Audiencia general del 27 de noviembre de 1991

Autor: Juan Pablo II

 

JUAN PABLO II

AUDIENCIA GENERAL

Miércoles 27 de noviembre de 199

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La Iglesia, misterio y sacramento

(Lectura:
carta de san Pablo a los Colosenses, capítulo 1, versículos 24-27)

1. Según el Concilio Vaticano II, «la Iglesia es en Cristo como un sacramento o señal e instrumento de la íntima unión con Dios y de la unidad de todo el género humano» (Lumen gentium, 1). Esta doctrina, propuesta desde el principio de la constitución dogmática sobre la Iglesia, necesita alguna aclaración que haremos durante esta catequesis. Comencemos señalando que el texto apenas citado sobre la Iglesia como «sacramento» se encuentra en la constitución Lumen gentium, en el capítulo primero, cuyo título es «El misterio de la Iglesia» (De Ecclesiae mysterio). Por tanto, es preciso buscar una explicación de esta sacramentalidad que el Concilio atribuye a la Iglesia en el ámbito del misterio («mysterium»), tal como lo entiende este primer capítulo de la constitución.

2. La Iglesia es un misterio divino porque en ella se realiza el designio (o plan) divino de la salvación de la humanidad, a saber, «el misterio del reino de Dios» revelado en la palabra y en la misma existencia de Cristo. Jesús revela este misterio, en primer lugar, a los Apóstoles: «A vosotros se os ha dado el misterio del reino de Dios, pero a los que están fuera todo se les presenta en parábolas» (Mc 4, 11).

El significado de las parábolas del reino, a las que ya dedicamos una catequesis, encuentra su realización primera y fundamental en la Encarnación, y su cumplimiento en el tiempo que va desde la Pascua de la cruz y de la resurrección de Cristo hasta el Pentecostés en Jerusalén, donde los Apóstoles y los miembros de la primera comunidad recibieron el bautismo del Espíritu de verdad, que los hizo capaces de dar testimonio de Cristo. Precisamente en aquel mismo tiempo, el misterio eterno del designio divino de la salvación de la humanidad asumió la forma visible de la Iglesia-nuevo pueblo de Dios.

3. Las cartas paulinas lo expresan de modo muy explícito y eficaz. En efecto, el Apóstol anuncia a Cristo «conforme... a la revelación de un misterio mantenido en secreto durante siglos enteros, pero manifestado al presente» (Rm 16, 25-26). «El misterio escondido desde siglos y generaciones, y manifestado ahora a sus santos, a quienes Dios quiso dar a conocer cuál es la riqueza de la gloria de este misterio entre los gentiles, que es Cristo entre vosotros, la esperanza de la gloria» (Col 1, 26-27): éste es el misterio revelado para consolar los corazones, para edificar la caridad y para alcanzar la inteligencia plena de la riqueza que contiene (cf. Col 2, 2). Al mismo tiempo, el Apóstol pide a los Colosenses que oren «para que Dios nos abra una puerta a la Palabra, y podamos anunciar el misterio de Cristo», y confía poder «darlo a conocer anunciándolo como debo hacerlo» (Col 4, 3-4).

4. Ese misterio divino, o sea, el misterio de la salvación de la humanidad en Cristo es, sobre todo, el misterio de Cristo, pero está destinado «a los hombres». Leemos en la carta a los Efesios que ese misterio «no fue dado a conocer a los hombres, como ha sido ahora revelado a sus santos apóstoles y profetas por el Espíritu: que los gentiles sois coherederos, miembros del mismo Cuerpo y participes de la misma promesa en Cristo Jesús por medio del Evangelio, del cual -agrega el Apóstol- he llegado a ser ministro, conforme al don de la gracia de Dios a mí concedida por la fuerza de su poder» (Ef 3, 5-7).

5. El concilio Vaticano II recoge y vuelve a proponer esta enseñanza de Pablo cuando afirma: «Cristo, levantado sobre la tierra, atrajo hacia sí a todos (cf. Jn 12, 32); habiendo resucitado de entre los muertos (cf. Rm 6, 9), envió sobre los discípulos a su Espíritu vivificador, y por él hizo a su Cuerpo, que es la Iglesia, sacramento universal de salvación (Lumen gentium, 48). Y también: «Dios formó una congregación de quienes, creyendo, ven en Jesús el autor de la salvación y el principio de la unidad y de la paz, y la constituyó Iglesia a fin de que fuera para todos y cada uno sacramento visible de esta unidad salutífera» (Lumen gentium, 9).

