XVI centenario de la conversión de san Agustín
CARTA APOSTÓLICA
AUGUSTINUM HIPPONENSEM
DEL SUMO PONTÍFICE
JUAN PABLO II
EN EL XVI CENTENARIO
DE LA CONVERSIÓN DE SAN AGUSTÍN
A los obispos,
sacerdotes,
familias religiosas
y fieles de toda la Iglesia católica
en el XVI centenario de la conversión
de san Agustín,
Obispo y Doctor de la Iglesia
Venerables hermanos y queridos hijos e hijas, salud y bendición apostólica.
1. AGUSTÍN DE HIPONA, desde que apenas un año después de su muerte fue catalogado como uno de los "mejores maestros de la Iglesia" (1) por mi lejano predecesor Celestino I, ha seguido estando presente en la vida de la Iglesia y en la mente y en la cultura de todo el Occidente. Después, otros Romanos Pontífices, por no hablar de los Concilios que con frecuencia y abundantemente se han inspirado en sus escritos, han propuesto sus ejemplos y sus documentos doctrinales para que se les estudiara e imitara. León XIII exaltó sus enseñanzas filosóficas en la Encíclica Aeterni Patris (2); Pío XI reasumió sus virtudes y su pensamiento en la Encíclica Ad salutem humani generis, declarando que por su ingenio agudísimo, por la riqueza y sublimidad de su doctrina, por la santidad de su vida y por la defensa de la verdad católica nadie, o muy pocos se le pueden comparar de cuantos han florecido desde los principios del género humano hasta nuestros días (3); Pablo VI afirmó que "además de brillar en él de forma eminente las cualidades de los Padres, se puede afirmar en verdad que todo el pensamiento de la antigüedad confluye en su obra y que de ella derivan corrientes de pensamiento que empapan toda la tradición doctrinal de los siglos posteriores (4).
Yo mismo he añadido mi voz a la de mis predecesores, expresando el vivo deseo de que "su doctrina filosófica, teológica y espiritual se estudie y se difunda, de tal modo que continúe... su magisterio en la Iglesia; un magisterio, añadía, humilde y luminoso al mismo tiempo, que habla sobre todo de Cristo y del amor" (5). He tenido ocasión además de recomendar especialmente a los hijos espirituales del gran Santo que mantengan "vivo y atrayente el encanto de San Agustín también en la sociedad moderna", ideal estupendo y entusiasmante, porque "el conocimiento exacto y afectuoso de su pensamiento y de su vida provoca la sed de Dios, descubre el encanto de Jesucristo, el amor a la sabiduría y a la verdad, la necesidad de la gracia, de la oración, de la virtud, de la caridad fraterna, el anhelo de la eternidad feliz" (6).
Me es muy grato, pues, que la feliz circunstancia del XVI centenario de su conversión y de su bautismo me ofrezca la oportunidad de evocar de nuevo su figura luminosa. Esta nueva evocación será al mismo tiempo una acción de gracias a Dios por el don que hizo a la Iglesia, y mediante ella a la humanidad entera, gracias a aquella admirable conversión; y será también una ocasión propicia para recordar que el convertido, una vez hecho obispo, fue un modelo espléndido de Pastor, un defensor intrépido de la fe ortodoxa o, como decía él, de la "virginidad" de la fe (7), un constructor genial de aquella filosofía que por su armonía con la fe bien puede llamarse cristiana, y un promotor infatigable de la perfección espiritual y religiosa.
I. La conversión
Conocemos el camino de su conversión por sus mismas obras, es decir, por las que escribió en la soledad de Casiciaco antes del bautismo (8), y sobre todo por sus célebres Confesiones, una obra que es al mismo tiempo autobiografía, filosofía, teología, mística y poesía, en la que hombres sedientos de verdad y conscientes de sus propios límites, se han encontrado y se siguen encontrando a sí mismos. Ya en su tiempo, el autor la consideraba como una de sus obras más conocidas. "¿Cuál de mis obras", escribe hacia al final de su vida, "pudo alcanzar una más amplia notoriedad y resultar más agradable que los libros de misConfesiones?" (9). La historia no ha desmentido nunca este juicio; al contrario, no ha hecho más que confirmarlo ampliamente. Todavía hoy las Confesiones de San Agustín son muy leídas y, como son muy ricas de introspección y de pasión religiosa, obran en profundidad, agitan y conmueven. Y no sólo a los creyentes. Aun aquellos que, aun cuando no tengan fe, por lo menos van buscando una certeza que les permita comprenderse a sí mismos, sus aspiraciones profundas y sus tormentos, sacan provecho de la lectura de esta obra. La conversión de San Agustín, condicionada por la necesidad de encontrar la verdad, tiene no poco que enseñar a los hombres de hoy, con tanta frecuencia perdidos y desorientados frente al gran problema de la vida.
Se sabe que esta conversión tuvo un camino particularísimo, porque no se trató de una conquista de la fe católica, sino de una reconquista. La había perdido convencido, al perderla, de que no abandonaba a Cristo, sino sólo a la Iglesia.
En efecto, había sido educado cristianamente por su madre (10), la piadosa y santa Mónica (11). Como consecuencia de esta educación, Agustín permaneció siempre no sólo un creyente en Dios, en la Providencia y en la vida futura (12), sino también un creyente en Cristo, cuyo nombre "había bebido", como dice él, "con la leche materna" (13). Tras volver a la fe de la Iglesia católica, dirá que había vuelto "a la religión que me había sido imbuida desde niño y que había penetrado hasta la médula de mi ser" (14). Quien quiera comprender su evolución interior y un aspecto, tal vez el más profundo, de su personalidad y de su pensamiento, debe partir de esta constatación.
Al despertarse a los 19 años al amor de la sabiduría con la lectura del Hortensio de Cicerón —"Aquel libro, tengo que admitirlo, cambió mi modo de sentir... y me hizo desear ardientemente la sabiduría inmortal con increíble ardor de corazón" (15)—, amó profundamente y buscó siempre con todas las fibras de su alma la verdad. "¡Oh verdad, verdad, cómo suspiraba ya entonces por ti desde las fibras más íntimas de mi corazón!" (16).
No obstante este amor a la verdad, Agustín cayó en errores graves. Los estudiosos buscan las causas de esto y las encuentran en tres direcciones: en el planteamiento equivocado de las relaciones entre la razón y la fe, como si hubiera que escoger necesariamente entre una y otra; en el presunto contraste entre Cristo y la Iglesia, con la consiguiente persuasión de que para adherirse plenamente a Cristo hubiera que abandonar la Iglesia; y en el deseo de verse libre de la conciencia de pecado no mediante su remisión por obra de la gracia, sino mediante la negación de la responsabilidad humana del pecado mismo.
Así, pues, el primer error consistía en un cierto espíritu racionalista, en virtud del cual se persuadió de que "había que seguir no a los que mandan creer, sino a los que enseñan la verdad" (17). Con este espíritu leyó las Sagradas Escrituras y se sintió rechazado por los misterios en ellas contenidos, misterios que hay que aceptar con humilde fe. Después, hablando a su pueblo acerca de este momento de su vida, le decía: "Yo que os hablo, estuve engañado un tiempo, cuando de joven me acerqué por primera vez a las Sagradas Escrituras. Me acerqué a ellas no con la piedad del que busca humildemente, sino con la presunción de quien quiere discutir... ¡Pobre de mí, que me creí apto para el vuelo, abandoné el nido y caí antes de poder volar!" (18).
Fue entonces cuando topó con los maniqueos, les escuchó y les siguió. Razón principal: la promesa "de dejar a un lado la terrible autoridad, conducir a Dios y librar de los errores a sus discípulos con la pura y simple razón" (19). Y tal precisamente era como se mostraba Agustín, "deseoso de poseer y absorber la verdad auténtica y sin velos" con la sola fuerza de la razón (20).
Convencido después de largos años de estudios, especialmente de estudios filosóficos (21), de que le habían engañado, pero, por efecto de la propaganda maniquea, convencido siempre de que la verdad no estaba en la Iglesia católica (22), cayó en una profunda desilusión y perdió de hecho la esperanza de poder encontrar la verdad: "Los académicos mantuvieron durante mucho tiempo el timón de mi nave en medio de las olas" (23).
De esta peligrosa actitud lo sacó el mismo amor de la verdad que albergaba siempre dentro de su alma. Llegó a convencerse de que no es posible que el camino de la verdad esté cerrado a la mente humana; si no la encuentra, es porque ignora o desprecia el método para buscarla (24).
Animado por esta convicción, se dijo a sí mismo: "Ea, busquemos con mayor diligencia, en lugar de perder la esperanza" (25). Y así, prosiguió en la búsqueda y esta vez, guiado por la gracia divina, que su madre imploraba con lágrimas (26), llegó felizmente al puerto.
Llegó a comprender que razón y fe son dos fuerzas destinadas a colaborar para conducir al hombre al conocimiento de la verdad (27), y que cada cual tiene un primado propio: la fe, temporal; la razón, absoluto —"por su importancia viene primero la razón, por orden de tiempo la autoridad (de la fe)" (28)—. Comprendió que la fe, para estar segura, requiere una autoridad divina, que esta autoridad no es más que la de Cristo, sumo Maestro —de esto Agustín no había dudado nunca (29)— y que la autoridad de Cristo se encuentra en las Sagradas Escrituras (30), garantizadas por la autoridad de la Iglesia católica (31).
Con la ayuda de los filósofos platónicos se libró de la concepción materialística del ser, que había absorbido del maniqueísmo: "Amonestado por aquellos escritos a que volviera a mí mismo, entré en lo íntimo de mi corazón bajo tu guía... Entré en él y divisé con el ojo de mi alma... por encima de mi inteligencia, una luz inmutable" (32)(33). Esta luz inmutable fue la que le abrió los inmensos horizontes del espíritu y de Dios.
Comprendió que, a propósito de la grave cuestión del mal, que constituía su mayor tormento, la primera pregunta que hay que formularse no es de dónde procede el mal, sino en qué consiste (34), e intuyó que el mal no es una sustancia, sino una privación de bien: "Todo lo que existe es bien, y el mal, cuyo origen yo buscaba, no es una sustancia" (35). Dios, pues —concluyó él— es el creador de todas las cosas y no existe sustancia alguna que no haya sido creada por Él (36).
Comprendió también, refiriéndose a su experiencia personal (37) —y éste fue su descubrimiento decisivo—, que el pecado tiene su origen en la voluntad del hombre, una voluntad libre e indefectible: "Yo era quien quería, yo quien no quería, yo, yo era" (38).
A este punto uno podría creer que había llegado al fin, y sin embargo no había llegado todavía; las asechanzas de nuevo error le envolvían. Fue la presunción de poder llegar a la posesión beatificante de la verdad con solas sus fuerzas naturales. Una experiencia personal que terminó mal lo disuadió (39). Fue entonces cuando comprendió que una cosa es conocer la meta y otra muy diversa llegar a ella (40). Para dar con la fuerza y el camino necesarios "me lancé con la mayor avidez, escribe él mismo, "sobre la venerable Escritura de tu Espíritu, y antes que nada sobre el Apóstol Pablo" (41). En las Cartas de Pablo descubrió a Cristo maestro, como lo habla venerado siempre, pero también a Cristo redentor, Verbo encarnado, único mediador entre Dios y los hombres. Fue entonces cuando se le mostró en todo su esplendor "el rostro de la filosofía" (42): era la filosofía de Pablo, que tiene por centro a Cristo, "poder y sabiduría de Dios" (1 Cor 1, 24), y que tiene otros centros: la fe, la humildad, la gracia; la "filosofía", que es al mismo tiempo sabiduría y gracia, en virtud de la cual se hace posible no sólo conocer la patria, sino también llegar a ella (43).
