Audiencia general del 20 de mayo de 1992
JUAN PABLO II
AUDIENCIA GENERAL
Miércoles 20 de mayo de 1992
El testimonio de la vida en Cristo en la Iglesia, comunidad profética
(Lectura:
carta a los Romanos, capítulo 6, versículos 3-4)
1. La Iglesia ejercita el oficio profético, del que hemos hablado en la catequesis anterior, por medio del testimonio de la fe. Este testimonio comprende y pone de relieve todos los aspectos de la vida y la enseñanza de Cristo. Lo afirma el concilio Vaticano II, en la constitución pastoral Gaudium et spes, cuando presenta a Jesucristo como el hombre nuevo, que proyecta su luz sobre los enigmas de la vida y la muerte, de otra forma insolubles. «El misterio del hombre ―dice el Concilio― sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado» (Gaudium et spes, 22). Y, más adelante, afirma que ésta es la ayuda que la Iglesia desea ofrecer a los hombres para que descubran o redescubran en la revelación divina su genuina y completa identidad. «Como a la Iglesia ―leemos― se ha confiado la manifestación del misterio de Dios, que es el último fin del hombre, la Iglesia descubre con ello al hombre el sentido de la propia existencia, es decir, la verdad más profunda acerca del ser humano. Bien sabe la Iglesia que sólo Dios, al que ella sirve, responde a las aspiraciones más profundas del corazón humano, el cual nunca se sacia plenamente con solos los alimentos terrenos» (Gaudium et spes, 41). Eso significa que el oficio profético de la Iglesia, que consiste en anunciar la verdad divina, implica también la revelación al hombre de la verdad sobre él mismo, verdad que sólo en Cristo se manifiesta en toda su plenitud.
2. La Iglesia muestra al hombre esta verdad no sólo de forma teórica o abstracta, sino también de un modo que podemos definir existencial o muy concreto, porque su vocación es dar al hombre la vida que está en Cristo crucificado y resucitado: como Jesús mismo anuncia a los Apóstoles, «porque yo vivo y también vosotros viviréis» (Jn 14, 19).
El regalo al hombre de una vida nueva en Cristo tiene su inicio en el momento del bautismo. San Pablo lo afirma de modo inigualable en la carta a los Romanos: «¿O es que ignoráis que cuantos fuimos bautizados en Cristo Jesús, fuimos bautizados en su muerte? Fuimos, pues, con él sepultados por el bautismo en la muerte, a fin de que, al igual que Cristo fue resucitado de entre los muertos por medio de la gloria del Padre, así también nosotros vivamos una vida nueva. Porque si nos hemos hecho una misma cosa con él por una muerte semejante a la suya, también lo seremos por una resurrección semejante... Así también vosotros, considerados como muertos al pecado y vivos para Dios en Cristo Jesús» (Rm 6, 3-5. 11). Es el misterio del bautismo, como inauguración de la vida nueva participada por el «hombre nuevo», Cristo, a los que son injertados sacramentalmente en su único cuerpo, que es la Iglesia.
3. Se puede decir que, en el bautismo y en los demás sacramentos, de verdad «la Iglesia manifiesta plenamente al hombre el sentido de su propia existencia», de un modo vivo y vital. Se podría hablar de una «evangelización sacramental», que se halla incluida en el oficio profético de la Iglesia y ayuda a comprender mejor la verdad acerca de la Iglesia como «comunidad profética» .
El profetismo de la Iglesia se manifiesta al anunciar y producir sacramentalmente la «sequela Christi», que se transforma en imitación de Cristo no sólo en sentido moral, sino también como auténtica reproducción de la vida de Cristo en el hombre. Una «vida nueva» (Rom 6, 4), una vida divina, que por medio de Cristo es participada al hombre como afirma en repetidas ocasiones san Pablo: «A vosotros, que estabais muertos en vuestros delitos..., Dios os vivificó juntamente con él (Cristo)» (Col 2, 13); «el que está en Cristo es una nueva creación» (2 Co 5, 17).
4. Así, pues, Cristo es la respuesta divina que la Iglesia da a los problemas humanos fundamentales: Cristo, que es el hombre perfecto. El Concilio dice que «el que sigue a Cristo... se perfecciona cada vez más en su propia dignidad de hombre» (Gaudium et spes, 41). La Iglesia, al dar testimonio de la vida de Cristo, «hombre perfecto», señala a todo hombre el camino que lleva a la plenitud de realización de su propia humanidad. Asimismo, presenta a todos con su predicación un auténtico modelo de vida e infunde en los creyentes con los os sacramentos la energía vital que permite el desarrollo de la vida nueva, que se transmite de miembro a miembro en la comunidad eclesial. Por esto, Jesús llama a sus discípulos «sal de la tierra» y «luz del mundo» (Mt 5, 13-14).
