Audiencia general del 30 de enero de 1991
JUAN PABLO II
AUDIENCIA GENERAL
Miércoles 30 de enero de 199
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El Espíritu Santo, principio de la vida sacramental de la Iglesia
1. Además de ser fuente de la verdad y principio vital de la identidad de la Iglesia una, santa, católica y apostólica, el Espíritu Santo es también fuente y principio de la vida sacramental, mediante la que la Iglesia toma fuerza de Cristo, participa de su santidad, se alimenta de su gracia, crece y avanza en su peregrinar hacia la eternidad. El Espíritu Santo, que está en el origen de la encarnación del Verbo, es la fuente viva de todos los sacramentos instituidos por Cristo y que la Iglesia administra. Precisamente a través de los sacramentos, él da a los hombres la «nueva vida», asociando a sí a la Iglesia como cooperadora en esta acción salvífica.
2. No es el caso de explicar ahora la naturaleza, la propiedad y las finalidades de los sacramentos, a los que dedicaremos, Dios mediante, otras catequesis. Pero podemos remitir siempre a la fórmula sencilla y precisa del antiguo catecismo, según el cual «los sacramentos son los medios de la gracia, instituidos por Jesucristo para salvarnos», y repetir una vez más que el Espíritu Santo es el autor, el difusor y casi el soplo de la gracia de Cristo en nosotros. En esta catequesis veremos cómo, según los textos evangélicos, este vínculo se reconoce en cada uno de los sacramentos.
3. El vínculo es especialmente claro en el bautismo, tal como lo describe Jesús en la conversación con Nicodemo, es decir, como «nacimiento de agua y de Espíritu Santo»: «Lo nacido de la carne es carne; lo nacido del Espíritu es espíritu... Tenéis que nacer de lo alto» (Jn 3, 5-7).
Ya el Bautista había anunciado y presentado a Cristo como «el que bautiza con Espíritu Santo» (Jn 1, 33), «en Espíritu Santo y fuego» (Mt 3, 11). En los Hechos de los Apóstoles y en los escritos apostólicos aparece la misma verdad, aunque expresada de modo diverso. El día de Pentecostés Pedro invitaba a los oyentes de su mensaje: «Que cada uno de vosotros se haga bautizar en el nombre de Jesucristo, para remisión de vuestros pecados; y recibiréis el don del Espíritu Santo» (Hch 2, 38). En sus cartas san Pablo habla de un «baño de regeneración y de renovación del Espíritu Santo», que derramó Jesucristo, nuestro Salvador (cf. Tt 3, 5-6); y recuerda a los bautizados: «Habéis sido lavados, habéis sido santificados, habéis sido justificados en el nombre del Señor Jesucristo y en el Espíritu de nuestro Dios» (1 Co 6, 11). Y también les dice: «en un solo Espíritu hemos sido todos bautizados, para no formar más que un cuerpo» (1 Co 12, 13). En la doctrina de Pablo, al igual que en el evangelio, el Espíritu Santo y el nombre de Jesucristo están asociados en el anuncio, en la administración y en el reclamo del bautismo como fuente de la santificación y de la salvación, es decir, de la nueva vida de la que habla Jesús con Nicodemo.
4. La confirmación, sacramento unido al del bautismo, es presentada en los Hechos de los Apóstoles bajo la forma de una imposición de las manos, por medio de la cual los Apóstoles comunicaban el don del Espíritu Santo. A los nuevos cristianos, que habían sido ya bautizados, Pedro y Juan «les imponían las manos y recibían el Espíritu Santo» (Hch 8, 17). Lo mismo se dice del apóstol Pablo con respecto a los otros neófitos: «Habiéndoles Pablo impuesto las manos, vino sobre ellos el Espíritu Santo» (Hch 19, 6).
Por medio de la fe y de los sacramentos, por tanto, hemos sido «sellados con el Espíritu Santo de la Promesa, que es prenda de nuestra herencia» (Ef 1, 13-14). A los Corintios, Pablo escribe: «Es Dios el que nos conforta juntamente con vosotros en Cristo y el que nos ungió, y el que nos marcó con su sello y nos dio en arras el Espíritu en nuestros corazones» (2 Co 1, 21-22; cf. 1 Jn 2, 20. 27; 3, 24). La carta a los Efesios añade la advertencia significativa de que no entristezcamos al Espíritu Santo con el que «hemos sido sellados para el día de la redención» (Ef 3, 30).
De los Hechos de los Apóstoles se puede deducir que el sacramento de la confirmación era administrado mediante la imposición de las manos, tras el bautismo, «en el nombre del Señor Jesús» (cf. Hch 8, 15-17; 19, 5-6).