Una vez encontrado Cristo redentor, fuertemente abrazado a Él, Agustín había retornado al puerto de la fe católica, a la fe en la que su madre lo había educado: "Había oído hablar de la vida eterna desde niño, vida que se nos prometió mediante la humildad del Señor nuestro Dios, abajado hasta nuestra soberbia" (44). El amor a la verdad, sostenido por la gracia divina, había triunfado de todos los errores.
Pero el camino no había terminado. En el ánimo de Agustín renacía un antiguo propósito, el de consagrarse por completo a la sabiduría, una vez que la había hallado, esto es, abandonar toda esperanza terrena para poseerla (45). Ahora ya no podía aducir más excusas: la verdad por la que tanto había suspirado era finalmente cierta (46). Y, sin embargo, todavía dudaba, buscando razones para no decidirse a hacerlo (47). Las ligaduras que lo ataban a las esperanzas terrenas eran fuertes: los honores, el lucro, el matrimonio (48); especialmente el matrimonio, dados los hábitos que había contraído (49).
No es que le estuviera prohibido casarse —esto lo sabía muy bien Agustín (50)—, lo que no quería era ser cristiano católico solamente de esta manera: renunciando al ideal acariciado de la familia y dedicándose con "toda" su alma al amor y a la posesión de la Sabiduría. A tomar esta decisión, que correspondía a sus aspiraciones más íntimas pero que estaba en pugna con los hábitos más arraigados, lo estimulaba el ejemplo de Antonio y demás monjes, ejemplo que se iba difundiendo incluso en Occidente y que él conoció un poco fortuitamente (51). Con gran rubor se preguntaba a sí mismo: "¿No podrás tú hacer lo que hicieron estos jóvenes y estas jóvenes?" (52). De ello se originó un drama interior, profundo y lacerante, que la gracia divina condujo a buen desenlace (53).
He aquí cómo narra Agustín a su madre esta serena pero fuerte determinación: "Fuimos donde mi madre y le revelamos la decisión que habíamos tomado. Ella se alegró. Le contamos el desenvolvimiento de los hechos. Se alegró y triunfó. Y empezó a bendecirte porque tú puedes hacer más de lo que pedimos y comprendemos (Ef 3, 20). Veía que le habías concedido, con relación a mí, más de lo que te había pedido con todos sus gemidos y sus lágrimas conmovedoras. De hecho, me volviste a Ti tan absolutamente, que ya no buscaba ni esposa, ni carrera en este mundo" (54).
A partir de aquel momento comenzaba para Agustín una vida nueva, terminó el año escolar —estaban cercanas las vacaciones de la vendimia (55)—; se retiró a la soledad de Casiciaco (56); al final de las vacaciones renunció al profesorado (57), regresó a Milán a principios del 387, se inscribió entre los catecúmenos y en la noche del Sábado Santo —23/24 de abril— fue bautizado por el obispo Ambrosio, de cuya predicación había aprendido tanto. "Recibimos el bautismo y se disipó de nosotros la inquietud de la vida pasada. Aquellos días no me hartaba de considerar con dulzura admirable tus profundos designios sobre la salvación del género humano". Y añade, manifestando la íntima conmoción de su alma: "Cuántas lágrimas derramé oyendo los acentos de tus himnos y cánticos, que resonaban dulcemente en tu Iglesia" (58).
Después del bautismo el único deseo de Agustín fue el de encontrar un lugar apropiado para poder vivir en compañía con sus amigos según el "santo propósito" de servir al Señor (59). Lo encontró en África, en Tagaste, su pueblo natal donde llegó después de la muerte de su madre en Ostia Tiberina (60), y la estancia de algunos meses en Roma dedicados a estudiar el movimiento monástico (61). Ya en Tagaste, "renunció a sus bienes y, en compañía de aquellos que le seguían, vivían para Dios en ayunos, plegarias, obras buenas, meditando día y noche en la ley del Señor". El amante apasionado de la verdad quería dedicar su vida al ascetismo, a la contemplación, al apostolado intelectual. De hecho, su primer biógrafo añade: "Y de las verdades que Dios revelaba a su inteligencia hacía participar a presentes y ausentes, instruyéndoles con discursos y con libros" (62). En Tagaste escribió numerosos libros, como había hecho en Roma, Milán y Casiciaco.
Después de tres años viajó a Hipona con la intención de buscar un lugar donde fundar un monasterio y para encontrarse con un amigo que esperaba ganar para la vida monástica. En cambio, lo que encontró, sin quererlo, fue el sacerdocio (63), pero no renunció a sus ideales: pidió y se le concedió fundar un monasterio: el monasterium laicorum, en el que vivió y del que salieron muchos sacerdotes y muchos obispos para toda África (64). Al cabo de cinco años le hicieron obispo y transformó la casa episcopal en monasterio: el monasterium clericorum. El ideal concebido en el momento de su conversión no lo abandonó ya más, ni siquiera cuando le hicieron sacerdote y obispo. Escribió incluso una regla ad servos Dei, que ha tenido y sigue teniendo un papel tan importante en la historia de la vida religiosa occidental (65).
II. El Doctor
Me he detenido un poco en los puntos esenciales de la conversión de Agustín porque de ella se derivan tantas y tan útiles enseñanzas no sólo para los creyentes, sino también para todos los hombres de buena voluntad: cuán fácil es perderse en el camino de la vida y cuán difícil es volver a encontrar el camino de la verdad. Pero esta admirable conversión nos ayuda también a entender mejor su vida posterior como monje, sacerdote y obispo. El siguió siendo siempre el gran deslumbrado por la gracia: "Nos habías traspasado el corazón con las flechas de tu amor y tenías tus palabras arraigadas en las entrañas" (66). Sobre todo, nos ayuda a penetrar con mayor facilidad en su pensamiento, tan universal y fecundo que prestó al pensamiento cristiano un servicio incomparable y perenne, hasta el punto de que podemos llamarle, no sin razón, el padre común de la Europa cristiana.
El resorte secreto de su búsqueda constante fue el mismo que le había guiado a lo largo del itinerario de su conversión: el amor a la verdad. Y así dice él mismo: "¿Qué desea el hombre con mayor vigor que la verdad?" (67). En una obra de profunda especulación teológica y mística, escrita más por necesidad personal que por exigencias externas, recuerda este amor y escribe: "Nos sentimos arrebatados por el amor de indagar la verdad" (68). Esta vez el objeto de la investigación era el augusto misterio de la Trinidad y el misterio de Cristo, revelación del Padre, "ciencia y sabiduría" del hombre: así fue como nació la gran obra sobre La Trinidad.
La orientación de la investigación, a la que nutría incesantemente el amor, tuvo dos coordenadas: una mayor comprensión de la fe católica y su defensa contra quienes la negaban, como eran los maniqueos y los paganos, o daban de ella interpretaciones equivocadas, como los donatistas, pelagianos y arrianos. Resulta difícil adentrarse en el mar del pensamiento agustiniano; mucho mas difícil aún es: resumirlo, si es que es posible en realidad. Pero se me permita recordar, para común edificación, algunas de la luminosas intuiciones de este sumo pensador.
1. Razón y fe
Ante todo las relativas al problema que más lo atormentó en su juventud y al que volvió una y otra vez con toda la fuerza de su ingenio y toda la pasión de su alma, el problema de las relaciones entre la razón y la fe: un problema eterno, de hoy no menos que de ayer, de cuya solución depende la orientación del pensamiento humano. Pero también problema difícil, ya que se trata de pasar indemnes entre un extremo y el otro, entre el fideísmo que desprecia la razón, y el racionalismo que excluye la fe. El esfuerzo intelectual y pastoral de Agustín fue el de demostrar, sin sombra de duda, que "las dos fuerzas que nos permiten conocer" (69) deben colaborar conjuntamente.
Agustín escuchó a la fe, pero no exaltó menos a la razón, dando a cada cual su propio primado o de tiempo o de importancia (70). Dijo a todos el crede ut intelligas, pero repitió también el intellige ut credas (71). Escribió una obra, siempre actual, sobre la utilidad de la fe (72), y explicó cómo la fe es la medicina destinada para curar el ojo del espíritu (73), la fortaleza inexpugnable para la defensa de todos, especialmente de los débiles, contra el error (74), el nido donde se echan las plumas para los altos vuelos del espíritu (75), el camino corto que permite conocer pronto, con seguridad y sin errores, las verdades que conducen al hombre a la sabiduría (76). Pero sostuvo también que la fe no está nunca sin la razón, porque es la razón quien demuestra "a quién hay que creer" (77). Por lo tanto, "también la fe tiene sus ojos propios, con los cuales ve de alguna manera que es verdadero lo que todavía no ve" (78). "Nadie, pues, cree si antes no ha pensado que tiene obligación de creer", puesto que "creer no es sino pensar con asentimiento" —cum assentione cogitare— ...hasta tal punto, que "la fe que no sea pensada no es fe" (79).
El razonamiento sobre los ojos de la fe desemboca en el de la credibilidad, del que Agustín habla con frecuencia aportando los motivos, como si quisiera confirmar la conciencia con la que él mismo había vuelto a la fe católica. Interesa citar un texto. Escribe él: "Son muchas las razones que me mantienen en el seno de la Iglesia católica. Aparte la sabiduría de sus enseñanzas (para Agustín este argumento era fortísimo, pero no lo admitían sus adversarios), ...me mantiene el consentimiento de los pueblos y de las gentes; me mantiene la autoridad fundada sobre los milagros, nutrida con la esperanza, aumentada con la caridad, consolidada por la antigüedad; me mantiene la sucesión de los obispos, de la sede misma del Apóstol Pedro, a quien el Señor después de la resurrección mandó a apacentar sus ovejas, hasta el episcopado actual; me mantiene, finalmente, el nombre mismo de católica, que no sin razón ha obtenido esta Iglesia solamente" (80).
En su gran obra La ciudad de Dios, que es al mismo tiempo apologética y dogmática, el problema de la razón y de la fe se convierten en el de fe y cultura. Agustín, que tanto trabajó por promover la cultura cristiana, lo resuelve exponiendo tres argumentos importantes: la fiel exposición de la doctrina cristiana; la atenta recuperación de la cultura pagana en todo aquello que tenía de recuperable, y que bajo el punto de vista filosófico no era poco; y la demostración insistente de la presencia en la enseñanza cristiana de todo aquello que había en aquella cultura de verdadero y perennemente útil, con la ventaja de que se encontraba perfeccionado y sublimado (81). No en vano se leyó mucho La Ciudad de Dios durante la Edad Media, y merece ciertamente que se la lea también en nuestros tiempos como ejemplo y acicate para reflexionar mejor en torno a las relaciones entre el cristianismo y las culturas de los pueblos. Vale la pena citar un texto importante de Agustín: "La ciudad celestial... convoca a ciudadanos de todas las naciones... sin preocuparse de las diferencias de costumbres, leyes o instituciones..., no suprime ni destruye cosa alguna de éstas; al contrario, las acepta y conserva todo lo que, aunque diverso en las diferentes naciones, tiende a un mismo fin: la paz terrena, pero con la condición de que no impidan la religión que enseña a adorar a un sólo Dios, sumo y verdadero" (82).
