Audiencia general del 26 de agosto de 1987

Autor: Juan Pablo II

 

JUAN PABLO II

AUDIENCIA GENERAL

Miércoles 26 de agosto de 198

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Jesucristo, verdadero Dios y verdadero hombre

1. “Creo... en Jesucristo, su único Hijo (= de Dios Padre), nuestro Señor; que fue concebido por obra y gracia del Espíritu Santo, y nació de Santa María Virgen”. El ciclo de catequesis sobre Jesucristo, que desarrollamos aquí, hace referencia constante a la verdad expresada en las palabras del Símbolo Apostólico que acabamos de citar. Nos presentan a Cristo como verdadero Dios —Hijo del Padre— y, al mismo tiempo, como verdadero Hombre, Hijo de María Virgen. Las catequesis anteriores nos han permitido y cercarnos a esta verdad fundamental de la fe. Ahora, sin embargo, debemos tratar de profundizar su contenido esencial: debemos preguntarnos qué significa “verdadero Dios y verdadero Hombre”. Es esta una realidad que se desvela ante los ojos de nuestra fe mediante a autorrevelación de Dios en Jesucristo. Y dado que ésta —como cualquier otra verdad revelada— sólo se puede acoger rectamente mediante la fe, entra aquí en juego el “rationabile obsequium fidei” el obsequio razonable de la fe. Las próximas catequesis, centradas en el misterio del Dios-Hombre, quieren favorecer una fe así.

2. Ya anteriormente hemos puesto de relieve que Jesucristo hablaba a menudo de sí, utilizando el apelativo de “Hijo del hombre” (cf. Mt 16, 28; Mc 2, 28). Dicho título estaba vinculado a la tradición mesiánica del Antiguo Testamento, y al mismo tiempo, respondía a aquella “pedagogía de la fe”, a la que Jesús recurría voluntariamente. En efecto, deseaba que sus discípulos y los que le escuchaban llegasen por sí solos al descubrimiento de que “el Hijo del hombre” era al mismo tiempo el verdadero Hijo de Dios. De ello tenemos una demostración muy significativa en la profesión de Simón Pedro, hecha en los alrededores de Cesarea de Filipo, a la que nos hemos referido en las catequesis anteriores. Jesús provoca a los Apóstoles con preguntas y cuando Pedro llega al reconocimiento explícito de su identidad divina, confirma su testimonio llamándolo “bienaventurado tú, porque no es la carne ni la sangre quien esto te ha revelado sino mi Padre” (cf. Mt 16, 17). Es el Padre, el que da testimonio del Hijo, porque sólo Él conoce al Hijo (cf. Mt 11, 27).

3. Sin embargo, a pesar de la discreción con que Jesús actuaba aplicando ese principio pedagógico de que se ha hablado, la verdad de su filiación divina se iba haciendo cada vez más patente, debido a lo que Él decía y especialmente a lo que hacía. Pero si para unos esto constituía objeto de fe, para otros era causa de contradicción y de acusación. Esto se manifestó de forma definitiva durante el proceso ante el Sanedrín. Narra el Evangelio de Marcos: “El Pontífice le preguntó y dijo: ¿Eres tú el Mesías, el Hijo del Bendito? Jesús dijo: Yo soy, y veréis al Hijo del hombre sentado a la diestra del Poder y venir sobre las nubes del cielo” (Mc 14, 61-62). En el Evangelio de Lucas la pregunta se formula así: “Luego, ¿eres tú el Hijo de Dios? Díjoles: vosotros lo decís, yo soy” (Lc 22, 70).

4. La reacción de los presentes es concorde: “Ha blasfemado... Acabáis de oír la blasfemia... Reo es de muerte” (Mt 26, 65-66). Esta acusación es, por decirlo así, fruto de una interpretación material de la ley antigua.

Efectivamente, leemos en el Libro del Levítico: “Quien blasfemare el nombre de Yahvé será castigado con la muerte; toda la asamblea lo lapidará” (Lev 24, 16). Jesús de Nazaret, que ante los representantes oficiales del Antiguo Testamento declara ser el verdadero Hijo de Dios, pronuncia —según la convicción de ellos— una blasfemia. Por eso “reo es de muerte”, y la condena se ejecuta, si bien no con la lapidación según la disciplina veterotestamentaria, sino con la crucifixión, de acuerdo con la legislación romana. Llamarse a sí mismo “Hijo de Dios” quería decir “hacerse Dios” (cf. Jn 10, 33), lo que suscitaba una protesta radical por parte de los custodios del monoteísmo del Antiguo Testamento.

