Audiencia general del 24 de enero de 1979
JUAN PABLO II
AUDIENCIA GENERAL
Miércoles 24 de enero de 1979
1. En la fiesta de Epifanía leímos el pasaje del Evangelio de San Mateo que describe la llegada a Belén de unos Magos de Oriente: “Y entrando en la casa, vieron al Niño con María, su Madre, y de hinojos le adoraron, y abriendo sus cofres, le ofrecieron dones, oro, incienso y mirra” (Mt 2, 11-12).
Aquí mismo hablamos ya un día de los pastores que encontraron al Niño, al Hijo de Dios nacido, que estaba en el pesebre (cf. Lc 2, 16).
Volvemos de nuevo hoy otra vez a aquellos personajes que eran tres, según dice la tradición, los Reyes Magos. El escueto texto de San Mateo refleja bien lo que forma parte de la sustancia misma del encuentro del hombre con Dios: “de hinojos le adoraron”. El hombre encuentra a Dios en el acto de veneración, de adoración, de culto. Conviene notar que la palabra “culto” (cultus) está en relación estrecha con el término “cultura”. A la sustancia misma de la cultura humana, de las varias culturas, pertenece la admiración, la veneración de lo que es divino, de lo que eleva al hombre hacia lo alto. Un segundo elemento del encuentro del hombre con Dios, puesto de relieve por el Evangelio, se contiene en las palabras “y abriendo sus cofres le ofrecieron dones...”. En estas palabras San Mateo apunta un factor que caracteriza profundamente la sustancia misma de la religión, entendida a un tiempo como conocimiento y encuentro. Un concepto sólo abstracto de Dios no constituye, no forma aún esta sustancia.
El hombre conoce a Dios encontrándose con Él y, viceversa, lo encuentra en el acto del conocimiento. Se encuentra con Dios cuando se abre ante Él con la entrega interior de su “yo” humano, para aceptar el don de Dios y corresponder a él.
En el momento en que se presentan ante el Niño, que estaba en brazos de su Madre, a la luz de la Epifanía los Reyes Magos aceptan el don de Dios Encarnado, su entrega inefable al hombre en el misterio de la Encarnación. Al mismo tiempo “abrieron sus cofres con los dones”; se trata de los dones concretos de que habla el Evangelista, pero sobre todo se abren a sí mismos ante Él por el don interior del propio corazón. Este es el verdadero tesoro ofrecido por ellos; y el oro, el incienso y la mirra constituyen sólo una expresión externa de aquél. En este don reside el fruto de la Epifanía: reconocen a Dios y se encuentran con Él.
2. Cuando medito así junto con vosotros aquí reunidos las palabras del Evangelio de Mateo, me vienen a la mente los textos de la Constitución Lumen gentium, que hablan de la universalidad de la Iglesia. El día de Epifanía es la fiesta de la universalidad de la Iglesia, de su misión universal. Pues bien, leemos en el Concilio: En todas las naciones de la tierra está enraizado un solo Pueblo de Dios, puesto que de todas las estirpes toma a los ciudadanos de su reino no terreno, sino celestial. Y de hecho, todos los fieles esparcidos por el mundo se comunican con los otros en el Espíritu Santo, y así, “quien está en Roma sabe que los indios son miembros suyos” (9). Y por tanto, puesto que el reino de Cristo no es de este mundo (cf. Jn 18, 36), la Iglesia, o sea el Pueblo de Dios, al implantar este reino no resta nada al bien temporal de los pueblos, antes al contrario, favorece y acoge todas sus capacidades, recursos y costumbres, en cuanto son buenos; y acogiéndolos los purifica, consolida y eleva. En efecto, la Iglesia recuerda bien que debe “cosechar” con el Rey al que todas las gentes le han sido dadas en herencia (cf. Sal 2, 8), y a cuya ciudad llevan sus dones y presentes (cf. Sal 71 [72], 10; Is 60, 4-7; Ap 21, 24). Este carácter de universalidad que adorna y distingue al Pueblo de Dios es don del Señor mismo; y con este don la Iglesia católica tiende eficaz e incansablemente a centrar a la humanidad con todos sus bienes en Cristo Cabeza, en la unidad de su Espíritu.
En virtud de esta catolicidad, “cada una de las partes colabora con sus dones propios con las restantes partes y con toda la Iglesia, de tal modo que el todo y cada una de las partes crecen a causa de todos los que mutuamente se comunican y tienden a la plenitud en la unidad. De donde resulta que el Pueblo de Dios... reúne a personas de pueblos diversos” (Lumen gentium, 13).