2. Dios y el hombre
El otro gran binomio que Agustín estudió sin descanso es el de Dios y el hombre. Liberado, como dije arriba, de materialismo que le impedía tener una noción justa de Dios —y por lo tanto también una verdadera noción del hombre— fijó en este binomio los grandes temas de su investigación (83) y los estudió siempre conjuntamente: el hombre pensando en Dios y Dios pensando en el hombre, cuya imagen es.
En las Confesiones se propone a sí mismo esta doble pregunta: "¿Qué eres tú para mí, Señor?", "y ¿qué soy yo para ti?" (84). Para darle una respuesta hace uso de todos los recursos de su pensamiento y de toda la incesante fatiga de su apostolado. La inefabilidad de Dios le penetra completamente, hasta el punto de hacerle exclamar: "¿Por qué te extrañas de que no comprendes? Si comprendieras, no sería Dios" (85). Por ello "no es pequeño comienzo para el conocimiento de Dios, antes de saber quién es Él, el que comencemos por saber qué no es" (86). Hay que tratar, pues, "de comprender a Dios, si podemos y en cuanto podamos, bueno sin cualidad, grande sin cantidad, creador sin necesidad", y así por lo que se refiere a las demás categorías de la realidad descrita por Aristóteles (87).
No obstante la trascendencia e inefabilidad divinas, Agustín, partiendo de la autoconciencia de hombre que es, de conocer y amar, y animado por la Escritura, que nos revela a Dios como el Ser supremo (Es., 3, 14); la Sabiduría suprema (Sab. passim) y el primer Amor (1 Jn 4, 8), esclarece esta triple noción de Dios: Ser de quien procede, por creación de la nada, todo ser; Verdad que ilumina la mente humana para que pueda conocer la verdad con certidumbre; Amor del cual procede y hacia el cual se dirige todo verdadero amor. Dios, en efecto, como él repite tantas veces, es "la causa del subsistir, la razón del pensar y la norma del vivir" (88), o, por citar otra célebre fórmula suya, "la causa del universo creado, la luz de la verdad que percibimos, y la fuente de la felicidad que gustamos" (89).
Pero donde el genio de Agustín se ejercitó prevalentemente fue en el estudio de la presencia de Dios en el hombre, presencia que es al mismo tiempo profunda y misteriosa. Encuentra a Dios, "el interno-eterno" (90), remotísimo y presentísimo (91): porque remoto, el hombre lo busca; porque presente, lo conoce y lo encuentra. Dios está presente como "substancia creadora del mundo" (92), como verdad iluminadora (93), como amor que atrae (94), más íntimo que lo más íntimo que hay en el hombre y más alto que lo más alto que hay en él. Refiriéndose al período anterior a la conversión, Agustín dice a Dios: "¿Dónde estabas entonces y cuán lejos de mi? Yo vagaba lejos de Ti... y tú, por el contrario, estabas más dentro de mí que la parte más profunda de mí mismo y más alto que la parte más alta de mí mismo" (95); "Tú estabas conmigo, pero yo no estaba contigo" (96). Y una vez más: "Estabas delante de mí, pero yo me había alejado de mí mismo y no sabía encontrarme. Con mayor razón no sabía encontrarte a Ti" (97). Quien no se encuentra a sí mismo, no encuentra a Dios, porque Dios está en lo profundo de cada uno de nosotros.
Al hombre, por lo tanto, no se le entiende si no es en relación a Dios. Agustín ha ilustrado con vena inagotable esta gran verdad cuando estudiaba las relaciones entre el hombre y Dios, y lo ha expuesto en las fórmulas más variadas y eficaces. Él ve al hombre como una tensión hacia Dios. Son célebres estas palabras suyas: "Nos hiciste para Ti y nuestro corazón no descansará hasta reposar en Ti" (98). Lo ve como capacidad de ser elevado hasta la visión inmediata de Dios: el ser finito que alcanza al Infinito. El hombre, escribe él en su obra sobre La Trinidad, es imagen de Dios, en cuanto es capaz de Dios y puede ser partícipe de Él" (99). Esta capacidad "impresa inmortalmente en la naturaleza inmortal del alma racional" es la señal de su grandeza suprema: "en cuanto es capaz y puede ser partícipe de la naturaleza suprema, el hombre es una gran naturaleza" (100). Lo ve también como un ser indigente de Dios, en cuanto necesitado de la felicidad, que no puede encontrar sino en Dios. "La naturaleza humana fue creada en grandeza tan excelsa, que, dado que es mudable, sólo adhiriéndose al bien mudable, que es el Sumo Dios, puede conseguir la felicidad, y no puede colmar su indigencia sin ser feliz, pero para colmarla no basta nada que no sea Dios" (101).
De esta relación constitucional del hombre con Dios depende la insistente invitación agustiniana a la interioridad. "Vuelve a ti mismo; en el hombre interior habita la verdad; y si encuentras que tu naturaleza es mudable, transciéndete a ti mismo" para encontrar a Dios, fuente de la luz que ilumina la mente (102). En el hombre interior existe, junto con la verdad, también la misteriosa capacidad de amar, que, como un peso —ésta es la célebre metáfora agustiniana (103)— lo lleva fuera de sí mismo hacia los otros, y sobre todo hacia el Otro por excelencia, es decir, Dios. El peso del amor le hace constitucionalmente social (104), hasta el punto de que "nadie", como escribe Agustín, "es más social por naturaleza que el hombre"(105).
La interioridad del hombre, donde se recogen las riquezas inagotables de la verdad y del amor, constituye "un abismo" (106), que nuestro Doctor no cesa nunca de observar atentamente ni de maravillarse de ello. Pero, a estas alturas, es preciso añadir que el hombre se presenta, para quien sea sensible a sí mismo y a la historia, como un gran problema; como dice Agustín, una "magna quaestio" (107). Son demasiado numerosos los enigmas que lo rodean: el enigma de la muerte, de la división profunda que sufre en sí mismo, del desequilibrio irreparable entre lo que es y lo que desea; enigmas que se reducen al fundamental, que consiste en su grandeza y en su incomparable miseria. Sobre estos enigmas, de los que ha tratado ampliamente el Concilio Vaticano II cuando se propuso ilustrar "el misterio del hombre" (108), Agustín se lanzó con pasión y empleó en su estudio toda la penetración de su inteligencia, no sólo para descubrir su realidad, que es con frecuencia muy triste —si es cierto que nadie es tan social por naturaleza como el hombre, también lo es, añade el autor de La Ciudad de Dios, aleccionado por la historia, que "nadie es tan antisocial por vicio como el hombre" (109)—, sino también y sobre todo para buscar y proponer sus soluciones. Pues bien, por lo que se refiere a soluciones, no encuentra más que una, la misma que se le presentó en la vigilia de su conversión: Cristo, Redentor del hombre. En torno a esta solución he sentido yo la necesidad de llamar también la atención de los hijos de la Iglesia y de todos los hombres de buena voluntad en mi primera Encíclica, precisamente la "Redemptor hominis", feliz de hacer eco con mi voz a la voz de toda la tradición cristiana.
Entrando en esta problemática, el pensamiento de Agustín, aún continuando fundamentalmente filosófico, se hace cada vez más teológico, y el binomio Cristo y la Iglesia, que había negado primero y después reconocido durante los años de la juventud, empieza a ilustrar la idea más general de Dios y del hombre.
3. Cristo y la Iglesia
Bien se puede afirmar que Cristo y la Iglesia son el fundamento del pensamiento teológico del obispo de Hipona, más aún, podría añadirse, de su misma filosofía, en cuanto echa en cara a los filósofos haber hecho filosofía "sine homine Christo" (110). De Cristo es inseparable la Iglesia. Agustín reconoció en el momento de su conversión y aceptó con alegría y gratitud la ley de la Providencia que puso en Cristo y en la Iglesia "la autoridad más excelsa y la luz de la razón —totum culmen auctoritatis lumenque rationis— con el fin de crear de nuevo y reformar el género humano" (111).
Él habló, sin duda alguna, con amplitud y magníficamente en su gran obra sobre La Trinidad y en sus discursos sobre el misterio trinitario, trazando el camino a la teología posterior. Insistió al mismo tiempo en la igualdad y en la distinción de las Personas divinas, ilustrándolas con la doctrina de las relaciones: Dios "es todo lo que tiene, excepto las relaciones, en virtud de las cuales cada persona se refiere a la otra" (112). Desarrolló la teología sobre el Espíritu Santo, que procede del Padre y del Hijo, pero "principaliter" del Padre, porque "de toda la divinidad, o mejor, de la deidad el principio es el Padre" (113); y Él ha dado al Hijo el espirar al Espíritu Santo (114), que procede como Amor y por lo tanto no es engendrado (115). Luego, para responder a los "gárrulos raciocinadores" (116), propuso la explicación "psicológica", de la Trinidad buscando su imagen en la memoria, en la inteligencia y en el amor del hombre, estudiando con ello al mismo tiempo el más augusto misterio de la fe y la más alta naturaleza del creado, cual es el espíritu humano.
Pero hablando de la Trinidad, tiene siempre fija la mirada en Cristo, revelación del Padre, y en la obra de la salvación. Desde que, poco antes de su conversión, entendió bien los términos del misterio del Verbo encarnado (117), no deja en adelante de seguir profundizando en él, resumiendo su pensamiento en fórmulas tan densas y eficaces, que adelantan de algún modo la de Calcedonia. He aquí un texto significativo tomado de una de sus últimas obras: "El cristiano fiel cree y confiesa en Cristo la verdadera naturaleza humana, esto es, la nuestra, pero asumida de manera singular por Dios Verbo, sublimada en el único Hijo de Dios, de suerte que quien asumió y aquello que fue asumido sean una única persona en la Trinidad... una sola persona Dios y el hombre. Porque nosotros no decimos que Cristo es sólo Dios... y tampoco decimos que Cristo es sólo hombre..., como no decimos que es un hombre con algo menos de lo que ciertamente pertenece a la naturaleza humana... Por el contrario nosotros decimos que Cristo es verdadero Dios, nacido del Padre... y que Él mismo es verdadero hombre, nacido de madre que fue creatura humana... y que su humanidad, con la cual es menor que el Padre, no quita nada a su divinidad, con la cual es igual al Padre: dos naturalezas, un solo Cristo" (118). O más brevemente: "Aquel que es hombre, ese mismo es Dios, y aquel que es Dios ese mismo es hombre, no por la confusión de las naturalezas, sino por la unidad de la persona" (119), "una persona en dos naturalezas"(120).
Con esta firme visión de la unidad de la persona en Cristo, "totus Deus et totus homo" (121), Agustín se pasea por el amplio panorama de la teología y de la historia. Si la mirada de águila se fija en Cristo Verbo del Padre, no insiste menos en Cristo como hombre. Más aún, afirma enérgicamente: sin Cristo hombre no hay mediación, ni reconciliación, ni justificación, ni resurrección, ni posibilidad de pertenecer a la Iglesia, cuya Cabeza es Cristo (122). Sobre estos temas trata una y otra vez y los desarrolla ampliamente, tanto para justificar la fe que había reconquistado a los 32 años, como por las exigencias de la controversia pelagiana.
