VI después del Sínodo de 1974, con relación al tema de la evangelización. En esta Exhortación leemos: "Jesús mismo, Evangelio de Dios, ha sido el primero y más grande evangelizador. Lo ha sido hasta el final: hasta la perfección, hasta el sacrificio de su existencia terrena" (n. 7).

Si. Jesús no sólo anunciaba el Evangelio, sino que Él mismo era el Evangelio. Los que creyeron en Él siguieron la palabra de su predicación, pero mucho más a Aquel que la predicaba. Siguieron a Jesús porque Él ofrecía "palabras de vida", como confesó Pedro después del discurso que tuvo el Maestro en la sinagoga de Cafarnaún: "Señor, )donde quién vamos a ir? Tú tienes palabras de vida eterna" (Jn 6, 68). Esta identificación de la palabra y la vida, del predicador y el Evangelio predicado, se realiza de manera perfecta sólo en Jesús. He aquí la razón por la que también nosotros creemos y lo seguimos, cuando se nos manifiesta como el "único Maestro" (cf. Mt 23, 8. 10).

Saludos

Amadísimos hermanos y hermanas:

Mi más afectuoso saludo se dirige ahora a los peregrinos de España y de América Latina presentes en esta Audiencia, a los que quiero agradecer su filial cercanía y adhesión a esta Sede Apostólica.

Asimismo deseo saludar, de modo especial, a les Religiosas Escolapias, a la peregrinación organizada por la Casa “Madre Admirable”, de Zaragoza, a les profesoras y alumnas del Colegio de les Religiosas Hijas de María Auxiliadora de Sevilla, así como al grupo del “Opus Dei” de la ciudad andaluza de Córdoba.

Me es particularmente grato en esta ocasión hacer llegar mi más cordial saludo al numeroso grupo de fieles burgaleses que con motivo del I Centenario de la implantación de la Adoración Nocturna en la querida ciudad de Burgos, han venido a la Ciudad Eterna para testimoniar su fe y unidad al Papa.

Queridísimos, deseo congratularme, ante todo, con vosotros y con cuantos forman parte de esa benemérita Adoración Nocturna Burgalesa por el hecho de que, noche tras noche a lo largo de un siglo, habéis sido capaces de postraros ante Cristo Eucaristía, el tesoro más precioso de la Iglesia. Que esta significativa efemérides sea no sólo un rito importante en la vida de la Iglesia local de Burgos, sino una ocasión para fortalecer, vivificar y purificar vuestra unión con el Hijo de Dios. Por mediación de la bienaventurada Virgen María, de la que Cristo Señor tomó aquella carne que está contenida en el sacramento de la Eucaristía bajo les especies del pan y del vino, ruego confiado al Todopoderoso que os acompañe siempre con su gracia.

A vosotros y a los demás peregrinos de América Latina y de España imparto complacido mi bendición apostólica.

© Copyright 1988 - Libreria Editrice Vaticana