5. El vínculo con el Espíritu Santo en el sacramento de la reconciliación (o de la penitencia) lo establecen con firmeza las palabras de Cristo mismo después de la resurrección. En efecto, san Juan nos atestigua que Jesús sopló sobre los Apóstoles y les dijo: «Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos» (Jn 20, 22-23). Y estas palabras pueden referirse también al sacramento de la unción de los enfermos, acerca del cual leemos en la carta de Santiago que «La oración de la fe -juntamente con la unción realizada por los presbíteros en el nombre del Señor- salvará al enfermo, y el Señor hará que se levante, y si hubiera cometido pecados, le serán perdonados» (St 5, 14-15). En esta unción y oración, la tradición cristiana ha visto una forma inicial del sacramento (cf. Santo Tomás, Contra gentes, IV, c. 73), y esta identificación fue confirmada por el Concilio de Trento (cf. Denz.-S., 1695).
6. Por lo que respecta a la Eucaristía, en el Nuevo Testamento la relación con el Espíritu Santo aparece, al menos de modo indirecto, en el texto del evangelio según san Juan que refiere el anuncio hecho por Jesús en la sinagoga de Cafarnaún sobre la institución del sacramento de su Cuerpo y de su Sangre, anuncio al que siguen estas significativas palabras: «El Espíritu es el que da vida; la carne no sirve para nada. Las palabras que os he dicho son espíritu y son vida» (Jn 6, 63). Tanto la palabra como el sacramento tienen vida y eficacia operativa por el Espíritu Santo.
La tradición cristiana es consciente de este vínculo entre la Eucaristía y el Espíritu Santo. Así lo ha manifestado y lo manifiesta también hoy en la misa, cuando con la epíclesis la Iglesia pide la santificación de los dones ofrecidos sobre el altar: «con la fuerza del Espíritu Santo» (Plegaria eucarística tercera), o «con la efusión de tu Espíritu» (Plegaria eucarística segunda), o «bendice y acepta, oh Padre, esta ofrenda» (Plegaria eucarística primera). La Iglesia subraya el misterioso poder del Espíritu Santo para la realización de la consagración eucarística, para la transformación sacramental del pan y del vino en el Cuerpo y Sangre de Cristo, y para la irradiación de la gracia en los que participan de ella y en toda la comunidad cristiana.
7. También con respecto al sacramento del orden, san Pablo habla del «carisma» (o don del Espíritu Santo) que sigue a la imposición de las manos (cf. 1 Tm 4, 14; 2 Tm 1, 6), y declara con firmeza que el Espíritu Santo es quien «pone» a los obispos en la Iglesia (cf. Hch 20, 28). Otros pasajes de las cartas de san Pablo y de los Hechos de los Apóstoles atestiguan que existe una relación especial entre el Espíritu Santo y los ministros de Cristo, es decir, los Apóstoles y sus colaboradores y luego sucesores como obispos, presbíteros y diáconos, herederos no sólo de su misión, sino también de los carismas, como veremos en la próxima catequesis.
8. Finalmente, deseo recordar que el matrimonio sacramental, «gran misterio..., respecto a Cristo y la Iglesia» (Ef 5, 32), en el que tiene lugar, en nombre y por virtud de Cristo, la Alianza de dos personas, un hombre y una mujer, como comunidad de amor que da vida, es la participación humana en aquel amor divino que «ha sido derramado en nuestro corazones por el Espíritu Santo» (Rm 5, 5). La tercera Persona de la Santísima Trinidad, que, según san Agustín, es en Dios la «comunión consustancial» (communio consubstantialis) del Padre y del Hijo (cf. De Trinitate, VI, 5. 7; PL 42, 928), por medio del sacramento del matrimonio forma la «comunión de personas» del hombre y de la mujer.
9. Al concluir esta catequesis, con la que hemos esbozado, por lo menos, la verdad de la presencia activa del Espíritu Santo en la vida sacramental de la Iglesia, como nos la muestra la Sagrada Escritura, la Tradición y, de modo especial, la Liturgia sacramental, no puedo menos de subrayar la necesidad de una continua profundización de esta doctrina maravillosa, y de recomendar a todos el empeño de una práctica sacramental cada vez más conscientemente dócil y fiel al Espíritu Santo que, especialmente a través de los «medios de salvación instituidos por Jesucristo», lleva a cumplimiento la misión confiada a la Iglesia en la realización de la redención universal.
Saludos
Amadísimos hermanos y hermanas:
Deseo ahora saludar afectuosamente a todos los peregrinos y visitantes de lengua española, entre los cuales se encuentran dos grupos de jóvenes de la Argentina y del Paraguay. Ante las graves amenazas que en nuestros días se ciernen sobre los pueblos, deseo alentaros, queridos jóvenes, a ser siempre instrumentos de paz, de entendimiento y de unidad entre los jóvenes de todo el mundo, conscientes de que somos hijos del mismo Padre y que estamos llamados a la fraternidad universal, al amor que el Espíritu Santo ha derramado en nuestros corazones.
Mientras doy mi más cordial bienvenida a todas las personas procedentes de los diversos países de América Latina y de España, imparto a todos la bendición apostólica.
© Copyright 1991 - Libreria Editrice Vaticana