Cristo, hombre-Dios (123), es el único mediador entre Dios justo e inmortal y los hombres mortales y pecadores, pues es mortal y justo contemporáneamente (124); por lo tanto es la vía universal de la libertad y de la salvación. Fuera de esta vía, que "nunca faltó al género humano, nadie ha sido jamás liberado, nadie es liberado, nadie será liberado" (125).
La mediación de Cristo se realiza en la redención, que no consiste sólo en el ejemplo de justicia, sino sobre todo en el sacrificio de reconciliación que fue absolutamente verdadero (126), libérrimo (127), perfectísimo (128). La redención de Cristo tiene como carácter esencial la universalidad, la cual demuestra la universalidad del pecado. En este sentido Agustín repite e interpreta las palabras de San Pablo: "Si uno murió por todos, luego todos son muertos" (2 Cor 5, 14), muertos a causa del pecado. "Toda la fe cristiana consiste, pues, en la causa de dos hombres" (129), "uno y uno: uno que lleva a la muerte, uno que da la vida"(130). De donde se sigue que "todo hombre es Adán, como en los que creen todo hombre es Cristo" (131).
Negar esta doctrina quería decir para Agustín "desvirtuar la cruz de Cristo" (1 Cor 1, 17). Para que esto no sucediera habló y escribió mucho sobre la universalidad del pecado, incluida la doctrina del pecado original, "que la Iglesia, escribe él, cree desde la antigüedad" (132). De hecho Agustín enseña que "el Señor Jesucristo no se hizo hombre por otro motivo..., sino para vivificar, salvar, liberar, redimir e iluminar a quienes antes estaban en la muerte, en la enfermedad, en la esclavitud, en la cárcel, en las tinieblas del pecado. Es lógico que nadie podrá pertenecer a Cristo si no tiene necesidad de estos beneficios de la redención" (133).
Y como único mediador y redentor de los hombres Cristo es Cabeza de la Iglesia, Cristo y la Iglesia son una sola Persona mística, el Cristo total. Con atrevimiento escribe: "Nos hemos convertido en Cristo. Pues si Él es la Cabeza, nosotros somos sus miembros; el hombre total somos Él y nosotros" (134). Esta doctrina del Cristo total es una de las más queridas del obispo de Hipona y también una de las más fecundas de su teología eclesiológica.
Otra verdad fundamental es la del Espíritu Santo, alma del Cuerpo místico —"lo que es el alma para el cuerpo, eso mismo es el Espíritu Santo para el Cuerpo de Cristo que es la Iglesia" (135)—, del Espíritu Santo principio de la comunión que une a los fieles entre sí y con la Trinidad. De hecho "el Padre y el Hijo han querido que nosotros entráramos en comunión entre nosotros mismos y con Ellos por medio de Aquel que es común a ambos, y nos han recogido en la unidad mediante el único don que tienen en común, esto es, por medio del Espíritu Santo, Dios y Don de Dios" (136). Por ello escribe en el mismo lugar: "La comunión de la unidad de la Iglesia o la societas unitatis, fuera de la cual no se da perdón de los pecados, es la obra propia del Espíritu Santo, con quien obran conjuntamente el Padre y el Hijo, dado que en cierto modo el mismo Espíritu Santo es el elemento unificante y la societas que une al Padre y al Hijo" (137).
Mirando a la Iglesia, Cuerpo de Cristo y vivificada por el Espíritu Santo, que es el Espíritu de Cristo, Agustín desarrolló en diversas maneras una noción acerca de la cual el reciente Concilio ha tratado con particular interés: la Iglesia comunión (138). Habla de ella de tres modos diversos, pero convergentes: la comunión de los sacramentos o realidad institucional fundada por Cristo sobre el fundamento de los Apóstoles (139), de la cual discute ampliamente en la controversia donatista, defendiendo su unidad, universalidad, apostolicidad y santidad (140), y demostrando que tiene por centro la "Sede de Pedro", "en la que siempre estuvo vigente el primado de la Cátedra Apostólica" (141); la comunión de los santos o realidad espiritual, que une a todos los justos desde Abel hasta la consumación de los siglos (142); la comunión de los bienaventurados o realidad escatológica, que congrega a cuantos han conseguido la salvación, es decir, a la Iglesia "sin mancha ni arruga" (Ef 5, 27) (143).
Otro tema predilecto de la eclesiología agustiniana fue el de la Iglesia Madre y Maestra. Sobre este argumento Agustín escribió páginas profundas y conmovedoras, dado que interesaba de cerca su experiencia de convertido y su doctrina de teólogo. En su camino de vuelta a la fe encontró a la Iglesia no opuesta a Cristo, como le habían hecho creer (144), sino más bien como manifestación de Cristo, "madre altamente verdadera de los cristianos"(145), y depositaria de la verdad revelada (146).
La Iglesia es madre que engendra a los cristianos (147): "Dos nos engendraron para la muerte, dos nos engendraron para la vida. Los padres que nos engendraron para la muerte son Adán y Eva; los padres que nos engendraron para la vida Cristo y la Iglesia" (148). La Iglesia es madre que sufre por los que se alejan de la justicia, especialmente por quienes laceran su unidad (149); es la paloma que gime y llama para que todos regresen y se cobijen bajo sus alas (150); es la manifestación de la paternidad universal de Dios mediante la caridad, la cual "para los unos es cariñosa, para los otros severa. Para ninguno es enemiga, para todos es madre" (151).
Es madre, pero también, como María, es virgen: madre por el ardor de la caridad, virgen por la integridad de la fe que custodia, defiende y enseña (152). Con esta maternidad virginal está relacionada su misión de maestra, que la Iglesia ejerce obedeciendo a Cristo. Por esto Agustín mira a la Iglesia como depositaria de las Escrituras (153) y proclama que él se siente seguro en ella, cualesquiera que sean las dificultades que se presenten (154), enseñando insistentemente a los demás a hacer lo mismo. "Así, como he dicho muchas veces y repito insistentemente: seamos lo que seamos nosotros, vosotros estáis seguros: vosotros que tenéis a Dios por Padre y a la Iglesia por Madre" (155). De esta convicción nace su fervorosa exhortación a amar a Dios y a la Iglesia, precisamente a Dios como Padre y a la Iglesia como Madre (156). Tal vez nadie ha hablado de la Iglesia con tanto afecto y con tanta pasión como Agustín. He aquí que acabo de proponeros algunos de sus acentos. Realmente pocos, pero confío en que suficientes para hacer comprender la profundidad y la belleza de una doctrina que nunca se podrá estudiar en demasía, especialmente bajo el punto de vista de la caridad que anima a la Iglesia por efecto de la presencia en ella del Espíritu Santo. "Tenemos el Espíritu Santo", escribe, "si amamos a la Iglesia; y amamos a la Iglesia si permanecemos en su unidad y en su caridad" (157).
4. Libertad y gracia
Sería cosa de nunca acabar el indicar, aunque no fuera más que sumariamente, los diversos aspectos de la teología agustiniana. Otro tema importante, es más, fundamental, relacionado también con su conversión, es el de la libertad y de la gracia. Como he recordado ya, fue en vísperas de su conversión cuando tomó conciencia de la responsabilidad del hombre en sus acciones y de la necesidad de la gracia del único Mediador (158), cuya fuerza experimentó en el momento de la decisión final. Un testimonio elocuente lo constituye el libro VIII de las Confessiones(159). Las reflexiones personales y las controversias que sostuvo después, especialmente contra los secuaces de los maniqueos y de los pelagianos, le ofrecían la ocasión de estudiar más a fondo los términos del problema, y proponer, aunque con gran modestia dado el carácter misterioso de la cuestión, una síntesis.
Sostuvo siempre que la libertad es un punto fundamental de la antropología cristiana. Lo sostuvo contra sus antiguos correligionarios (160), contra el determinismo de los astrólogos, de quienes él mismo había sido víctima (161), y contra toda forma de fatalismo (162), explicó que la libertad y la presciencia divina no son incompatibles (163), como tampoco lo son la libertad y la ayuda de la gracia divina. "Al libre albedrío no se le suprime porque se le ayude, sino que se le ayuda precisamente porque no se le elimina" (164). Por lo demás, es célebre el principio agustiniano: "Quien te ha creado sin ti, no te justificará sin ti. Así, pues, creó a quien no lo sabía, pero no justifica a quien no lo quiere" (165).
A quien ponía en tela de juicio esta inconciliabilidad o afirmaba lo contrario Agustín le demuestra con una larga serie de textos bíblicos que libertad y gracia pertenecen a la divina Revelación y que hay que defender firmemente ambas verdades (166). Llegar a ver a fondo su conciliación es cuestión sumamente difícil, que pocos llegan a comprender (167) y que puede incluso crear angustia para muchos (168), porque al defender la libertad se puede dar la impresión de negar la gracia, y viceversa (169). Pero es preciso creer en su conciliabilidad como en la conciliabilidad de dos prerrogativas esenciales de Cristo, de las que una y otra dependen respectivamente. Efectivamente, Cristo es al mismo tiempo salvador y juez. Pues bien, "si no existe la gracia, ¿cómo salva al mundo? Y si no existe el libre albedrío, ¿cómo juzga al mundo?" (170).
Por otro lado, Agustín insiste en la necesidad de la gracia, que es al mismo tiempo necesidad de la oración. A quien decía que Dios no manda cosas imposibles y que por lo tanto no es necesaria la gracia, le respondía: sí, es verdad, "Dios no manda cosas imposibles, pero como mandato te advierte que hagas lo que puedas y que pidas lo que no puedas" (171), y ayuda al hombre para que pueda, Él que "no abandona a nadie si no se le abandona a Él" (172).
La doctrina sobre la necesidad de la gracia se convierte en la doctrina sobre la necesidad de la oración, en la que tanto insiste Agustín (173), porque, como escribe él, "es cierto que Dios ha preparado algunos dones incluso para quien no los pide, como, por ejemplo, el comienzo de la fe, pero otros sólo para quien los implora como la perseverancia final" (174).
Por lo tanto, la gracia es necesaria para apartar los obstáculos que impiden a la voluntad huir del mal y realizar el bien. Estos obstáculos son dos, "la ignorancia y la flaqueza" (175), sobre todo la segunda, "porque incluso cuando comienza a aparecer claro lo que hay que hacer..., no se actúa, no se realiza, no se vive bien" (176). Por eso la gracia adyuvante es sobre todo "la inspiración de la caridad, en virtud de la cual hacemos con santo amor lo que conocemos que tenemos que hacer" (177).
Ignorancia y flaqueza son dos obstáculos que es preciso superar para poder respirar la libertad. No será inútil recordar que la defensa de la necesidad de la gracia para Agustín es la defensa de la libertad cristiana. Tomando como punto de partida las palabras de Cristo: Si el Hijo os libera, entonces seréis verdaderamente libres (Jn 8, 36), Agustín se hizo defensor y cantor de aquella libertad que es inseparable de la verdad y del amor. Verdad, amor, libertad, he aquí los tres grandes bienes que apasionaron el alma de Agustín y estimularon su genio. Sobre ellos derramó él mucha luz de comprensibilidad.
