Audiencia general del 3 de febrero de 1988

Autor: Juan Pablo II

 

JUAN PABLO II

AUDIENCIA GENERAL

Miércoles 3 de febrero de 198

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Jesucristo, verdadero hombre,
"semejante en todo a nosotros, menos en el pecado"

1. Jesucristo es verdadero hombre. Continuamos la catequesis anterior dedicada a este tema. Se trata de una verdad fundamental de nuestra fe. Fe basada en la palabra de Cristo mismo, confirmada por el testimonio de los Apóstoles y discípulos, trasmitida de generación en generación en la enseñanza de la Iglesia: "Credimus... Deum verum et hominem verum... non phantasticum, sed unum et unicum Filium Dei" (Concilio Lugdunense II: DS, 852).

Más recientemente, el Concilio Vaticano II ha recordado la misma doctrina al subrayar la relación nueva que el Verbo, encarnándose y haciéndose hombre como nosotros, ha inaugurado con todos y cada uno: "El Hijo de Dios con su encarnación se ha unido, en cierto modo, con todo hombre. Trabajó con manos de hombre, pensó con inteligencia de hombre, obró con voluntad de hombre, amó con corazón de hombre. Nacido de la Virgen María, se hizo verdaderamente uno de los nuestros, semejante en todo a nosotros, excepto en el pecado" (Gaudium et spes, 22).

2. Ya en el marco de la catequesis precedente hemos intentado hacer ver esta "semejanza" de Cristo con nosotros, que se deriva del hecho de que Él era verdadero hombre: "El Verbo se hizo carne", y "carne" ("sarx") indica precisamente el hombre en cuanto ser corpóreo (sarkikos), que viene a la luz mediante el nacimiento "de una mujer" (cf. Gál 4, 4). En su corporeidad, Jesús de Nazaret, como cualquier hombre, ha experimentado el cansancio, el hambre y la sed. Su cuerpo era pasible, vulnerable, sensible al dolor físico. Y precisamente en esta carne ("sarx"), fue sometido Él a torturas terribles, para ser, finalmente, crucificado: "Fue crucificado, murió y fue sepultado".

El texto conciliar citado más arriba, completa todavía esta imagen cuando dice "Trabajó con manos del hombre, pensó con inteligencia de hombre, obró con voluntad de hombre, amó con corazón de hombre" (Gaudium et spes, 22).

3. Prestemos hoy un atención particular a esta última afirmación, que nos hace entrar en el mundo interior de la vida psicológica de Jesús. Él experimentaba verdaderamente los sentimientos humanos: la alegría, la tristeza, la indignación, la admiración, el amor. Leemos, por ejemplo, que Jesús "se sintió inundado de gozo en el Espíritu Santo" (Lc 10, 21); que lloró sobre Jerusalén: "Al ver la ciudad, lloró sobre ella, diciendo: ¡Si al menos en este día conocieras lo que hace a la paz tuya!" (Lc 9, 41-42); lloró también después de la muerte de su amigo Lázaro: "Viéndola llorar Jesús (a María), y que lloraban también los judíos que venían con ella, se conmovió hondamente y se turbó, y dijo ¿Dónde le habéis puesto? Dijéronle Señor, ven y ve. Lloró Jesús..." (Jn 11, 33-35).

4. Los sentimientos de tristeza alcanzan en Jesús una intensidad particular en el momento de Getsemaní. Leemos: "Tomando consigo a Pedro, a Santiago y a Juan, comenzó a sentir temor y angustia, y les decía: Triste está mi alma hasta la muerte" (Mc 14, 33-34; cf. también Mt 26, 37). En Lucas leemos: "Lleno de angustia, oraba con más insistencia; y sudó como gruesas gotas de sangre, que corrían hasta la tierra" (Lc 22, 44). Un hecho de orden psico-físico que atestigua, a su vez, la realidad humana de Jesús.

5. Leemos asimismo episodios de indignación de Jesús. Así, cuando se presenta a Él, para que lo cure, un hombre con la mano seca, en día de sábado, Jesús, en primer lugar, hace a los presentes esta pregunta: "¿Es lícito en sábado hacer bien o mal, salvar una vida o matarla? y ellos callaban. Y dirigiéndoles una mirada airada, entristecido por la dureza de su corazón, dice al hombre: Extiende tu mano. La extendió y fuele restituida la mano" (Mc 3, 5).

La misma indignación vemos en el episodio de los vendedores arrojados del templo. Escribe Mateo que "arrojo de allí a cuantos vendían y compraban en él, y derribó las mesas de los cambistas y los asientos de los vendedores de palomas, diciéndoles: escrito está: 'Mi casa será llamada Casa de oración' pero vosotros la habéis convertido en cueva de ladrones" (Mt 21, 12-13; cf. Mc 11, 15).

