Audiencia general del 27 de julio de 1994
JUAN PABLO II
AUDIENCIA GENERALMiércoles 27 de julio de 1994
La maternidad en el ámbito del sacerdocio universal de la Iglesia
1. La mujer participa en el sacerdocio común de los fieles (cf. Lumen gentium, 10) de muchas formas, pero especialmente con su maternidad: no sólo con la maternidad espiritual, sino también con la que muchas mujeres eligen como su función natural propia, con vistas a la concepción, la generación y la educación de sus hijos: Dar al mundo un hombre.
Es una tarea que, en el ámbito de la Iglesia, incluye una elevada vocación y se transforma en una misión, con la inserción de la mujer en el sacerdocio común de los fieles.
2. En tiempos bastante recientes ha venido afirmándose, también en el ámbito católico, la reivindicación del sacerdocio ministerial por parte de algunas mujeres. Es una reivindicación que, en realidad, se basa en un supuesto insostenible, pues el ministerio sacerdotal no es una función a la que se tenga acceso sobre la base de criterios sociológicos o de procedimientos jurídicos, sino sólo por obediencia a la voluntad de Cristo. Ahora bien, Jesús confió sólo a varones la tarea del sacerdocio ministerial. Aunque invitó a algunas mujeres a que lo siguieran, pidiéndoles que cooperaran con él, no llamó o admitió a ninguna de ellas a formar parte del grupo al que confiaría el sacerdocio ministerial en la Iglesia. Su voluntad queda manifiesta en el conjunto de su comportamiento, al igual que en algunos gestos significativos, que la tradición cristiana ha interpretado constantemente como indicaciones que hay que seguir.
3. En efecto, los evangelios muestran que Jesús no envió jamás a las mujeres en misiones de predicación, como hizo con el grupo de los Doce, que eran todos varones (cf. Lc 9, 1-6), y también con los 72, entre los que no se menciona la presencia de ninguna mujer (cf. Lc 10, 1-20).
Sólo a los Doce Jesús da la autoridad sobre el reino: «Dispongo un reino para vosotros, como mi Padre lo dispuso para mí» (Lc 22, 29). Sólo a los Doce confiere la misión y el poder de celebrar la eucaristía en su nombre (cf. Lc 22, 19): esencia del sacerdocio ministerial. Sólo a los Apóstoles, después de su resurrección, da el poder de perdonar los pecados (cf. Jn 20, 22-23) y de emprender la obra de evangelización universal (cf. Mt 28, 18-20; Mc 16, 16-18).
Los Apóstoles y los otros responsables de las primeras comunidades cumplieron la voluntad de Cristo, comenzando la tradición cristiana que, desde entonces, ha estado siempre vigente en la Iglesia. He sentido el deber de reafirmar esta tradición con la reciente carta apostólica Ordinatio sacerdotalis (22 de mayo de 1994), declarando que «la Iglesia no tiene en modo alguno la facultad de conferir la ordenación sacerdotal a las mujeres, y que este dictamen debe ser considerado como definitivo por todos los fieles de la Iglesia» (n. 4). Aquí está en juego la fidelidad al ministerio pastoral, tal como fue instituido por Cristo. Es lo que afirmaba ya Pío XII, que, al declarar que «ningún poder compete a la Iglesia sobre la sustancia de los sacramentos, es decir, sobre aquellas cosas que, conforme al testimonio de las fuentes de la revelación, Cristo Señor estatuyó debían ser observadas en el signo sacramental», concluía que la Iglesia debe aceptar como normativa «su práctica de conferir sólo a varones la ordenación sacerdotal» (cf. AAS 40 [1948], p. 5).
4. No se puede poner en tela de juicio el valor permanente y normativo de esta práctica diciendo que la voluntad manifestada por Cristo se debía a la mentalidad vigente en su época y a los prejuicios difundidos entonces, como también después, en detrimento de la mujer. En realidad, Jesús, no se amoldó nunca a una mentalidad desfavorable para la mujer; al contrario, reaccionó contra la desigualdad debida a la diferencia de los sexos: al llamar a mujeres para que lo siguieran, demostró que superaba las costumbres y la mentalidad de su ambiente. Si reservaba el sacerdocio ministerial para los varones, lo hacía con toda libertad, y en sus disposiciones y opciones no había ninguna actitud desfavorable con respecto a las mujeres.