Deteniéndonos un momento sobre este último bien —el de la libertad— es el caso de advertir que él describe y exalta la libertad cristiana en todas sus formas. Estas van desde la libertad con respecto al error —porque, por el contrario, la libertad del error es "la peor muerte del alma" (178)— mediante el don de la fe, que somete el alma a la verdad (179), hasta la libertad última e indefectible, la mayor, que consiste en no poder morir y en no poder pecar, esto es, en la inmortalidad y la justicia plena (180). Entre estas dos, que indican el comienzo y el término de la salvación, explica y proclama todas las demás: la libertad con respecto al pecado como obra de la justificación; la libertad del dominio de las pasiones desordenadas, obra de la gracia que ilumina la inteligencia y da a la voluntad la fuerza necesaria para hacerla invencible al mal, como él mismo experimentó en su conversión, cuando se vio libre de la esclavitud (181); la libertad con relación al tiempo, que devoramos y que a su vez nos devora (182), en cuanto el amor nos permite vivir asidos a la eternidad (183).
Acerca de la justificación, cuyas inefables riquezas expone —la vida divina de la gracia (184), la inhabitación del Espíritu Santo (185), la "deificación" (186)—, él hace una distinción importante entre la remisión de los pecados, que es plena y total, plena y perfecta, y la renovación interior, que es progresiva y sólo será plena y total después de la resurrección, cuando todo el hombre participará de la inmutabilidad divina (187).
En cuanto a la gracia que fortifica la voluntad, insiste diciendo que obra por medio del amor y que por lo tanto hace invencible la voluntad contra el mal sin quitarle la posibilidad de no querer. Al tratar de las palabras de Jesús en el Evangelio de Juan: Nadie viene a mí si el Padre no lo atrae (Jn 6, 44), comenta él: "No creas que vas a ser atraído contra tu voluntad: al alma le atrae también el amor" (188). Pero el amor, observa él también, obra con "liberal suavidad" (189); por eso "observa la ley libremente quien la cumple con amor" (190): "La ley de la caridad es ley de libertad" (191).
No es menos insistente la enseñanza de Agustín a propósito de la libertad del tiempo, libertad que Cristo, Verbo eterno, ha venido a traernos entrando en el mundo con la Encarnación: "Oh Verbo, exclama Agustín, que existes antes de los tiempos, por medio del cual los tiempos fueron hechos, nacido Tú también en el tiempo no obstante que eras la vida eterna; Tú llamas a la existencia a los seres temporales y los haces eternos" (192). Es sabido que nuestro Doctor escudriñó mucho el misterio del tiempo (193) y sintió y repitió la necesidad que tenemos de transcender el tiempo para ser de verdad. "Si también tú quieres ser, transciende el tiempo. Pero, ¿quién puede transcender el tiempo con sus solas fuerzas? Que nos eleve a lo alto Aquel que dijo al Padre: Quiero que donde yo estoy, allí estén también ellos conmigo (Jn 17, 24)" (194).
La libertad cristiana, de la que no he hecho sino una breve alusión, la estudia él en la Iglesia, la Ciudad de Dios, que muestra sus efectos y, sostenida por la gracia divina y por cuanto de ella depende, los participa a todos los hombres. En efecto, está fundada sobre el amor "social", que abraza a todos los hombres y quiere unirlos en la justicia y en la paz; al contrario de la ciudad de los inicuos, que divide y enfrenta unos contra otros porque está fundada sobre el amor "privado" (195).
Vale la pena recordar aquí algunas de las definiciones de la paz que acuñó Agustín según las realidades a las que se aplique. Partiendo de la noción de que "la paz de los hombres es la concordia ordenada", define la paz de la casa como "la concordia ordenada de los habitantes en mandar y en obedecer", igualmente la paz de la ciudad. Después continúa: "La paz de la ciudad celeste es la ordenadísima y concordísima sociedad de los que gozan de Dios y de los unos y los otros en Dios". Luego da la definición de la paz de todas las cosas, que es la tranquilidad del orden. Y así define el orden mismo, que no es otra cosa que "la disposición de realidades iguales y desiguales, que da a cada cual su propio puesto" (196).
Por esta paz obra y por esta paz "suspira el Pueblo de Dios durante su peregrinación desde el comienzo del viaje hasta el regreso" (197).
5. La caridad y las ascensiones del espíritu
Esta breve síntesis de las enseñanzas agustinianas quedaría gravemente incompleta si no se hablase algo de la doctrina espiritual, estrechamente unida a la doctrina filosófica y teológica, y no menos rica que una y otra. Hay que volver una vez más al tema de la conversión, con el cual empecé. Fue entonces cuando decidió dedicarse por completo al ideal de la perfección cristiana. A este propósito se mantuvo siempre fiel; y no sólo eso, sino que se comprometió con todas sus fuerzas a enseñar el camino a otros. Lo hizo inspirándose en su experiencia personal y en la Sagrada Escritura, que es para todos el primer alimento de la piedad.
Fue un hombre de oración; es más, se podría decir: un hombre hecho de oración —baste recordar las célebres Confesiones, escritas en forma de carta dirigida a Dios— y repitió a todos con increíble perseverancia la necesidad de la oración: "Dios ha dispuesto que combatamos más con la plegaria que con nuestras fuerzas" (198); describe su naturaleza, tan sencilla por una parte, pero tan compleja por otra (199); la interioridad, en base a la cual identificó la plegaria con el deseo: "Tu mismo deseo es tu oración: y el deseo continuo es una oración continua" (200); el valor social: "Oremos por quienes no han sido llamados, escribe él, a fin de que lo sean: tal vez han sido predestinados de forma que sean concedidos a nuestras oraciones" (201); la inserción insustituible en Cristo, "que reza por nosotros, reza en nosotros, y a quien nosotros rezamos; reza por nosotros como nuestro sacerdote, reza en nosotros como nuestro jefe, y nosotros le rezamos a Él como a nuestro Dios: reconozcamos, por lo tanto, en Él nuestra voz y en nosotros la suya" (202).
Con progresiva diligencia fue subiendo los peldaños de las ascensiones interiores y describió su programa para todos: un programa amplio y articulado, que comprende el movimiento del alma hacia la contemplación —purificación, constancia y serenidad, orientación hacia la luz, morada en luz (203)—, los peldaños de la caridad —incipiente, adelantada, intensa, perfecta (204)—, los dones del Espíritu Santo relacionados con las bienaventuranzas (205), las peticiones del Padre nuestro(206) y los ejemplos de Cristo (207).
Si las bienaventuranzas evangélicas constituyen el clima sobrenatural en el que debe vivir el cristiano, los dones del Espíritu Santo dan el toque sobrenatural de la gracia, que hace posible ese clima. Las peticiones del Padre nuestro, o, en general, la plegaria, que toda ella se reduce a esas peticiones, como alimento necesario; el ejemplo de Cristo, el modelo que hay que imitar; la caridad, por su parte, constituye el alma de todo, el centro de irradiación, el resorte secreto del organismo espiritual. Fue mérito no pequeño del obispo de Hipona el haber vuelto a conducir toda la doctrina y toda la vida cristiana a la caridad, entendida como "adhesión a la verdad para vivir en la justicia" (208).
Así lo hace, en efecto, con la Escritura, que, toda ella, "narra Cristo y recomienda la caridad" (209), la teología, que en ella encuentra su fin (210), la filosofía (211), la pedagogía (212) y hasta la política (213). En la caridad cifró él la esencia y la medida de la perfección cristiana (214), el primer don del Espíritu Santo (215), la realidad con la que nadie puede ser malo (216), el bien con el cual se poseen todos los bienes y sin el cual todos los otros bienes no sirven para nada. "Ten la caridad y lo tendrás todo, porque sin ella todo lo que puedas tener no valdrá para nada" (217).
De la caridad puso de relieve todas sus inagotables riquezas: hace fácil lo que es difícil (218), mueve lo que es habitual (219), hace insuprimible el movimiento hacia el Sumo Bien, porque aquí en la tierra la caridad nunca es completa (220), libra de todo interés que no sea Dios (221), es inseparable de la humildad —"donde hay humildad, allí está la caridad" (222)—, es la esencia de toda virtud —de hecho, la virtud no es más que amor ordenado (223)—, don de Dios. Punto crucial este último, que distingue y separa la concepción naturalista y la concepción cristiana de la vida. "¿De dónde procede en los hombres la caridad de Dios y del prójimo sino de Dios mismo? Porque si ella no procede de Dios sino de los hombres, los pelagianos tendrían razón; si, por el contrario, procede de Dios, nosotros hemos vencido a los pelagianos" (224).
De la caridad nacía en Agustín el ansía de la contemplación de las cosas divinas, que es propia de la sabiduría (225). De las formas más altas de contemplación tuvo experiencia más de una vez, no sólo en aquella célebre visión de Ostia (226), sino también otras veces. De sí mismo dice: "Con frecuencia hago esto —es decir, recurre a la meditación de la Escritura para que no le opriman sus graves ocupaciones—, es mi alegría, y en esta satisfacción me refugio siempre que logro verme libre del cerco de las ocupaciones... A veces me introduces en un sendero interior del todo desconocido e indefiniblemente dulce que, cuando llegue a alcanzar en mí su plenitud, no sé decir cuál va a ser; ciertamente no será esta vida" (227). Si se suman estas experiencias a la penetración teológica y psicológica de Agustín y a su rara capacidad como escritor, se comprende cómo pudo describir con tanta precisión las ascensiones místicas, hasta el punto de que alguien haya podido llamarlo príncipe de los místicos.
No obstante el amor predominante de la contemplación, Agustín aceptó la "carga" del Episcopado y enseñó a los demás a hacer lo mismo, respondiendo así con humildad a la llamada de la Iglesia Madre (228), pero enseñó también con el ejemplo y los escritos cómo conservar, en medio de las ocupaciones de la actividad pastoral, el gusto por la oración y por la contemplación. Vale la pena citar la síntesis —ya clásica— que nos ofrece en La Ciudad de Dios. "El amor de la verdad busca el descanso de la contemplación, el deber del amor acepta la actividad del apostolado. Si nadie nos impone este peso, hay que dedicarse a la búsqueda y a la contemplación de la verdad; pero si nos lo imponen, hay que asumirlo por deber de caridad. Pero aun en este caso no se deben abandonar los consuelos de la verdad, para que no suceda que, privados de esta dulzura, nos veamos aplastados por aquella necesidad" (229). La profunda doctrina expuesta en estas palabras merece una larga y atenta reflexión. Resulta más fácil y eficaz si se mira al mismo Agustín, que dio espléndido ejemplo de cómo conciliar ambos aspectos, aparentemente contrarios, de la vida cristiana: oración y acción.
III. El Pastor
No será inoportuno dedicar un recuerdo a la acción pastoral de este obispo a quien nadie encontrará dificultad de catalogar entre los más grandes Pastores de la Iglesia. También esta acción tuvo origen en su conversión, pues de ella nació el propósito de servir a Dios solamente. "Ya no amo más que a Ti... y a Ti solo quiero servir..." (230). Cuando después se dio cuenta de que este servicio debía extenderse a la acción pastoral; no duda en aceptarla; con humildad, con temor, con pena, pero la acepta por obedecer a Dios y a la Iglesia (231).
Tres fueron los campos de esta acción, campos que se fueron ampliando como tres círculos concéntricos: la Iglesia local de Hipona, no grande pero inquieta y necesitada; la Iglesia africana, miserablemente dividida entre católicos y donatistas; la Iglesia universal, combatida por el paganismo y por el maniqueísmo, y agitadas por movimientos heréticos.
