Audiencia general del 4 de noviembre de 1992
JUAN PABLO II
AUDIENCIA GENERAL
Miércoles 4 de noviembre de 1992
Los obispos «heraldos de la fe» en la predicación del Evangelio
(Lectura:
2da. carta de san Pablo a Timoteo, capítulo 4, versículos 1-2 y 5)
1. El concilio Vaticano II describió la misión de los obispos no sólo como colegio, sino también como pastores asignados personalmente a las diversas diócesis. Queremos considerar ahora los elementos esenciales de esta misión, tal como los expone el mismo concilio. El primer elemento es el de la predicación autorizada y responsable de la palabra de Dios. El Concilio dice: «Entre los principales oficios de los obispos se destaca la predicación del Evangelio» (Lumen gentium, 25).
Es la primera función de los obispos, a quienes se confía, como a los Apóstoles, la misión pastoral del anuncio de la palabra de Dios. La Iglesia, hoy más que nunca, tiene viva conciencia de la necesidad de la proclamación de la buena nueva, tanto para la salvación de las almas como para la difusión y el establecimiento del propio organismo comunitario y social, y recuerda las palabras de san Pablo: «Pues todo el que invoque el nombre del Señor se salvará. Pero ¿cómo invocarán a aquel en quien no han creído? ¿Cómo creerán en aquel a quien no han oído? ¿Cómo oirán sin que se les predique? Y ¿cómo predicarán si no son enviados? Como dice la Escritura: ¡Cuán hermosos los pies de los que anuncian el bien!» (Rm 10, 13-15).
2. Por este motivo, el Concilio dice que «los obispos son heraldos de la fe» y que, como tales, hacen que la fe del pueblo de Dios crezca y de fruto (cf. Lumen gentium, 25).
El Concilio enumera, después, las tareas de los obispos con vistas a esta función principal de ser «heraldos»: proveer a la instrucción religiosa de jóvenes y adultos: predicar la verdad revelada, el misterio de Cristo, en su totalidad e integridad; recordar la doctrina de la Iglesia, especialmente sobre los puntos mas expuestos a dudas o críticas. En efecto, leemos, en el decreto Christus Dominus: «En el ejercicio de su deber de enseñar, anuncien a los hombres el evangelio de Cristo, deber que descuella entre los principales de los obispos, llamándolos a la fe por la fortaleza del Espíritu o afianzándolos en la fe viva; propónganles el misterio íntegro de Cristo, es decir, aquellas verdades cuya ignorancia es ignorancia de Cristo, e igualmente el camino que ha sido revelado por Dios para glorificarle, y por eso mismo para alcanzar la bienaventuranza eterna» (n. 12).
El Concilio exhorta, además, a los obispos a presentar esta doctrina de modo adecuado a las necesidades de los tiempos: «Expongan la doctrina cristiana de manera acomodada a las necesidades de los tiempos, es decir, que responda a las dificultades y problemas que agobian y angustian señaladamente a los hombres, y miren también por esa misma doctrina, enseñando a los fieles mismos a defenderla y propagarla» (Christus Dominus, 13).
3. Entra en el ámbito de la predicación, a la luz del misterio de Cristo, la necesidad de la enseñanza sobre el valor verdadero del hombre, de la persona humana y también de las «cosas terrenas». De hecho, el Concilio recomienda: «Muéstrenles, además, que... las mismas cosas terrenas y las instituciones humanas se ordenan también a la salvación de los hombres, y, por ende, pueden contribuir no poco a la edificación del cuerpo de Cristo. Enseñen, consiguientemente, hasta qué punto, según la doctrina de la Iglesia, haya de ser estimada la persona humana con su libertad y la vida misma del cuerpo; la familia y su unidad y estabilidad y la procreación y educación de la prole; la sociedad civil con sus leyes y profesiones; el trabajo y el descanso, las artes e inventos técnicos; la pobreza y la abundancia de riquezas; expongan, finalmente, los modos como hayan de resolverse los gravísimos problemas acerca de la posesión, incremento y recta distribución de los bienes materiales, sobre la guerra y la paz y la fraterna convivencia de todos los pueblos» (Christus Dominus, 12).
Se trata de la dimensión histórico-social de la predicación, y del mismo evangelio de Cristo transmitido por los Apóstoles con su predicación. No hay que maravillarse de que el interés por el aspecto histórico y social del hombre ocupe hoy mayor espacio en la predicación, aunque ésta tiene que realizarse siempre en el ámbito religioso y moral que le es propio. La solicitud por la condición humana, agitada y afligida actualmente en el plano económico, social y político, se traduce en el esfuerzo constante de llevar a los hombres y a los pueblos el auxilio de la luz y de la caridad evangélicas.