5. Si tratamos de comprender el motivo por el que Cristo reservó para los varones la posibilidad de tener acceso al ministerio sacerdotal, podemos descubrirlo en el hecho de que el sacerdote representa a Cristo mismo en su relación con la Iglesia. Ahora bien, esta relación es de tipo nupcial: Cristo es el esposo (cf. Mt 9, 15; Jn 3, 29; 2 Col 11, 2; Ef 5, 25), y la Iglesia es la esposa (cf. 2 Co 11, 2; Ef 5, 25-27. 31-32; Ap 19, 7; 21, 9). Así pues, para que la relación entre Cristo y la Iglesia se exprese válidamente en el orden sacramental, es indispensable que Cristo esté representado por un varón. La distinción de los sexos es muy significativa en este caso, y desconocerla equivaldría a menoscabar el sacramento. En efecto, el carácter específico del signo que se utiliza es esencial en los sacramentos. El bautismo se debe realizar con el agua que lava; no se puede realizar con aceite, que unge, aunque el aceite sea más costoso que el agua. Del mismo modo, el sacramento del orden se celebra con los varones, sin que esto cuestione el valor de las personas. De esta forma, se puede comprender la doctrina conciliar, según la cual los presbíteros, ordenados «de suerte que puedan obrar como en persona de Cristo cabeza de la Iglesia», (Presbyterorum ordinis, 2), «ejercen el oficio de Cristo, cabeza y pastor, según su parte de autoridad» (Presbyterorum ordinis, 6).
También en la carta apostólica Mulieris dignitatem se explica el porqué de la elección de Cristo, conservada fielmente por la Iglesia católica en sus leyes y en su disciplina (cf. nn. 26-27).
6. Por lo demás, conviene notar que la verdadera promoción de la mujer consiste en promoverla en lo que le es propio y le conviene en su condición de mujer, es decir, de criatura diferente del varón, llamada a ser también ella, lo mismo que el varón, modelo de personalidad humana. Ésta es la emancipación correspondiente a las indicaciones y a las disposiciones de Jesús, que quiso atribuir a la mujer una misión propia, según su diversidad natural respecto al varón.
En el cumplimiento de esta misión se abre el camino para el desarrollo de una personalidad de mujer que puede ofrecer a la humanidad y, en particular a la Iglesia, un servicio según sus cualidades.
7. Por consiguiente, podemos concluir afirmando que Jesús, al no atribuir el sacerdocio ministerial a la mujer, no la puso en situación de inferioridad, no la privó de un derecho que le correspondería y no violó la igualdad de la mujer con el varón, sino que, por el contrario, reconoció y respetó su dignidad. Cuando instituyó el ministerio sacerdotal para varones, no quiso conferirles una superioridad sino llamarlos a un servicio humilde, según el servicio cuyo modelo fue el Hijo del hombre (cf. Mc 10, 45; Mt 20, 28). Destinando a la mujer para una misión que correspondiera a su personalidad, elevó su dignidad y reafirmó su derecho a una originalidad propia también en la Iglesia.
8. El ejemplo de María, madre de Jesús, completa la demostración del respeto a la dignidad de la mujer en la misión que se le confía en la Iglesia.
María no fue llamada al sacerdocio ministerial. Sin embargo, la misión que recibió no tenía menos valor que un ministerio pastoral; al contrario, era muy superior. Recibió una misión materna en grado excelso: ser madre de Jesucristo y, por tanto, Theotókos, Madre de Dios. Misión que se dilatará en su maternidad con respecto a todos los hombres en el orden de la gracia.
Lo mismo puede decirse de la misión de maternidad que muchas mujeres realizan en la Iglesia (cf. Mulieris dignitatem, 47). Cristo las sitúa a la luz admirable de María, que resplandece en la cúspide de la Iglesia y de la creación.
Saludos
Amadísimos hermanos y hermanas:
Me es grato saludar a todos los visitantes de lengua española, de modo especial a los participantes en el curso para rectores y formadores de Seminarios, y a las religiosas capitulares de las Misioneras Hijas del Calvario.
De España, saludo a las Hijas de la Virgen Dolorosa y a la parroquia San Juan y San Miguel, de Antequera; también doy mi bienvenida a los peregrinos mexicanos, paraguayos y venezolanos.
Os imparto a todos con afecto la bendición apostólica.
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