El se sintió en todo siervo de la Iglesia —"siervo de los siervos de Cristo" (232)—, sacando de este presupuesto todas las consecuencias, incluso las más atrevidas, como la de exponer su vida por los fieles (233). Efectivamente, pedía al Señor poder amarles hasta el punto de estar dispuesto a morir por ellos, "o en la realidad o en la disposición" (234). Estaba convencido de que quien, puesto al frente del pueblo, no tuviera esta disposición, más que obispo se parecía "al espantapájaros que está en la viña" (235). No quiere verse salvo sin sus fieles (236) y está preparado a cualquier sacrificio con tal de poder llevar de nuevo a los descarriados al camino de la verdad (237). En un momento de extremo peligro a causa de la invasión de los Vándalos, enseña a los sacerdotes a permanecer en medio de sus fieles, incluso con peligro de la propia vida (238). Con otras palabras, quiere que obispos y sacerdotes sirvan a los fieles como Cristo les sirvió. "¿En qué sentido es servidor quien preside? En el mismo sentido en que fue siervo el Señor" (239). Este fue su programa.
En su diócesis, de la que no se alejó nunca sino por necesidad (240), fue asiduo en la predicación —predicaba el sábado y el domingo y con frecuencia durante toda la semana (241)—, en la catequesis (242), en la "audientia episcopi", a veces durante toda la jornada, olvidándose hasta de comer (243), en el cuidado de los pobres (244), en la formación del clero (245), en la guía de los monjes, muchos de los cuales fueron llamados al sacerdocio y al episcopado (246), y de los monasterios de las "sanctimoniales" (247). Al morir "dejó a la Iglesia un clero muy numeroso, así como también monasterios de hombres y de mujeres repletos de personas consagradas a la continencia bajo la obediencia de sus superiores, además de bibliotecas..." (248).
Trabajó igualmente sin descanso en favor de la Iglesia africana: se prestó a la predicación dondequiera que le llamaran (249), estuvo presente en los numerosos Concilios regionales, no obstante las dificultades del viaje, se dedicó con inteligencia, asiduidad y pasión a terminar con el cisma donatista que dividía en dos a aquella Iglesia. Fue ésta su gran tarea, pero también, en vista del éxito obtenido, su gran mérito. Ilustró con numerosas obras la historia y la doctrina del donatismo, propuso la doctrina católica sobre la naturaleza de los sacramentos y de la Iglesia, promovió una conferencia ecuménica entre obispos católicos y donatistas, la animó con su presencia, propuso y obtuvo que se eliminaran todos los obstáculos que se oponían a la reunificación, incluido el de la eventual renuncia de los obispos donatistas al episcopado (250), divulgó las conclusiones de dicha conferencia (251) y preparó para un éxito definitivo el proceso de pacificación (252). Perseguido a muerte, una vez salió indemne de las manos de los "circumceliones" donatistas porque el guía se equivocó de camino (253).
Para la Iglesia universal compuso muchas obras, escribió numerosas cartas, y en favor de la misma sostuvo innumerables controversias. Los maniqueos, los pelagianos, los arrianos y los paganos fueron el objeto de su preocupación pastoral en defensa de la fe católica. Trabajó infatigablemente de día y de noche (254). En los últimos años de su vida todavía dictaba de noche una obra y, cuando estaba libre, otra de día (255). Al morir, a los 76 años, dejó incompletas tres. Son ellas el testimonio más elocuente de su continua laboriosidad y de su insuperable amor a la Iglesia.
IV. Agustín a los hombres de hoy
A este hombre extraordinario queremos preguntarle, antes de terminar, qué tiene que decir a los hombres de hoy. Pienso que tenga realmente mucho que decir, tanto con su ejemplo como con sus enseñanzas.
A quien busca la verdad le enseña que no pierda la esperanza de encontrarla. Lo enseña con su ejemplo —él la encontró después de muchos años de laboriosa búsqueda— y con su actividad literaria, cuyo programa fija en la primera carta que escribió después de su conversión. "A mí me parece que hay que conducir de nuevo a los hombres... a la esperanza de encontrar la verdad" (256). Y así, enseña a buscarla "con humildad, desinterés y diligencia" (257), a superar: el escepticismo mediante el retorno a sí mismo, donde habita la verdad (258); el materialismo, que impide a la mente percibir su unión indisoluble con las realidades inteligibles (259); el racionalismo, que, al rechazar la colaboración de la fe, se pone en condición de no entender el "misterio" del hombre (260).
A los teólogos, que justamente se afanan por comprender mejor el contenido de la fe, deja Agustín el patrimonio inmenso de su pensamiento, siempre válido en su conjunto, y especialmente el método teológico al que se mantuvo firmemente fiel. Sabemos que este método suponía la adhesión plena a la autoridad de la fe, una en su origen —la autoridad de Cristo (261)—, se manifiesta a través de la Escritura, la Tradición y la Iglesia; el ardiente deseo de comprender la propia fe —"aspira mucho a comprender" (262), dice a los demás y se aplica a sí mismo (263)—; el sentido profundo del misterio— "es mejor la ignorancia fiel", exclama Agustín, "que la ciencia temeraria" (264)—; la seguridad convencida de que la doctrina cristiana viene de Dios y tiene por lo mismo una propia originalidad que no sólo hay que conservar en su integridad —es ésta la "virginidad" de la fe, de la que él hablaba—, sino que debe servir también como medida para juzgar filosofías conformes o contrarias a ella (265).
Se sabe cuánto amaba Agustín la Escritura, cuyo origen divino exalta (266), así como también su inerrancia (267), su profundidad y riqueza inagotable (268), y cuánto la estudiaba. Pero él estudia y quiere que se estudie toda la Escritura, que se ponga de relieve su verdadero pensamiento o, como él dice, su "corazón" (269), poniéndola, cuando sea preciso, de acuerdo consigo misma (270). A estos dos presupuestos los considera leyes fundamentales para entenderla. Por esto la lee en la Iglesia, teniendo en cuenta la Tradición, cuyas propiedades (271) y fuerza obligatoria (272) pone de relieve. Es célebre su expresión: "Yo no creería en el Evangelio si no me indujera a ello la autoridad de la Iglesia católica" (273).
En las controversias que nacen en torno a la interpretación de la Escritura recomienda que se discuta "con santa humildad, con paz católica, con caridad cristiana" (274), "hasta que la verdad salga a flote, verdad que Dios ha puesto en la cátedra de la unidad" (275). Entonces se podrá constatar cómo la controversia no surgió inútilmente, puesto que se ha convertido en "ocasión de aprender" (276), ocasionando un progreso en la inteligencia de la fe.
Hablando un poco más a propósito sobre las enseñanzas de Agustín a los hombres de hoy, a los pensadores les recuerda el doble objeto de toda investigación que debe ocupar la mente humana: Dios y el hombre. "¿Qué quieres conocer?", se pregunta a sí mismo. Y responde: "Dios y el hombre". "¿Nada más? Absolutamente nada más" (277). Frente al triste espectáculo del mal, recuerda a los pensadores además que tengan fe en el triunfo final del bien, esto es, de aquella Ciudad "donde la victoria es verdad, la dignidad santidad, la paz felicidad y la vida eternidad" (278).
A los hombres de ciencia les invita también a reconocer en las cosas creadas las huellas de Dios (279) y a descubrir en la armonía del universo las "razones seminales" que Dios ha depositado en ellas (280). Finalmente, a los hombres que tienen en sus manos los destinos de los pueblos les recomienda que amen sobre todo la paz (281) y que la promuevan no con la lucha, sino con los métodos pacíficos, porque, escribe él sabiamente, "es título de gloria más grande matar la guerra con la palabra que los hombres con la espada, y procurar o bien mantener la paz con la paz, no con la guerra" (282).
Para terminar, voy a dedicar una palabra a los jóvenes, a quienes Agustín amó mucho como profesor antes de su conversión (283), y como Pastor, después (284). Él les recuerda su gran trinomio: verdad, amor, libertad; tres bienes supremos que se dan juntos. Y les invita a amar la belleza, él que fue un gran enamorado de ella (285). No sólo la belleza de los cuerpos, que podría hacer olvidar la del espíritu (286), ni sólo la belleza del arte (287), sino la belleza interior de la virtud (288), y sobre todo la belleza eterna de Dios, de la que provienen la belleza de los cuerpos, del arte y de la virtud. De Dios, que es "la belleza de toda belleza" (289), "fundamento, principio y ordenador del bien y de la belleza de todos los seres que son buenos y bellos" (290). Agustín, recordando los años anteriores a su conversión, se lamenta amargamente de haber amado tarde esta "belleza tan antigua y tan nueva" (291), y quiere que los jóvenes no le sigan en esto, sino que, amándola siempre y por encima de todo, conserven perpetuamente en ella el esplendor interior de su juventud (292).
V. Conclusión
He recordado la conversión y he trazado rápidamente un panorama del pensamiento de un hombre incomparable, de quien todos en la Iglesia y en Occidente nos sentimos de alguna manera discípulos e hijos. Una vez más manifiesto el vivo deseo de que se estudie y sea ampliamente conocida su doctrina y de que se imite su celo pastoral, para que el magisterio de tan gran Doctor y Pastor continúen en la Iglesia y en el mundo en beneficio de la cultura y de la fe.
El XVI centenario de la conversión de San Agustín brinda una ocasión muy propicia para incrementar los estudios y para difundir la devoción a él. A tal fin y compromiso exhorto especialmente a las Órdenes religiosas —masculinas y femeninas— que llevan su nombre, viven bajo su patrocinio o de cualquier modo siguen su regla y le llaman padre. Que todos ellos aprovechen esta ocasión para revivir y hacer revivir más intensamente sus ideales.
Con ánimo agradecido y con los mejores augurios de bien estaré presente en las diversas iniciativas y celebraciones que con este motivo se organicen por todas partes. Para cada una de ellas invoco de corazón la protección celestial y el auxilio eficaz de la Virgen María, a la que el obispo de Hipona exaltó como Madre de la Iglesia (293). Sea prenda de ello mi bendición apostólica, que me es grato impartir mediante esta Carta.
Roma, junto a San Pedro, 28 de agosto de 1986, fiesta de San Agustín, Obispo y Doctor de la Iglesia, año VIII de mi pontificado.
IOANNES PAULUS PP. II
Notas
(1) Celestino I, Ep. Apostolici verba, mayo 431: PL 50, 530 A.
(2) Cf. León XIII, Carta Encícl. Aeterni Patris, 4 agosto 1879: Acta Leonis XIII, I, Roma 1881, pág. 270.
(3) Cf. Pío XII, Carta Encícl. Ad salutem humani generis, 22 abril 1930: AAS 22, 1930, pág. 233.
(4) Pablo VI, Discurso a los religiosos de la Orden de San Agustín con ocasión de la inauguración del Instituto Patrístico “Augustinianum”, 4 mayo 1970: AAS 62, 1970, pág. 426; L'Osservatore Romano, Edición en Lengua Española, 31 mayo 1970, pág. 10.
(5) Juan Pablo II, Discurso a los profesores y alumnos del Instituto Patrístico “Augustinianum” de Roma, 7 mayo 1982: AAS 74, 1982, pág. 800; L'Osservatore Romano, Edición en Lengua Española, 18 julio 1982, pág. 9.
(6) Juan Pablo II, Discurso al capítulo general de la Orden de San Agustín, 25 agosto 1983; L'Osservatore Romano Edición en Lengua Española, 11 septiembre 1983, pág. 12.
(7) Cf. San Agustín, Serm. 93, 4; 213, 7: PL 38, 575; 38, 1063.
(En adelante, donde no se cita expresamente el nombre del autor, léase “San Agustín”).
