Audiencia general del 21 de marzo de 1990
JUAN PABLO II
AUDIENCIA GENERAL
Miércoles 21 de marzo de 1990
El Espíritu divino y el Siervo
1. No sería completo el análisis de las alusiones al Espíritu Santo que se pueden encontrar en los diversos libros del Antiguo Testamento, aunque en términos no muy precisos aún por lo que se refiere a su persona divina, si no dedicásemos alguna consideración a un texto de Isaías (Deutero-Isaías), en el que se afirma la relación existente entre el espíritu divino y el Siervo de Yahveh. En la figura de este Siervo se resumen las distintas formas de acción ―profética, mesiánica y santificadora― que hemos expuesto en las catequesis precedentes.
La relación está afirmada en el versículo con que comienza el primero de los cuatro así llamados cantos del Siervo del Señor, cargados de lirismo y vibrantes de profecía. Dice así: He puesto mi espíritu sobre él (Is 42, 1). Desde el principio, por tanto, se afirma que la misión del Siervo es obra del espíritu de Dios que ha sido puesto sobre él. Como sucedió con los jueces, jefes carismáticos del pueblo en los tiempos antiguos (cf. Jc 3, 10), y con los primeros reyes, Saúl y David (cf. 1 S 9, 17; 10, 9-10; 16, 12-13; Is 11, 1-2), la elección del Siervo va acompañada por una efusión del Espíritu, de forma que se puede observar una relación entre lo que se afirma del Siervo del Señor y lo que había dicho Isaías del retoño que debía brotar del tronco de Jesé, es, decir, de la estirpe de David: Reposará sobre él el espíritu de Yahveh: espíritu de sabiduría e inteligencia, espíritu de consejo y fortaleza, espíritu de ciencia y temor de Yahveh (Is 11, 2). En el canto citado existe una novedad, que consiste en atribuir al personaje anunciado la cualidad de Siervo. Esta cualidad no elimina la de rey tradicionalmente reconocida al Mesías, pero sin duda revela una nueva orientación de la esperanza mesiánica, que es fruto del influjo del Espíritu.
2. Inmediatamente después de haber dicho del Siervo: He puesto mi espíritu sobre él, Dios declara: Dictará ley (juicio) a las naciones (Is 42, 1). Es un texto de gran importancia. Evidentemente el Siervo es presentado como un profeta, elegido y predestinado por Dios (cf. v. 6; Jr 1, 5), animado por su espíritu, revestido de una misión, que consiste en proclamar el derecho con firmeza (Is 42, 3), sin desalentarse a pesar de la oposición (v. 4).
Sin embargo, esta firmeza no será dureza. Más aún, bajo el impulso y la guía del espíritu, el Siervo-profeta tendrá un comportamiento de mansedumbre (No vociferará ni alzará el tono, v. 2) y de indulgencia misericordiosa: Caña quebrada no partirá y mecha mortecina no apagará (v. 3). El profeta Jeremías había recibido la misión de extirpar y destruir, perder y derrocar (Jr 1, 10). Nada semejante sucede en la misión del Siervo del Señor, manso y humilde de corazón.
A la mansedumbre se encuentra unida una actitud de apertura universal. El Siervo del Señor anunciará la justicia a todas las naciones y difundirá su doctrina hasta las islas, es decir, hasta los países más lejanos (Is 42, 1. 4). En efecto, en el segundo canto, el Siervo interpela a todas las gentes, diciendo: ¡Oídme, islas, atended, pueblos lejanos! (49, 1) y Dios reafirma la dimensión universal de la misión que le confía: Poco es que seas mi siervo, para levantar las tribus de Jacob y hacer volver los preservados de Israel. Te voy a poner por luz de las gentes, para que mi salvación alcance hasta los confines de la tierra (49, 6). Esa universalidad va más allá de la del mensaje de los demás profetas.
Además, en la figura del Siervo hay algo de trascendente, que permite identificarlo con su misión. Él es proclamado alianza del pueblo y luz de las gentes en su misma persona. Dios le dice: Yo, Yahveh, te he llamado en justicia, te así de la mano, te formé y te he destinado a ser alianza del pueblo y luz de las gentes (42, 6). Ningún simple profeta hubiera podido presumir tanto.
3. La figura del Siervo trazada en el poema de Isaías no es sólo profética, sino también mesiánica. Si su misión es la de implantar en la tierra el derecho (Is 42, 4), esta tarea pertenece a un rey. El profeta anuncia la justicia; el rey debe implantar esta justicia. Según el salmo 71/72, en el que la tradición judía y cristiana ha visto retratado al rey mesiánico preanunciado por los profetas (cf. Is 9, 5; 11, 1-5; Za 9, 9), ésta es la función esencial del rey, que es implorada de Dios: Oh Dios, da al rey tu juicio, al hijo de rey tu justicia: que con justicia gobierne a tu pueblo, con equidad a tus humildes (Sal 71/72, 1-2). Y el mismo Isaías, en su oráculo acerca del rey davídico sobre el que reposará el espíritu del Señor, afirmaba de él: Juzgará con justicia a los débiles, y sentenciará con rectitud a los pobres de la tierra (Is 11, 4).