5. En su testimonio de la vida de Cristo, la Iglesia da a conocer a los hombres a aquel que en su existencia terrena realizó del modo más perfecto «el mayor y el primer mandamiento» (Mt 22, 38-40), que él mismo enunció. Lo realizó en su doble dimensión. En efecto, con su vida y con su muerte, Jesucristo mostró lo que significa amar a Dios «sobre todas las cosas», con una actitud de reverencia y obediencia al Padre, que le llevaba a decir: «Mi alimento es hacer la voluntad del que me ha enviado y llevar a cabo su obra» (Jn 4, 34). También confirmó y realizó de modo perfecto el amor al prójimo, con respecto al cual se definía y se comportaba como «el Hijo del hombre (que) no ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida como rescate por muchos (Mt 20, 28).
6. La Iglesia es testigo de la verdad de las bienaventuranzas proclamadas por Jesús (cf. Mt 5, 3-12). Trata de multiplicar en el mundo:
«los pobres de espíritu», que no buscan en los bienes materiales ni en el dinero la finalidad de la vida;
«los mansos», que revelan el «corazón manso y humilde» de Cristo y renuncian a la violencia;
«los limpios de corazón», que viven en la verdad y en la lealtad;
«los que tienen hambre y sed de justicia», es decir, de la santidad divina que quiere establecerse en la vida individual y social;
«los misericordiosos», que tienen compasión de los que sufren y les ayudan;
«los que trabajan por la paz», que promueven la reconciliación y la armonía entre los individuos y las naciones.
7. La Iglesia es testigo y portadora de la ofrenda sacrificial que Cristo hizo de sí mismo. Sigue el camino de la cruz y recuerda siempre la fecundidad del sufrimiento soportado y ofrecido en unión con el sacrificio del Salvador. Su oficio profético se ejercita en el reconocimiento del valor de la cruz. Por ello, la Iglesia se esfuerza por vivir de modo especial la bienaventuranza de los que lloran y los perseguidos.
Jesús anunció persecuciones a sus discípulos (cf. Mt 24, 9 y paralelos). La perseverancia en las persecuciones es parte del testimonio que la Iglesia da de Cristo: desde el martirio de san Esteban (cf. Hch 7, 55-60), de los Apóstoles, de sus primeros sucesores y de tantos cristianos, hasta los sufrimientos de los obispos, sacerdotes, religiosos y simples fieles, que también en nuestro tiempo han derramado su sangre y sufrido torturas, encarcelamientos y humillaciones de todo tipo por su fidelidad a Cristo.
La Iglesia es testigo de la resurrección; testigo de la alegría de la buena nueva; testigo de la felicidad eterna y de la que da Cristo resucitado ya en la vida terrena, como veremos en la próxima catequesis.
8. Al dar este múltiple testimonio de la vida de Cristo, la Iglesia ejercita su oficio profético. Al mismo tiempo, mediante este testimonio profético «manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la sublimidad de su vocación» como nos dijo el Concilio (Gaudium et spes, 22).
Se trata de una misión profética que tiene un sentido netamente cristocéntrico y que, precisamente por ello, reviste un profundo valor antropológico, como luz y fuerza de vida que brota del Verbo encarnado. En esta misión en favor del hombre se encuentra comprometida hoy más que nunca la Iglesia, pues es consciente de que en la salvación del hombre se alcanza la gloria de Dios. Por esto, he dicho desde mi primera encíclica, Redemptor hominis, que «el hombre es el camino de la Iglesia» (n. 14).
Saludos
Deseo ahora presentar mi saludo afectuoso a los peregrinos y visitantes de lengua española.
Amadísimos hermanos y hermanas, se hallan presentes en la audiencia de hoy numerosos peregrinos de diversos países latinoamericanos: Costa Rica, México, Colombia, Panamá, Honduras y Argentina. A todos doy mi más cordial bienvenida, así como a la peregrinación procedente de Madrid.
Mientras encomiendo al Señor a vosotros y a vuestras familias para que deis siempre testimonio de vuestra fe cristiana, como hemos expuesto en nuestra catequesis de hoy, os imparto de corazón la Bendición Apostólica.
¡Alabado sea Jesucristo!
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