(8) Cf. De beata vita, 4: PL 32, 961; Contra Acad., 2, 2, 4-6: PL 32, 921-922; Solil., 1, 1, 1-6: PL 32, 869-872.
(9)De dono persev., 20, 53: PL 45 1026.
(10) Cf. Confess., 1, 11, 17: PL 32, 669.
(11) Cf. Confess., 9, 8, 17-9, 13, 17: PL 32, 771-780.
(12) Cf. Confess., 6, 5, 8: PL 32, 723.
(13)Confess., 3, 4, 8: PL 32, 686; ib., 5, 14, 25: PL 32, 718.
(14) Contra Acad., 2, 2, 5: PL 32, 921.
(15)Confess., 3, 4, 7: PL 32, 685.
(16)Confess., 3, 6, 10: PL 32, 687.
(17)De beata vita, 4: PL 32, 961.
(18)Serm., 51, 5, 6: PL 38, 336.
(19)De utilitate cred., 1, 2: PL 42, 66.
(20)De utilitate cred., 1, 2: PL 42, 66.
(21) Cf. Confess., 5, 3, 3: PL 32, 707.
(22) Cf. Confess., 5, 10, 19; 5, 13, 23; 5, 14, 24: PL 32, 715, 717, 718.
(23)De beata vita, 4: PL 32, 961; cf. Confess., 5, 9, 19; 5, 14, 25; 6, 1, 1: PL 32, 715, 718, 719.
(24) Cf. De utilitate credendi, 8, 20: PL 42, 78-79.
(25)Confess., 6, 11, 18: PL 32, 729.
(26) Cf. Confess., 3, 12, 21: PL 32, 694.
(27) Cf. Contra Acad., 3, 20, 43: PL 32, 957; Confess., 6, 5, 7: PL 32, 722-723.
(28)De ordine,2, 9, 26: PL 32, 1007.
(29) Cf. Confess., 7, 19, 25: PL 32, 746.
(30) Cf. Confess., 6. 5, 7; 6, 11, 19; 7, 7, 11: PL 32, 723, 729, 739.
(31) Cf. Confess.; 7, 7, 11: PL 32. 739.
(32)Confess., 7, 10, 16: PL 32, 742.
(33) Cf. Confess., 7, 1, 1; 7, 7, 11: PL 32, 733, 739.
(34) Cf. Confess., 7, 5, 7: PL 32, 736.
(35)Confess., 7, 13, 19: PL 32, 743.
(36) Cf. Confess., 7, 12, 18: PL 32, 743.
(37) Cf. Confess., 7, 3, 5: PL 32, 735.
(38)Confess., 8, 10, 22: PL 32, 759; cf. ib., 8, 5, 10-11: PL 32, 753-754.
(39) Cf. Confess., 7, 17, 23: PL 32, 744-745.
(40) Cf. Confess., 7, 21, 26: PL 32, 749.
(41)Confess., 7, 21, 27: PL 32, 747.
(42)Contra Acad., 2, 2, 6: PL 32, 922.
(43) Cf. Confess., 7, 21, 27: PL 32, 748.
(44)Confess., 1, 11, 17: PL 32, 669.
(45) Cf. Confess., 6, 11, 18; 8, 7, 17: PL 32, 729, 757.
(46) Cf. Confess., 8, 5, 11-12: PL 32, 754.
(47) Cf. Confess., 6, 12, 21: PL 32, 730.
(48) Cf. Confess., 6, 6, 9: PL 32, 730.
(49) Cf. Confess., 6, 15, 25: PL 32, 732.
(50) Cf. Confess., 8, 1, 2: PL 32, 749.
(51) Cf. Confess., 8, 6, 13-15: PL 32, 755-756.
(52)Confess., 8, 11, 27: PL 32, 761.
(53) Cf. Confess., 8, 7, 16-12, 29: PL 32, 756-762.
(54)Confess., 8, 12, 30: PL 32, 762.
(55) Cf. Confess., 9, 2, 2-4: PL 32, 763.
(56) Cf. Confess., 9, 4, 7-12: PL 32, 766-769.
(57) Cf. Confess., 9, 5, 13: PL 32, 769.
(58)Confess., 9, 6, 14: PL 32, 769.
(59) Cf. Confess., 9, 6, 14: PL 32, 769.
(60) Cf. Confess., 9, 12; 28 S. PL 32, 775 s.
(61) Cf. De mor. Eccl. cath., 1, 33, 70: PL 32, 1340.
(62) Posidio, Vita S. Augustini, 3, 1: PL 32, 36.
(63) Cf. Serm., 355, 2: PL 39, 1569.
(64) Cf. Posidio, Vita S. Augustini, 11, 2: PL 32, 42.
(65) Cf. L. Verheijen, La règle de Saint Augustin, París 1967, I-II.
(66) Confess., 9, 2, 3: PL 32, 764; cf. ib., 10, 6, 8: PL 32, 782.
(67)Tractatus in Io, 26, 5: PL 35, 1609.
(68)De Trin., 1, 5, 8: PL 42, 825.
(69)Contra Acad., 3, 20, 43: PL 32, 957.
(70) Cf. De ordine, 2, 9, 26: PL 32, 1007.
(71) Cf. Serm., 43. 9: PL 38, 258.
(72) Cf. De utilitate credendi: PL 42, 65-92.
(73) Cf. Confess., 6, 4, 6: PL 32, 722; De serm. Domini in monte. 2, 3, 14: PL 34, 1275.
(74) Cf. Ep., 118, 5, 32: PL 33, 447.
(75) Cf. Serm., 51, 5, 6: PL 38, 337.
(76) Cf. De quantitate animae, 7, 12: PL 32, 1041-1042.
(77)De vera relig., 24, 45: PL 34, 1041-1042.
(78)Ep., 120, 2, 8: PL 33, 456.
(79)De praed. sanctorum, 2, 5: PL 44, 962-963.
(80)Contra ep. Man., 4, 5: PL 42, 175.
(81) Cf. p. es. De civ. Dei, 2, 29, 1-2: PL 41, 77-78.
(82)De civ. Dei, 19, 17: PL 41, 645.
(83) Cf. Solil., 1, 2, 7: PL 32, 872.
(84)Confess., 1, 5, 5: PL 32, 663.
(85)Serm., 117, 5: PL 38, 673.
(86)Ep., 120, 3, 13: PL 33, 459.
(87)De Trin., 5, 1, 2: PL 42, 912; cf. Confess., 4, 16, 28: PL 32, 704.
(88)De civ. Dei, 8, 4: PL 41, 228.
(89)De civ. Dei, 8, 10, 2: PL 41, 235.
(90)Confess., 9, 4, 10: PL 32, 768.
(91) Cf. Confess., 1, 4, 4: PL 32, 662.
(92)Ep., 187, 4, 14: PL 33, 837.
(93) Cf. De magistro, 11, 38-14, 46: PL 32, 1215-1220.
(94) Cf. Confess., 13, 9, 10: PL 32, 848-849.
(95)Confess., 3, 6, 11: PL 32, 687-688.
(96)Confess., 10, 27, 38: PL 32, 795.
(97)Confess., 5, 2, 2: PL 32, 707.
(98)Confess., 1, 1, 1: PL 32, 661.
(99)De Trin., 14, 8, 11: PL 42, 1044.
(100)De Trin., 14, 4, 6: PL 42, 1040.
(101)De civ. Dei, 12, 1, 3: PL 41, 349.
(102)De vera relig., 39, 72: PL 34, 154.
(103) Cf. Confess., 13, 9, 10: PL 32, 848-849.
(104) Cf. De bono coniugali, 1, 1: PL 40, 373.
(105)De civ. Dei, 12, 27: PL 41, 376.
(106)Confess., 4, 14, 22: PL 32, 702.
(107)Confess., 4, 4, 9: PL 32, 697.
(108) Constitución pastoral sobre la Iglesia en el mundo contemporáneo, Gaudium et spes, n. 10; cf. nn. 12-18.
(109)De civ. Dei, 12, 27: PL 41, 376.
(110)De Trin., 13, 19, 24: PL 42, 1034.
(111)Ep., 118, 5, 33: PL 33, 448.
(112)De civ. Dei, 11, 10, 1: PL 41, 325.
(113)De Trin., 4, 20, 29: PL 42, 908.
(114) Cf. De Trin., 15, 17, 29: PL 42, 1081.
(115) Cf. De Trin., 15, 27, 50: PL 42, 1097; ib., 1, 5, 8: PL 42, 824-825; 9, 12, 18: PL 42, 970-971.
(116)De Trin., 1, 2, 4: PL 42, 822.
(117) Cf. Confess., 7, 19, 25: PL 32, 746.
(118)De dono persev., 24, 67: PL 45, 1033-1034.
(119)Serm., 186, 1, 1: PL 38, 999.
(120)Serm., 294, 9: PL 38, 1340.
(121)Serm., 293, 7: PL 38, 1332.
(122) Cf. Tractatus in Io, 66, 2: PL 35, 1810-1811.
(123) Cf. Serm., 47, 12-20: PL 38, 308-312.
(124) Cf. Confess., 10, 42, 68: PL 32, 808.
(125)De civ. Dei, 10, 32, 2: PL 41, 315.
(126)De Trin., 4, 13, 17: PL 42, 899.
(127)De Trin., 4, 13, 16: PL 42, 898.
(128)De Trin., 4, 14, 19: PL 42, 901.
(129)De gratia Christi et de pecc. orig. 2, 24 28: PL 44, 398.
(130)Serm., 151, 5: PL 38, 817.
(131)Enarr. in ps., 70, d. 2, 1: PL 36, 891.
(132)De nupt. et concup., 2, 12, 25: PL 44, 450-451.
(133)De pecc. mer. et rem., 1, 26, 39: PL 44, 131.
(134)Tractatus in lo, 21, 8: PL 35, 1568.
(135)Serm., 267, 4: PL 38, 1231.
(136)Serm., 71, 12, 18: PL 38, 454.
(137)Serm., 71, 20, 33: PL 38, 463-464.
(138) Cf. Conc. Vat. II, Constitución dogmática sobre la Iglesia, Lumen gentium, nn. 13-14; 21 etc.
(139) Cf. De civ. Dei, 1, 35; 18, 50: PL 41, 46; 612.
(140) Cf. p. es. De unitate Ecclesiae: PL 43, 391-446.
(141)Ep., 43, 7: PL 33, 163.
(142) Cf. De civ. Dei, 18, 51: PL 41, 613.
(143) Cf. Retract., 2, 18: PL 32, 637.
(144) Cf. Confess., 6, 11, 18: PL 32, 728-729.
(145)De mor. Eccl. cath., 1, 30, 62: PL 32, 1336.
(146) Cf. Confess., 7, 7, 11: PL 32, 739.
(147) Cf. Ep., 48, 2: PL 33, 188.
(148)Serm., 22, 10: PL 38, 154.
(149) Cf. p. es. Psalmus contra partem Donati, epilogus: PL 43, 31-32.
(150) Cf. Tractatus in Io, 6, 15: PL 35, 1432.
(151)De catech. rud., 15, 23: PL 40, 328.
(152) Cf. Serm., 188, 4: PL 38, 1004.
(153) Cf. Confess., 7, 7, 11: PL 32, 739.
(154) Cf. De bapt., 3, 2, 2: PL 43, 139-140.
(155)Contra litt. Petil., 3, 9, 10: PL 43, 353.
