Audiencia general del 24 de mayo de 1989
JUAN PABLO II
AUDIENCIA GENERAL
Miércoles 24 de mayo de 1989
"Parakletos". El Espíritu Santo, nuestro Abogado Defensor
1. En la pasada catequesis sobre el Espíritu Santo hemos partido del texto de Juan tomado del “discurso de despedida” de Jesús, que constituye, en cierto modo, la principal fuente evangélica de la neumatología. Jesús anuncia la venida del Espíritu Santo, Espíritu de la verdad, que “procede del Padre” (Jn 15, 26) y que será enviado por el Padre a los Apóstoles y a la Iglesia “en el nombre” de Cristo, en virtud de la redención llevada a cabo en el sacrificio de la cruz, según el eterno designio de salvación. Por la fuerza de este sacrificio también el Hijo “envía” el Espíritu, anunciando que su venida se efectuará como consecuencia y casi al precio de su propia partida (cf. Jn 16, 17). Hay, por tanto, un vínculo establecido por el mismo Jesús, entre su muerte ―resurrección― ascensión y la efusión del Espíritu Santo, entre Pascua y Pentecostés. Más aún, según el IV Evangelio, el don del Espíritu Santo se concede la misma tarde de la resurrección (cf. Jn 20, 22-25). Se puede decir que la herida del costado de Cristo en la cruz abre el camino a la efusión del Espíritu Santo, que será un signo y un fruto de la gloria obtenida con la pasión y muerte.
El texto del discurso de Jesús en el Cenáculo nos manifiesta también que Él llama al Espíritu Santo el “Paráclito”: “Yo pediré al Padre y os dará otro Paráclito para que esté con vosotros para siempre” (Jn 14, 16). De forma análoga, también leemos en otros textos: “... el Paráclito, el Espíritu Santo” (cf. Jn 14, 26; Jn 15, 26; Jn 16, 7). En vez de “Paráclito” muchas traducciones emplean la palabra “Consolador”; ésta es aceptable, aunque es necesario recurrir al original griego “Parakletos” para captar plenamente el sentido de lo que Jesús dice del Espíritu Santo.
2. “Parakletos” literalmente significa: “aquel que es invocado” (de para-kaléin, “llamar en ayuda”); y, por tanto, “el defensor”, “el abogado”, además de “el mediador”, que realiza la función de intercesor (“intercessor”). Es en este sentido de “Abogado - Defensor”, el que ahora nos interesa, sin ignorar que algunos Padres de la Iglesia usan “Parakletos” en el sentido de “Consolador”, especialmente en relación a la acción del Espíritu Santo en lo referente a la Iglesia. Por ahora fijamos nuestra atención y desarrollamos el aspecto del Espíritu Santo como Parakletos-Abogado-Defensor. Este término nos permite captar también la estrecha afinidad entre la acción de Cristo y la del Espíritu Santo, como resulta de un ulterior análisis del texto de Juan.
3. Cuando Jesús en el Cenáculo, la vigilia de su pasión, anuncia la venida del Espíritu Santo, se expresa de la siguiente manera: “El Padre os dará otro Paráclito”. Con estas palabras se pone de relieve que el propio Cristo es el primer Paráclito, y que la acción del Espíritu Santo será semejante a la que Él ha realizado, constituyendo casi su prolongación.
Jesucristo, efectivamente, era el “defensor” y continúa siéndolo. El mismo Juan lo dirá en su Primera Carta: “Si alguno peca, tenemos a uno que abogue (Parakletos) ante el Padre: a Jesucristo, el Justo” (1Jn 2, 1).
El abogado (defensor) es aquel que, poniéndose de parte de los que son culpables debido a los pecados cometidos, los defiende del castigo merecido por sus pecados, los salva del peligro de perder la vida y la salvación eterna. Esto es precisamente lo que ha realizado Cristo. Y el Espíritu Santo es llamado “el Paráclito”, porque continúa haciendo operante la redención con la que Cristo nos ha librado del pecado y de la muerte eterna.
4. El Paráclito será “otro abogado-defensor” también por una segunda razón. Permaneciendo con los discípulos de Cristo, Él los envolverá con su vigilante cuidado con virtud omnipotente. “Yo pediré al Padre ―dice Jesús― y os dará otro Paráclito para que esté con vosotros para siempre” (Jn 14, 16): “...mora con vosotros y en vosotros está” (Jn 14, 17). Esta promesa está unida a las otras que Jesús ha hecho al ir al Padre: “Y he aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo” (Mt 28, 20). Nosotros sabemos que Cristo es el Verbo que “se hizo carne y puso su Morada entre nosotros” (Jn 1, 14). Sí, yendo al Padre, dice: “Yo estoy con vosotros... hasta el fin del mundo” (Mt 28, 20), se deduce de ello que los Apóstoles y la Iglesia tendrán que reencontrar continuamente por medio del Espíritu Santo aquella presencia del Verbo-Hijo, que durante su misión terrena era “física” y visible en la humanidad asumida, pero que, después de su ascensión al Padre, estará totalmente inmersa en el misterio. La presencia del Espíritu Santo que, como dijo Jesús, es íntima a las almas y a la Iglesia (“él mora con vosotros y en vosotros está”: Jn 14, 17), hará presente a Cristo invisible de modo estable, “hasta el fin del mundo”. La unidad trascendente del Hijo y del Espíritu Santo hará que la humanidad de Cristo, asumida por el Verbo, habite y actúe dondequiera que se realice, con la potencia del Padre, el designio trinitario de la salvación.