Por tanto, la iniciativa eterna del Padre, que concibe el plan salvífico, manifestado a la humanidad y realizado en Cristo, constituye el fundamento del misterio de la Iglesia en la que éste, por obra del Espíritu Santo, es participado a los hombres, comenzando por los Apóstoles. Gracias a esa participación en el misterio de Cristo, la Iglesia es el Cuerpo de Cristo. La imagen y el concepto paulino de «cuerpo de Cristo» expresan al mismo tiempo la verdad del misterio de la Iglesia y la verdad de su carácter visible en el mundo y en la historia de la humanidad.

6. El término griego mysterion ha sido traducido al latín como sacramentum. En este sentido lo usa el magisterio conciliar en los textos que acabamos de citar. En la Iglesia latina, la palabra «sacramentum» ha tomado un sentido teológico más específico, designando los siete sacramentos. Está claro que la aplicación de este sentido a la Iglesia sólo es posible de modo analógico.

En efecto, según la enseñanza del concilio de Trento, un sacramento «es el signo de una cosa santa y la expresión visible de la gracia invisible» (cf. DS, 1639). Sin duda, semejante definición puede aplicarse de modo analógico a la Iglesia.

Pero es necesario notar que esa definición no basta para expresar lo que es la Iglesia. La Iglesia es signo, pero no es sólo signo; en sí misma es, también, fruto de la obra redentora. Los sacramentos son los medios de santificación. En cambio, la Iglesia es la asamblea de las personas santificadas y constituye, por tanto, la finalidad de la intervención salvífica (cf. Ef 5, 25. 27).

Hechas estas aclaraciones, el término «sacramento» puede aplicarse a la Iglesia. En efecto, la Iglesia es el signo de la salvación realizada por Cristo y destinada a todos los hombres mediante la obra del Espíritu Santo. Es un signo visible: la Iglesia, como comunidad del pueblo de Dios, tiene un carácter visible. También es un signo eficaz, pues la adhesión a la Iglesia otorga a los hombres la unión con Cristo y todas las gracias necesarias para la salvación.

7. Cuando se habla de los sacramentos como signos eficaces de la gracia salvífica, instituidos por Cristo y celebrados en su nombre por la Iglesia, la analogía de la sacramentalidad con respecto a la Iglesia subsiste a través del vínculo orgánico entre la Iglesia y los sacramentos; de todas formas, hay que tener en cuenta que no se trata de una identidad sustancial. No es posible, desde luego, atribuir a todo el conjunto de las funciones y de los ministerios de la Iglesia la institución divina y la eficacia de los siete sacramentos. Por otra parte, en la Eucaristía hay una presencia sustancial de Cristo, que ciertamente no puede extenderse a toda la Iglesia. Dejamos para otro momento una explicación más ampliada de esas diferencias. Pero podemos concluir esta catequesis con la gozosa observación de que el vínculo orgánico entre la Iglesia-sacramento y cada uno de los sacramentos es muy estrecho y esencial precisamente en lo referente a la Eucaristía. En efecto, la Eucaristía actúa y hace presente a la Iglesia, en la medida en que ésta (como sacramento) celebra la Eucaristía. La Iglesia se manifiesta en la Eucaristía, y la Eucaristía hace la Iglesia. Sobre todo en la Eucaristía la Iglesia es y se convierte cada vez más en el sacramento «de la unión íntima con Dios» (Lumen gentium, 1).

Saludos

Amadísimos hermanos y hermanas:

Saludo ahora con con particular afecto a todos los peregrinos y visitantes de lengua española.

En particular, al grupo de sacerdotes latinoamericanos que están haciendo un Curso de espiritualidad sacerdotal en el Centro internacional de Animación Misionera de Roma, así como a las Religiosas de María Inmaculada y a las Hermanas de la Caridad del Sagrado Corazón de Jesús. Sed siempre, queridos sacerdotes y religiosas, fieles a vuestra vocación y testimonio de generosa entrega a Dios y a la iglesia.

A todas las personas, familias y grupos procedentes de los diversos países de América Latina y de España imparto de corazón la bendición apostólica.

 

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