(156) Cf. Enarr. in ps., 88, d. 2, 14: PL 37, 1140.
(157)Tractatus in lo, 32, 8: PL 35, 1646.
(158) Cf. Confess., 8, 10, 22; 7, 18, 24: PL 32, 759-745.
(159) Cf. p. es. Confess., 8, 9, 21; 8, 12, 29: PL 32, 758-759; 762.
(160) Cf. De libero arb., 3, 1, 3: PL 32, 1272; De duabus animabus, 10, 14: PL 42, 104-105.
(161) Cf. Confess., 4, 3, 4: PL 32, 694-695.
(162) Cf. De civ. Dei, 5, 8: PL 41, 148.
(163) Cf. De libero arb. 3, 4, 10-11: PL 32, 1276; De civ. Dei, 5, 9, 1-4: PL 41, 148-152.
(164)Ep., 157, 2, 10: PL 33, 677.
(165)Serm., 169, 11, 13: PL 38, 923.
(166) Cf. De gratia et lib. arb.; 2, 2-11, 23: PL 44, 882-895.
(167) Cf. Ep., 214, 6: PL 33, 970.
(168) Cf. De pecc. mer. et rem., 2, 18, 28; PL 44, 124-125.
(169) Cf. De gratia Christi et de pecc. orig., 47, 52: PL 44, 383-384.
(170)Ep., 214, 2: PL 33, 969.
(171)De natura et gratia, 43, 50: PL 44, 271; cf. Conc. Trid., DS.
(172)De natura et gratia, 26, 29: PL 44, 261.
(173) Cf. Ep., 130: PL 33, 494-507.
(174)De dono perserv., 16, 39: PL 45, 1017.
(175)De pecc. mer. et rem., 2, 17, 2: PL 44, 167.
(176)De spiritu et littera, 3, 5: PL 44, 203.
(177)Contra duas epp. Pel., 4, 5, 11: PL 44, 617.
(178)Ep., 105, 2, 10: PL 33, 400.
(179) Cf. De libero arb., 2, 13, 37: PL 32, 1261.
(180)De corrept. et gratia, 12, 33: PL 44, 936.
(181) Cf. Confess., 8, 5, 10; 8, 9, 21: PL 32, 753; 758-759.
(182) Cf. Confess., 9, 4, 10: PL 32, 768.
(183) Cf. De vera relig., 10, 19: PL 34, 131.
(184) Cf. Enarr. in ps., 70, d. 2, 3: PL 36, 893.
(185) Cf. Ep. 187: PL 33, 832-848.
(186)Enarr. in p., 49, 2: PL 36, 565.
(187) Cf. De pecc. mer. et rem., 2, 7, 9: PL 44, 156-157; Serm., 166, 4: PL 38, 909.
(188)Tractatus in lo, 26, 25: PL 35, 1607-1609.
(189)Contra Iulianum, 3, 112: PL 45, 1296.
(190)De gratia Christi et de pecc. orig., 1, 13, 14: PL 44, 368.
(191)Ep. 167, 6, 19: PL 33, 740.
(192)Enarr. in ps., 101, d. 2, 10: PL 37, 1311-1312.
(193) Cf. Confess., lib. 11°: PL 32, 809-826.
(194)Tractatus in lo, 38, 10: PL 35, 1680.
(195)De Gen. ad litt., 11, 15, 20: PL 34, 437.
(196)De civ. Dei, 19, 13: PL 41, 840.
(197)Confess., 9, 13, 37: PL 32, 780.
(198)Contra Iulianum, 6, 15: PL 45, 1535.
(199) Cf. De serm. Domini in monte, 2, 5, 14: PL 34, 1236.
(200)Enarr. in ps., 37, 14: PL 36, 404.
(201)De dono perserv., 22, 60: PL 45, 1029.
(202)Enarr. in ps., 85, 1: PL 37, 1081.
(203) Cf. De quantitate animae, 33, 73-76: PL 32, 1075-1077.
(204) Cf. De natura et gratia, 70, 84: PL 44, 290.
(205) Cf. De serm. Domini in monte, 1, 1, 3-4: PL 34, 1231-1232; De doctr. Christ., 2, 7, 9-11: PL 34, 39-40.
(206) Cf. De serm. Domini in monte, 2, 11, 38: PL 34, 1286.
(207) Cf. De sancta virginitate, 28, 28: PL 40, 411.
(208)De Trin., 8, 7, 10: PL 42, 956.
(209)De catech. rudibus, 4, 8: PL 40, 315.
(210) Cf. De Trin., 14, 10, 13: PL 42, 1047.
(211) Cf. Ep., 137, 5, 17: PL 38, 524.
(212) Cf. De catech. rudibus, 12, 17: PL 40, 323.
(213) Cf. Ep., 137, 5, 17; 138, 2, 15: PL 38, 524; 531-532.
(214) Cf. De natura et gratia, 70, 84: PL 44, 290.
(215) Cf. Tractatus in lo, 87, 1: PL 35, 1852.
(216) Cf. Tractatus in ep. Io, 7, 8; 10, 7: PL 35, 1441; 1470-1471.
(217)Tractatus in lo, 32, 8: PL 35, 1646.
(218) Cf. De bono viduitatis, 21, 26: PL 40, 447.
(219) Cf. De catech. rudibus, 12, 17: PL 40, 323.
(220) Cf. Serm., 169, 18: PL 38, 926; De perf. iust. hom.: PL 44, 291-318.
(221) Cf. Enarr. in ps., 53, 10: PL 36, 666-667.
(222)Tractatus in ep. Io, prol.: PL 35, 1977.
(223) Cf. De civ. Dei, 15, 22: PL 41, 467.
(224)De gratia et lib. arb., 18, 37: PL 44, 903-904.
(225) Cf. De Trin., 12, 15, 25: PL 42, 1012.
(226) Cf. Confess., 9, 10, 24: PL 32, 774.
(227)Confess., 10, 40, 65: PL 32, 807.
(228) Cf. Ep., 48, 1: PL 33, 188.
(229)De civ. Dei, 19, 19: PL 41, 647.
(230)Solil., 1, 1, 5: PL 32, 872.
(231) Cf. Serm., 335, 2: PL 39, 1569.
(232)Ep., 217: PL 33, 978.
(233) Cf. Ep., 91, 10: PL 33, 317-318.
(234)Miscellanea Ag., I, 404.
(235)Miscellanea Ag., I, 568.
(236) Cf. Serm., 17, 2: PL 38, 125.
(237) Cf. Serm., 46, 7, 14: PL 38, 278.
(238) Cf. Ep., 128, 3: PL 33, 489.
(239)Miscellanea Ag., I, 565.
(240) Cf. Ep., 122, 1: PL 33, 470.
(241) Cf. Miscellanea Ag., I, 353; Tractatus in lo, 19, 22: PL 35, 1543-1582.
(242) Cf. De catech. rudibus: PL 40, 309 s.
(243) Cf.Posidio, Vita S. Augustini, 19, 2-5: PL 32, 57.
(244) Cf. Posidio, Vita S. Augustini, 24, 14-25: PL 32, 53-54; Serm., 25. 8: PL 38, 170; Ep., 122, 2: PL 33, 471-472.
(245) Cf. Serm., 335, 2: PL 39, 1569-1570: Ep., 65: PL 33, 234-235.
(246) Cf. Posidio, Vita S. Augustini, 11, 1: PL 32, 42.
(247) Cf. Ep., 211, 1-4: PL 33, 958-965.
(248) Posidio, Vita S. Augustini, 31, 8: PL 32, 64.
(249) Cf. Retract., prol., 2: PL 32, 584.
(250) Cf. Ep., 128, 3: PL 33, 489; De gestis cum Emerito, 7: PL 43, 702-703.
(251) Cf. Post collationem contra Donatistas: PL 43, 651-690.
(252) Cf. Posidio, Vita S. Augustini, 9-14: PL 32, 40-45.
(253) Cf. Posidio, Vita S. Augustini, 12, 1-2: PL 32, 43.
(254) Cf. Posidio, Vita S. Augustini, 24, 11: “ ...in die laborans et in nocte lucubrans”: PL 32, 54.
(255) Cf. Ep., 224, 2: PL 33, 1001-1002.
(256)Ep., 1, 1: PL 33, 61.
(257)De quantitate animae, 14, 24: PL 32, 1049; cf. De vera relig., 10, 20: PL 34, 131.
(258) Cf. De vera relig., 39, 72: PL 34, 154.
(259) Cf. Retract., 1, 8, 2: PL 32, 594: 1, 4, 4: PL 32, 590.
(260) Cf. Ep., 118, 5, 33: PL 33, 448.
(261) Cf. Contra Acad., 3, 20, 43: PL 32, 957.
(262)Ep., 120, 3, 13: PL 33, 458.
(263) Cf. De Trin., 1, 5, 8: PL 42, 825.
(264)Serm., 27, 4: PL 38, 179.
(265) Cf. De doctrina Christ., 2, 40, 60: PL 34, 55; De civ. Dei, 8, 9: PL 41, 233.
(266) Cf. Enarr. in ps., 90, d. 2, 1: PL 37, 1159-1160.
(267) Cf. Ep., 28, 3, 3: PL 33, 112; 82, 1. 3: PL 33, 277.
(268) Cf. Ep., 137, 1, 3: PL 33, 516.
(269)De doctrina Christ., 4, 5, 7: PL 34, 91-92.
(270) Cf. De perf. iust. hom., 17, 38: PL 44, 311-312.
(271) Cf. De baptismo, 4, 24, 31: PL 43, 174-175.
(272) Cf. Contra Iulianum, 6, 6-11: PL 45, 1510-1521.
(273)Contra ep. Man. 5, 6: PL 42, 176: cf. C. Faustum, 28, 2: PL 42, 485-486.
(274)De baptismo, 2, 3, 4: PL 43, 129.
(275)Ep., 105, 16: PL 33, 403.
(276)De civ. Dei, 16, 2, 1: PL 41, 477.
(277)Solil., 1, 2, 7: PL 32, 872.
(278)De civ. Dei, 2, 29, 2: PL 41, 78.
(279) Cf. De diversis quaestionibus, 83. q. 46, 2: PL 40, 29-31.
(280) Cf. De Gen. ad litt., 5, 23, 44-45: 6, 6; 17-6, 12, 20: PL 34, 337-338: 346-347.
(281) Cf. Ep., 189, 6: PL 33, 856.
(282)Ep., 229, 2: PL 33, 1020.
(283) Cf. Confess., 6, 7, 11-12: PL 32, 725; De ordine, 1, 10, 30: PL 32, 991.
(284) Cf. Ep., 26: 118; 243; 266: PL 33, 103-107; 431-449; 1054-1059; 1089-1091.
(285) Cf. Confess., 4, 13, 20: PL 32, 701.
(286) Cf. Confess., 10, 8, 15: PL 32, 785-786.
(287) Cf. Confess., 10, 34, 53: PL 32, 801.
(288) Cf. Ep., 120, 4, 20: PL 33, 462.
(289)Confess., 3, 6, 10: PL 32, 687.
(290)Solil., 1, 1, 3: PL 32, 870.
(291)Confess., 10, 27, 38: PL 32, 795.
(292) Cf. Ep. 120, 4, 20: PL 33, 462.
(293) Cf. De sancta virginitate, 6, 6: PL 40, 339.
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Tomado del sitio de web del vaticano: www.vatican.va