El Siervo sobre el que Dios ha puesto su espíritu, según el canto, tiene la misión que compete al rey mesiánico: librar al pueblo. Él mismo ha sido establecido como alianza del pueblo y luz de las gentes, para abrir los ojos ciegos, para sacar del calabozo al preso, de la cárcel a los que viven en tinieblas (cf. Is 42, 6-7; 49, 8-9; Lc 1, 79). Esta misión, que es propia de un príncipe y rey, en el caso del Mesías es realizada con la fuerza del Señor, como el Siervo proclama en su segundo canto: Mi Dios era mi fuerza (49, 5) y en el tercero: Pues que Yahveh habría de ayudarme para que no fuese insultado (50, 7). Esta fuerza de acción en la misión real del Siervo es el espíritu divino, que Isaías, en un oráculo mesiánico, pone en relación estrecha con la justicia que es necesario hacer a los débiles y a los oprimidos: Reposará sobre él el espíritu de Yahvéh... Juzgará con justicia a los débiles, y sentenciará con rectitud a los pobres de la tierra (Is 11, 2. 4).
4. En los dos primeros cantos del Siervo, Dios habla de la salvación y de la justicia. En el tercero y en el cuarto, el concepto de salvación es completado con aspectos nuevos, especialmente significativos con vistas a la futura pasión de Cristo (cf. Is 50, 4-11; 52, 13-53, 12). Ante todo, se nota que la mansedumbre, que caracteriza la misión del Siervo, se manifiesta con su docilidad a Dios y su paciencia frente a los perseguidores: El Señor Yahveh me ha abierto el oído, y yo no me resistí, ni me hice atrás. Ofrecí mis espaldas a los que me golpeaban (Is 50, 5-6). Fue oprimido, y él se humilló, y no abrió la boca. Como un cordero al degüello era llevado (Is 53, 7). Bastan estos dos textos para iluminarnos acerca de la perfecta disponibilidad en la oblación de sí, a la que el Espíritu divino debía llevar al Siervo-Mesías por el camino de la mansedumbre (cf. Is 42, 2). Cuando Juan Bautista señalaba a Jesús a la muchedumbre como el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo (Jn 1, 29), tal vez se hacía eco del cuarto canto del Siervo de Yahveh.
5. Pero en este canto hay mucho más. La misión del Siervo se presenta a una nueva luz: llevó el pecado de muchos, e intercedió por los rebeldes (Is 53, 12). La perspectiva ya trazada por Isaías: Juzgará con justicia a los débiles, y sentenciará con rectitud a los pobres de la tierra (Is 11, 4), se halla aquí transformada en una obra de justificación o santificación mediante el sacrificio: Por su conocimiento justificará mi Siervo a muchos, y las culpas de ellos él soportará (Is 53, 11). Hasta eso será llevado el Siervo de Yahveh por el espíritu presente en él, que, como hemos visto ya, es espíritu de santidad.
Más aún: el triunfo definitivo del Siervo es anunciado al inicio del cuarto canto: He aquí que prosperará mi Siervo, será enaltecido, levantado y ensalzado sobremanera (Is 52, 13); y, luego, hacia el final: Le daré su parte entre los grandes (Is 53, 12). Pero este triunfo, que en la profecía, como en la historia, garantiza el cumplimiento de la esperanza mesiánica, se realizará por un camino sorprendente para quien soñaba un acontecimiento triunfal del rey mesiánico: el camino del dolor y, como sabemos, de la cruz.
6. De todo el cuarto canto vemos emerger la figura de un Siervo que es varón de dolores (Is 53, 3), inmerso en un mar de sufrimiento físico y moral, por causa de un misterioso plan de Dios, que tiende a la glorificación del mismo Siervo (52, 13). El Siervo del Señor ha sido herido por nuestras rebeldías, molido por nuestras culpas. Él soportó el castigo que nos trae la paz, y con sus cardenales hemos sido curados (53, 5). Este es el camino que había sido llamado a recorrer el elegido, sobre el que se había posado el Espíritu del Señor (42, 1).
Estamos en la paradoja de la cruz, que aparece así en contraste con las expectativas de un mesianismo triunfalista, así como con las pretensiones de una inteligencia ávida de demostraciones racionales. San Pablo no duda en definirla: escándalo para los judíos, necedad para los paganos. Pero, por ser obra de Dios, es necesario el Espíritu de Dios para captar su valor. Por eso el Apóstol proclama: Nadie conoce lo íntimo de Dios, sino el Espíritu de Dios. Y nosotros no hemos recibido el espíritu del mundo, sino el Espíritu que viene de Dios, para conocer las gracias que Dios nos ha otorgado (1Co 2, 11-12).
Saludos
Amadísimos hermanos y hermanas:
Mi más cordial saludo se dirige ahora a todas las personas, así como a los peregrinos de América Latina y de España presentes en esta Audiencia.
De modo particular, me es grato saludar a las Religiosas Carmelitas Misioneras, a quienes animo a mantener vivo el seguimiento de Cristo, del Cristo obediente, casto y pobre, de acuerdo con la rica espiritualidad carmelitana, que tantos frutos ha dado a la Iglesia. Asimismo saludo afectuosamente a los profesores y alumnos del Colegio Nuestra Señora de la Consolación de Castellón (España), al grupo de jóvenes de Panamá, y a la peregrinación organizada por la Caja de Ahorros de Ávila. Agradezco vuestra cariñosa acogida y, como recuerdo de vuestra presencia en este encuentro, os exhorto a estar cerca de Cristo, con la plegaria y el sacrificio en este tiempo cuaresmal. A los Caballeros y a las Damas de la Orden del Santo Sepulcro de Jerusalén, de la nación española, que, después de haber visitado lo Santos Lugares, a los que están tan íntimamente vinculados, han querido saludar al Papa, agradezco el filial gesto, mientras les animo a afirmar los nobles ideales cristianos de su Orden en la sociedad española.
A todos los aquí presentes de lengua española, así como a sus seres queridos imparto mi bendición apostólica.
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