5. El Espíritu Santo-Paráclito será el abogado defensor de los Apóstoles, y de todos aquellos que, a lo largo de los siglos, serán en la Iglesia los herederos de su testimonio y de su apostolado, especialmente en los momentos difíciles que comprometerán su responsabilidad hasta el heroísmo. Jesús lo predijo y lo prometió: “os entregarán a los tribunales... seréis llevados ante gobernadores y reyes... Mas cuando os entreguen, no os preocupéis de cómo o qué vais a hablar... no seréis vosotros los que hablaréis, sino el Espíritu de vuestro Padre el que hablará en vosotros” (Mt 10, 17-20; análogamente Mc 13, 11; Lc 12, 12, dice: “porque el Espíritu Santo os enseñará en aquel mismo momento lo que conviene decir”).
También en este sentido tan concreto, el Espíritu Santo es el Paráclito-Abogado. Se encuentra cerca de los Apóstoles, más aún, se les hace presente cuando ellos tienen que confesar la verdad, motivarla y defenderla. Él mismo se convierte, entonces, en su inspirador; él mismo habla con sus palabras, y juntamente con ellos y por medio de ellos da testimonio de Cristo y de su Evangelio. Ante los acusadores Él llega a ser como el “Abogado” invisible de los acusados, por el hecho de que actúa como su patrocinador, defensor, confortador.
6. Especialmente durante las persecuciones contra los Apóstoles y contra los primeros cristianos, y también en aquellas persecuciones de todos los siglos, se verificarán las palabras que Jesús pronunció en el Cenáculo: “Cuando venga el Paráclito, que yo os enviaré junto al Padre..., él dará testimonio de mí. Pero también vosotros daréis testimonio, porque estáis conmigo desde el principio” (Jn 15, 26 - 27).
La acción del Espíritu Santo es “dar testimonio”. Es una acción interior, “inmanente”, que se desarrolla en el corazón de los discípulos, los cuales, después, dan testimonio de Cristo al exterior. Mediante aquella presencia y aquella acción inmanente, se manifiesta y avanza en el mundo el “trascendente” poder de la verdad de Cristo, que es el Verbo-Verdad y Sabiduría. De Él deriva a los Apóstoles, mediante el Espíritu, el poder de dar testimonio según su promesa: “Yo os daré una elocuencia y una sabiduría a la que no podrán resistir ni contradecir todos vuestros adversarios” (Lc 21, 15). Esto viene sucediendo ya desde el caso del primer mártir, Esteban, del que el autor de los Hechos de los Apóstoles escribe que estaba “lleno del Espíritu Santo” (Hch 6, 5), de modo que los adversarios “no podían resistir a la sabiduría y al Espíritu con que hablaba” (Hch 6, 10). También en los siglos sucesivos los adversarios de la fe cristiana han continuado ensañándose contra los anunciadores del Evangelio, apagando a veces su voz en la sangre, sin llegar, sin embargo, a sofocar la Verdad de la que eran portadores: ésta ha seguido fortaleciéndose en el mundo con la fuerza del Espíritu Santo.
7. El Espíritu Santo ―Espíritu de la verdad, Paráclito― es aquel que, según la palabra de Cristo, “convencerá al mundo en lo referente al pecado, en lo referente a la justicia y en lo referente al juicio” (Jn 16, 8). Es significativa la explicación que Jesús mismo hace de estas palabras: pecado, justicia y juicio. “Pecado” significa, sobre todo, la falta de fe que Jesús encuentra entre “los suyos”, es decir, los de su pueblo, los cuales llegaron incluso a condenarle a muerte en la cruz. Hablando después de la “justicia”, Jesús parece tener en mente aquella justicia definitiva, que el Padre le hará (“... por que voy al Padre”) en la resurrección y en la ascensión al cielo. En este contexto, “juicio” significa que el Espíritu de la verdad mostrará la culpa del “mundo” al rechazar a Cristo, o, más generalmente, al volver la espalda a Dios. Pero puesto que Cristo no ha venido al mundo para juzgarlo o condenarlo, sino para salvarlo, en realidad también aquel “convencer respecto al pecado” por parte del Espíritu de la verdad tiene que entenderse como intervención orientada a la salvación del mundo, al bien último de los hombres.
El “juicio” se refiere sobre todo al “príncipe” de este mundo, es decir, a Satanás. Él, en efecto, desde el principio intenta llevar la obra de la creación contra la alianza y la unión del hombre con Dios: se opone conscientemente a la salvación. Por esto “ha sido ya juzgado” desde el principio, como expliqué en la Encíclica Dominum et vivificantem (n. 27).
8. Si el Espíritu Santo Paráclito debe convencer al mundo precisamente de este “juicio”, sin duda lo tiene que hacer para continuar la obra de Cristo que mira a la salvación universal (cf. Dominum et vivificantem n. 27.).
Por tanto, podemos concluir que en el dar testimonio de Cristo, el Paráclito es un asiduo (aunque invisible) Abogado y Defensor de la obra de la salvación, y de todos aquellos que se comprometen en esta obra. Y es también el Garante de la definitiva victoria sobre el pecado y sobre el mundo sometido al pecado, para librarlo del pecado e introducirlo en el camino de la salvación.
Saludos
Amadísimos hermanos y hermanas:
Saludo ahora cordialmente a todos los peregrinos y visitantes de lengua española. En particular a los Hermanos Maristas y las Religiosas de la Compañía de Santa Teresa de Jesús, que hacen en Roma un curso de espiritualidad. A todos aliento a una entrega generosa e ilusionada a Dios y a la Iglesia, en fidelidad al propio carisma religioso.
Imparto con afecto la Bendición Apostólica a todas las personas, familias y grupos procedentes de los diversos Países de América Latina y de España.
© Copyright 1989 - Libreria Editrice Vaticana