5. Lo que al final se llevó a cabo en el proceso intentado contra Jesús, en realidad había sido ya antes objeto de amenaza, como refieren los Evangelios, particularmente el de Juan. Leemos en él repetidas veces que los que lo escuchaban querían apedrear a Jesús, cuando lo que oían de su boca les parecía una blasfemia. Descubrieron una tal blasfemia, por ejemplo, en sus palabras sobre el tema del Buen Pastor (cf. Jn 10, 27. 29), y en la conclusión a la que llegó en esa circunstancia: “Yo y el Padre somos una sola cosa” (Jn 10, 30). La narración evangélica prosigue así: “De nuevo los judíos trajeron piedras para apedrearle. Jesús les respondió: Muchas obras os he mostrado de parte de mi Padre; ¿por cuál de ellas me apedreáis? Respondiéronle los judíos: Por ninguna obra buena te apedreamos, sino por la blasfemia, porque tú, siendo hombre, te haces Dios” (Jn 10, 31-33).

6. Análoga fue la reacción a estas otras palabras de Jesús: “Antes que Abraham naciese, era yo” (Jn 8, 58). También aquí Jesús se halló ante una pregunta y una acusación idéntica: “¿Quién pretendes ser?” (Jn 8, 53), y la respuesta a tal pregunta tuvo como consecuencia la amenaza de lapidación (cf. Jn 8, 59).

Está, pues, claro, que si bien Jesús hablaba de sí mismo sobre todo como del “Hijo del hombre”, sin embargo todo el conjunto de lo que hacía y enseñaba daba testimonio de que Él era el Hijo de Dios en el sentido literal de la palabra: es decir, que era una sola cosa con el Padre, y por tanto: también Él era Dios, como el Padre. Del contenido unívoco de este testimonio es prueba tanto el hecho de que El fue reconocido y escuchado por unos: “muchos creyeron en Él”: (cf. por ejemplo Jn 8, 30); como, todavía más, el hecho de que halló en otros una oposición radical, más aún, la acusación de blasfemia con la disposición a infligirle la pena prevista para los blasfemos en la Ley del Antiguo Testamento.

7. Entre las afirmaciones de Cristo relativas a este tema, resulta especialmente significativa la expresión: “YO SOY”. El contexto en el que viene pronunciada indica que Jesús recuerda aquí la respuesta dada por Dios mismo a Moisés, cuando le dirige la pregunta sobre su Nombre: “Yo soy el que soy... Así responderás a los hijos de Israel: Yo soy me manda a vosotros” (Ex 3, 14). Ahora bien, Cristo se sirve de la misma expresión “Yo soy” en contextos muy significativos. Aquel del que se ha hablado, concerniente a Abraham: “Antes que Abraham naciese, ERA YO”; pero no sólo ése. Así, por ejemplo: “Si no creyereis que YO SOY, moriréis en vuestros pecados” (Jn 8, 24), y también: “Cuando levantéis en alto al Hijo del hombre, entonces conoceréis que YO SOY” (Jn 8, 28), y asimismo: “Desde ahora os lo digo, antes de que suceda, para que, cuando suceda, creáis que YO SOY” (Jn 13, 19).

Este “Yo soy” se halla también en otros lugares de los Evangelios sinópticos (por ejemplo Mt 28, 20; Lc 24, 39); pero en las afirmaciones que hemos citado el uso del Nombre de Dios, propio del Libro del Éxodo, aparece particularmente límpido y firme. Cristo habla de su “elevación” pascual mediante la cruz y la sucesiva resurrección: “Entonces conoceréis que YO SOY”. Lo que quiere decir: entonces se manifestará claramente que yo soy aquel al que compete el Nombre de Dios. Por ello, con dicha expresión Jesús indica que es el verdadero Dios. Y aún antes de su pasión Él ruega al Padre así: “Todo lo mío es tuyo, y lo tuyo mío” (Jn 17, 10), que es otra manera de afirmar: “Yo y el Padre somos una sola cosa” (Jn 10, 30).

Ante Cristo, Verbo de Dios encarnado, unámonos también nosotros a Pedro y repitamos con la misma elevación de fe: “Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo” (Mt 16, 16).

Saludos

Queridos peregrinos y visitantes de lengua española, me es sumamente grato daros mi más cordial bienvenida con este mensaje.

Saludo en particular a las Hermanas del Amor de Dios, Franciscanas de los Sagrados Corazones y Religiosas Pasionistas de México.

Mi saludo se dirige igualmente al grupo de jóvenes venezolanos, a la delegación universitaria del Uruguay, así como a las peregrinaciones de las diócesis de Teruel-Albarracín, Cuenca y Jaén.

Mientras aliento a todos a ser genuinos testigos de los valores del Evangelio, me complazco en impartir a todas las personas, familias y grupos provenientes de los diversos países de América Latina y de España, la bendición apostólica.

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