Aquí tenemos ante los ojos la misma imagen del Evangelio de San Mateo que se lee en la Epifanía; sólo que está ampliada. El mismo Cristo, que aceptó en Belén como Niño los dones de los tres Magos, sigue siendo siempre Aquel ante quien los hombres y pueblos enteros “abren sus tesoros”. En el acto de esta apertura ante Dios Encarnado, los dones del espíritu humano adquieren valor particular; se convierten en los tesoros de las diversas culturas, riqueza espiritual de pueblos y naciones, patrimonio común de la humanidad. Este patrimonio se forma y acrecienta siempre a través del “intercambio de dones” de que habla la Constitución Lumen gentium. El centro de este intercambio es Él, el mismo que aceptó los dones de los Reyes Magos. El mismo, que es el Don visible y encarnado, suscita la apertura de los espíritus y el intercambio de dones del que viven no sólo cada hombre individualmente, sino también los pueblos, las naciones, la humanidad entera.
3. Toda la meditación anterior es, en cierto modo, introducción y prólogo de lo que quiero decir ahora.
Pues con la gracia de Dios mañana debo emprender un viaje a México, el primero de mi pontificado. Con ello quiero seguir las huellas del gran Papa Pablo y continuar la tradición que él inició. Voy a México, a Puebla, con ocasión de la Conferencia Episcopal de América Latina, que inaugura los trabajos el sábado próximo con la concelebración eucarística en el santuario de la Virgen de Guadalupe. Ya desde hoy quiero expresar mi gratitud a los representantes del Episcopado por su invitación; y a los representantes de las autoridades mexicanas, en especial al Presidente de la República, por su actitud acogedora ante este viaje que me permite cumplir un deber pastoral sumamente importante.
Hago referencia en este momento a la liturgia de la fiesta de Epifanía y también a las palabras de la Constitución Lumen gentium, que nos permiten echar una mirada a los dones particulares que el pueblo y la Iglesia que están en México han aportado y siguen aportando al tesoro común de la humanidad y de la Iglesia.
¿Quién no ha oído hablar al menos de los esplendores del antiguo México? De su arte, de sus conocimientos en el campo de la astronomía, de sus pirámides y templos, en los que se expresaba su ansia de lo divino, imperfecta ciertamente, y aún no iluminada.
Y, ¿qué decir de las catedrales e iglesias, palacios y casas consistoriales, construidos en México por artesanos mexicanos después de su cristianización? Dichos edificios son expresión elocuente de la maravillosa simbiosis que el pueblo mexicano ha sabido llevar a efecto entre los elementos mejores de su pasado y los de su futuro cristiano, en el que entonces se estaba introduciendo.
Pero México ha hecho grandes progresos también en época más reciente. Al lado de las famosas edificaciones del llamado estilo colonial, existen hoy en día rascacielos, grandes carreteras, impresionantes edificios públicos y complejos industriales del México moderno. Sin embargo —y aquí reside otro mérito suyo—, en medio del progreso político, técnico y civil moderno, el alma mexicana muestra claramente que quiere ser y permanecer cristiana; hasta en la música popular típica el mexicano canta su eterna nostalgia de Dios y su devoción a la Virgen Santa. Y en tiempos difíciles del pasado —ya felizmente superados—, el mexicano ha demostrado tener no sólo buenos sentimientos religiosos, sino también fortaleza y firmeza de una fe no indiferente, sino heroica por cierto, como muchos recordarán todavía.
Estoy convencido de que ante Cristo y su Madre se puede realizar aquella “apertura e intercambio de dones”, al que el Episcopado de América Latina, yo mismo y toda la Iglesia vinculamos tan grandes esperanzas para el futuro.
4. Volvamos una vez más aún a la descripción de San Mateo. El Evangelio dice que aquella “apertura de dones” de los Reyes Magos en Belén se llevó a cabo ante el Niño y su Madre.
Añadamos que esta situación sigue repitiéndose justamente así. ¿Acaso no lo demuestra la historia de México y la historia de la Iglesia en aquellas tierras? Al ir allá, me es motivo de gozo el poder pisar las huellas de tantos peregrinos que de toda América, y en especial de América Latina, caminan hacia el santuario de la Madre de Dios de Guadalupe.
Yo también vengo de una tierra y una nación cuyo corazón palpita en los grandes santuarios marianos, sobre todo en el santuario de Jasna Gora. Quisiera repetir de nuevo otra vez, como el día de la inauguración del pontificado, las palabras del mayor pacta poeta: “Virgen Santa, que defiendes la preclara Czestochowa y resplandeces en la Puerta Aguda...”.
Esto me permite entender al pueblo, a los pueblos, a la Iglesia, al continente cuyo corazón palpita en el santuario de la Madre de Dios de Guadalupe.
Espero también que ello me abra el camino hacia el corazón de aquella Iglesia, aquel pueblo y aquel continente.
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