Audiencia general del 7 de marzo de 1984
JUAN PABLO II
AUDIENCIA GENERAL
Miércoles 7 de marzo de 1984
1. "Dad muerte a todo lo terreno que hay en vosotros" (Col 3, 5).
La exhortación del Apóstol Pablo resuena con actualidad especial este día, en el que, con el austero rito de la imposición de la ceniza, se abre el período de Cuaresma: un tiempo que está singularmente marcado por la penitencia; un tiempo en el que la Iglesia pide diligentemente a los fieles que se acerquen más frecuentemente y con más fervor al sacramento de la penitencia.
Toda la vida cristiana es vida de mortificación. La Iglesia, con sus normas de sabiduría maternal, establece "unos días penitenciales, en los que se dediquen los fieles de manera especial a la oración, realicen obras de piedad y de caridad y se nieguen a sí mismos, cumpliendo con mayor fidelidad sus propias obligaciones y, sobre todo, observando el ayuno y la abstinencia" (Código de Derecho Canónico, can. 1249).
Luego, durante la Cuaresma, además de la "abstinencia de carne o de otro alimento que haya determinado la Conferencia Episcopal" del lugar (can. 1251) cada viernes, la Iglesia impone para nuestro provecho espiritual "la abstinencia y el ayuno el Miércoles de Ceniza (es decir, hoy) y el Viernes Santo" (ib.). Y se trata de preceptos que deberían considerarse como el mínimum indispensable: todo un estilo de penitencia debería acompañar el desarrollo de la existencia de fe y concretarse en gestos precisos, fruto de generosidad.
2. Continuando la reflexión que venimos desarrollando los pasados miércoles, quisiera llamar la atención sobre esa penitencia particular que está vinculada al sacramento del perdón y que comúnmente se llama "satisfacción". Esta práctica ha de ser descubierta de nuevo en su sentido más profundo. Acaso se hace incluso más significativa y más densa de cuanto lo haya sido con frecuencia en el uso corriente.
Invitado por la interpelación de Dios, el pecador se ha acercado al sacramento de la misericordia y ha recibido el perdón de los propios pecados. Pero antes de la absolución ha aceptado la indicación de prácticas penitenciales que deberá realizar en su vida con la gracia del Señor.
No se está ante una especie de "precio" mediante el cual se "pagaría" el inestimable don que Dios nos hace con la liberación de las culpas. La "satisfacción" es, más bien, la expresión de una existencia renovada, la cual, con una nueva ayuda de Dios, se dirige a su realización concreta. Por esto, no debería limitarse, en sus manifestaciones determinadas, al solo campo de la oración, sino actuar en los diversos sectores en los que el pecado ha devastado al hombre. San Pablo nos habla de "fornicaciones, impurezas, pasiones, codicias y de esa avaricia que es una idolatría. Eso es lo que atrae el castigo de Dios sobre los desobedientes" (Col 3, 5-6).
3. Más aún: la "satisfacción" precisamente en su vinculación con el sacramento de la penitencia y en su derivación de él, no sólo adquiere una eficacia singular, sino que revela la riqueza de significados que tiene la mortificación en la perspectiva de fe. Nunca se repetirá bastante que el cristianismo no es un "dolorismo", fin en sí mismo. En cambio, el cristianismo es una alegría y una "paz" (cf. Col 3, 15) que incluyen y exigen el sacrificio.
Efectivamente, el pecado original, aún cuando borrado por el bautismo, deja normalmente en lo íntimo del hombre un desorden que se supera, una propensión al pecado que se frena con el esfuerzo humano, además de con la gracia del Señor (cf. Conc. Trid. Decretum de iustificatione, cap. 10; Denz.-Schön, n. 1535). El mismo sacramento de la reconciliación, aún ofreciendo el perdón de las culpas, no elimina completamente la dificultad que el creyente encuentra en la realización de la ley grabada en el corazón del hombre y perfeccionada por la Revelación: esta ley, aún cuando está interiorizada por el don del Espíritu Santo, deja, de ordinario, la posibilidad de pecado y más aún, cierta inclinación a él (cf. Conc. Trid. Decretum de iustificatione, cap. 11; Denz.–Schön, núms. 1536; 1568-1573). Por consiguiente, la vida humana y cristiana se manifiesta siempre como una "lucha" contra el mal (cf. Conc. Vat. II, Gaudium et spes, núms. 13, 15). Se requiere, pues, un serio esfuerzo ascético para que el fiel se haga cada vez más capaz de amar a Dios y al prójimo, en sintonía coherente con la propia condición de renacido en Cristo.
Añádase a esto que el dolor —el que se sufre con resignación y el que se busca libremente con miras a una plena adaptación a la propuesta evangélica— hay que vivirlo en unión con Cristo para participar en su pasión, muerte y resurrección. De este modo, el creyente puede repetir con San Pablo: "Ahora me alegro de mis padecimientos por vosotros y suplo en mi carne lo que falta a las tribulaciones de Cristo por su Cuerpo, que es la Iglesia" (Col 1, 24).
Saludos
Amadísimos hermanos y hermanas:
Un saludo a todos los peregrinos de lengua española; en particular a los procedentes de Madrid, a los venidos de Suiza para ganar la gracia del Jubileo del Año Santo y a las Religiosas Hospitalarias del Sagrado Corazón de Jesús. Con mi palabra de aliento a ser fieles a la propia vocación en la Iglesia, mientras os bendigo de corazón.
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