6. En otros lugares leemos que Jesús "se admira": "Se admiraba de su incredulidad" (Mc 6, 6). Muestra también admiración cuando dice: "Mirad los lirios cómo crecen... ni Salomón en toda su gloria se vistió como uno de ellos" (Lc 12, 27). Admira también la fe de la mujer cananea: "Mujer, ¡qué grande es tu fe!" (Mt 15, 28).

7. Pero en los Evangelios resulta, sobre todo, que Jesús ha amado. Leemos que, durante el coloquio con el joven que vino a preguntarle qué tenía que hacer para entrar en el reino de los cielos, "Jesús poniendo en él los ojos, lo amó" (Mc 10, 21). El Evangelista Juan escribe que "Jesús amaba a Marta y a su hermana y a Lázaro" (Jn 11, 5), y se llama a sí mismo "el discípulo a quien Jesús amaba" (Jn 13, 23).

Jesús amaba a los niños: "Presentáronle unos niños para que los tocase... y abrazándolos, los bendijo imponiéndoles las manos" (Mc 10, 13-16). Y cuando proclamó el mandamiento del amor, se refiere al amor con el que Él mismo ha amado: "Este es mi precepto: que os améis unos a otros como yo os he amado" (Jn 15, 12).

8. La hora de la pasión, especialmente la agonía en la cruz, constituye, puede decirse, el zenit del amor con que Jesús, "habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el fin" (Jn 13, 1). "Nadie tiene amor mayor que éste de dar uno la vida por sus amigos" (Jn 15, 13). Contemporáneamente, éste es también el zenit de la tristeza y del abandono que Él ha experimentado en su vida terrena. Una expresión penetrante de este abandono, permanecerán por siempre aquellas palabras: "Eloí, Eloí, lama sabachtani?... Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?" (Mc 15, 34). Son palabras que Jesús toma del Salmo 22 (22, 2) y con ellas expresa el desgarro supremo de su alma y de su cuerpo, incluso la sensación misteriosa de un abandono momentáneo por parte de Dios. ¡El clavo más dramático y lacerante de toda la pasión!

9. Así, pues, Jesús se ha hecho verdaderamente semejante a los hombres, asumiendo la condición de siervo, como proclama la Carta a los Filipenses (cf. 2, 7). Pero la Epístola a los Hebreos, al hablar de Él como "Pontífice de los bienes futuros" (Heb 9, 11), confirma y precisa que "no es nuestro Pontífice tal que no pueda compadecerse de nuestras flaquezas, antes fue tentado en todo a semejanza nuestra, fuera del pecado" (Heb 4, 15). Verdaderamente "no había conocido el pecado", aunque San Pablo dirá que Dios, "a quien no conoció el pecado, le hizo pecado por nosotros para que en Él fuéramos justicia de Dios" (2 Cor 5, 21 ).

El mismo Jesús pudo lanzar el desafío: "¿Quién de vosotros me argüirá de pecado?" (Jn 8, 46). Y he aquí la fe de la Iglesia: "Sine peccato conceptus, natus et mortuus". Lo proclama en armonía con toda la Tradición el Concilio de Florencia (Decreto pro Iacob.: DS 1347): Jesús "fue concebido, nació y murió sin mancha de pecado". Él es el hombre verdaderamente justo y santo.

10. Repetimos con el Nuevo Testamento, con el Símbolo y con el Concilio: "Jesucristo se ha hecho verdaderamente uno de nosotros, en todo semejante a nosotros, excepto en el pecado" (cf. Heb 4, 15). Y precisamente, gracias a una semejanza tal: "Cristo, el nuevo Adán..., manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la sublimidad de su vocación" (Gaudium et spes, 22).

Se puede decir que, mediante esta constatación, el Concilio Vaticano II da respuesta, una vez más, a la pregunta fundamental que lleva por título el celebre tratado de San Anselmo: Cur Deus homo? Es una pregunta del intelecto que ahonda en el misterio del Dios-Hijo, el cual se hace verdadero hombre "por nosotros, los hombres, y por nuestra salvación", como profesamos en el Símbolo de fe niceno-constantinopolitano.

Cristo manifiesta "plenamente" el hombre al propio hombre por el hecho de que Él "no había conocido el pecado". Puesto que el pecado no es de ninguna manera un enriquecimiento del hombre. Todo lo contrario: lo deprecia, lo disminuye, lo priva de la plenitud que le es propia (cf. Gaudium et spes, 13). La recuperación, la salvación del hombre caído es la respuesta fundamental a la pregunta sobre el porqué de la Encarnación.

Saludos

Amadísimos hermanos y hermanas:

Deseo saludar ahora cordialmente a los peregrinos de lengua española, procedentes de España y de América Latina.

De modo especial, saludo a los grupos de jóvenes panameños y de estudiantes chilenos, así como a los alumnos y alumnas de los Colegios: “San José” de Asunción y “María Auxiliadora” de Villarrica (Paraguay). A todos os encomiendo bajo la protección de San Juan Bosco, cuyo centenario estamos celebrando, y os aliento a ser, como él, hijos fieles de la Iglesia.

Con gran afecto imparto a todos mi bendición apostólica.

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