4. Los fieles deben responder a la enseñanza de los obispos adhiriéndose a ella con espíritu de fe: «Los obispos ―dice el Concilio―, cuando enseñan en comunión con el Romano Pontífice, deben ser respetados por todos como testigos de la verdad divina católica; los fieles, por su parte, en materia de fe y costumbres, deben aceptar el juicio de su obispo, dado en nombre de Cristo, y deben adherirse a él con religioso respeto» (Lumen gentium, 25).
Como se puede ver, el Concilio precisa que la condición esencial del valor y de la obligatoriedad de la enseñanza de los obispos es que estén y hablen en comunión con el Romano Pontífice. Sin duda alguna todo obispo tiene su propia personalidad y propone la doctrina del Señor sirviéndose de las capacidades de que dispone; pero precisamente porque se trata de predicar la doctrina del Señor confiada a la Iglesia, debe mantenerse siempre en comunión de pensamiento y de corazón con la cabeza visible de la Iglesia.
5. Cuando los obispos en la Iglesia enseñan universalmente como definitiva una doctrina de fe o de moral, su magisterio goza de una autoridad infalible. Es otra afirmación del Concilio: «Aunque cada uno de los prelados no goce por sí de la prerrogativa de la infalibilidad, sin embargo, cuando, aún estando dispersos por el orbe, pero manteniendo el vínculo de comunión entre sí y con el Sucesor de Pedro, enseñando auténticamente en materia de fe y costumbres, convienen en que una doctrina ha de ser tenida como definitiva, en ese caso proponen infaliblemente la doctrina de Cristo. Pero todo esto se realiza con mayor claridad cuando, reunidos en concilio ecuménico, son para la Iglesia universal los maestros y jueces de la fe y costumbres, a cuyas definiciones hay que adherirse con la sumisión de la fe» (Lumen gentium, 25).
6. El Romano Pontífice, como cabeza del colegio de los obispos, goza personalmente de esta infalibilidad, que trataremos en una próxima catequesis. Por ahora completemos la lectura del texto conciliar acerca de los obispos: «La infalibilidad prometida a la Iglesia reside también en el Cuerpo de los obispos cuando ejerce el supremo magisterio en unión con el Sucesor de Pedro. A estas definiciones nunca puede faltar el asenso de la Iglesia por la acción del mismo Espíritu Santo, en virtud de la cual la grey toda de Cristo se mantiene y progresa en la unidad de la fe» (Lumen gentium, 25).
El Espíritu Santo, que garantiza la verdad de la enseñanza infalible del Cuerpo de los obispos, favorece también con su gracia el asenso a la fe de la Iglesia. La comunión en la fe es obre del Espíritu Santo, alma de la Iglesia.
7. El Concilio afirma también: «Esta infalibilidad que el divino Redentor quiso que tuviese su Iglesia cuando define la doctrina de fe y costumbres, se extiende tanto cuanto abarca el depósito Revelación... Mas cuando el Romano Pontífice o el Cuerpo de los obispos juntamente con él definen una doctrina, lo hacen siempre de acuerdo con la misma Revelación, a la cual deben atenerse y conformarse todos, y la cual es íntegramente transmitida por escrito o por tradición a través de la sucesión legítima de los obispos, y especialmente por cuidado del mismo Romano Pontífice, y, bajo la luz del Espíritu de verdad, es santamente conservada y fielmente expuesta en la Iglesia» (Lumen gentium, 25).
8. Por último, el Concilio asegura: «El depósito de la Revelación... debe ser custodiado santamente y expresado con fidelidad» (Lumen gentium, 25).
Todo el Cuerpo de los obispos, por consiguiente, unido al Romano Pontífice tiene la responsabilidad de custodiar constante y fielmente el patrimonio de verdad, que Cristo confió a su Iglesia. Depositum custodi, recomendaba san Pablo a su discípulo Timoteo (1 Tm 6, 20), a quien había confiado el cuidado pastoral de la Iglesia de Éfeso (cf. 1 Tm 1, 3). Todos nosotros, obispos de la Iglesia católica, debemos sentir esta responsabilidad. Todos sabemos que, si somos fieles en la custodia de este «depósito», tendremos siempre la posibilidad de conservar integra la fe del pueblo de Dios y asegurarla divulgación de su contenido en el mundo actual y en las generaciones futuras.
Saludos
Amadísimos hermanos y hermanas:
Me complace saludar ahora a los peregrinos de lengua española; en particular, al grupo de Religiosas del Sagrado Corazón; al grupo de la Unión Iberoamericana de Padres de Familia y Padres de Alumnos, venidos de España. Saludo igualmente a los peregrinos procedentes de Argentina y de México.
Exhorto a todos a seguir las enseñanzas de vuestros Obispos, a la vez que os imparto con afecto mi bendición apostólica.
© Copyright 1992 - Libreria Editrice Vaticana