Basílica de San Bartolomé en la isla Tiberina - 07 de abril, 2008
MEMORIA DE LOS TESTIGOS DE LA FE DE LOS SIGLOS XX Y XXI
LITURGIA DE LA PALABRA
HOMILÍA DE SU SANTIDAD BENEDICTO XVI
Basílica de San Bartolomé en la isla Tiberina
Lunes 7 de abril de 2008
Queridos hermanos y hermanas:
Este encuentro en la antigua basílica de San Bartolomé en la isla Tiberina podemos considerarlo como una peregrinación a la memoria de los mártires del siglo XX, innumerables hombres y mujeres, conocidos y desconocidos, que, en el arco del siglo XX derramaron su sangre por el Señor. Una peregrinación guiada por la palabra de Dios, que como lámpara para nuestros pasos, luz en nuestro sendero (cf. Sal 119, 105), alumbra con su luz la vida de todos los creyentes.
Mi amado predecesor Juan Pablo II destinó este templo precisamente para ser lugar de la memoria de los mártires del siglo XX y lo encomendó a la Comunidad de San Egidio, que este año da gracias al Señor por el cuadragésimo aniversario de su fundación.
Saludo con afecto a los señores cardenales y a los obispos que han querido participar en esta liturgia. Saludo al profesor Andrea Riccardi, fundador de la Comunidad de San Egidio, y le agradezco las palabras que me ha dirigido. Saludo al profesor Marco Impagliazzo, presidente de la Comunidad; al consiliario, mons. Matteo Zuppi, así como a mons. Vincenzo Paglia, obispo de Terni-Narni-Amelia.
En este lugar lleno de memorias nos preguntamos: ¿por qué nuestros hermanos mártires no buscaron salvar a toda costa el bien insustituible de la vida? ¿Por qué siguieron sirviendo a la Iglesia, a pesar de graves amenazas e intimidaciones? En esta basílica, donde se conservan las reliquias del apóstol san Bartolomé y donde se veneran los restos mortales de san Adalberto, resuena el elocuente testimonio de todos los que, no sólo durante el siglo XX, sino también desde los inicios de la Iglesia, viviendo el amor, entregaron su vida a Cristo en el martirio.
En el icono colocado sobre el altar mayor, que representa a algunos de estos testigos de la fe, destacan las palabras del Apocalipsis: «Esos son los que vienen de la gran tribulación» (Ap 7, 14). El anciano que pregunta quiénes son y de dónde han venido los que están vestidos con vestiduras blancas, recibe como respuesta que esos son los que «han lavado sus vestiduras y las han blanqueado con la sangre del Cordero» (Ap 7, 14).
Es una respuesta extraña, a primera vista. Pero, en el lenguaje cifrado del vidente de Patmos, contiene una referencia precisa a la blanca llama del amor, que impulsó a Cristo a derramar su sangre por nosotros. En virtud de esa sangre hemos sido purificados. Sostenidos por esa llama, también los mártires derramaron su sangre y se purificaron en el amor: en el amor de Cristo que los hizo capaces de sacrificarse a su vez por amor.
Jesús dijo: «Nadie tiene mayor amor que el que da su vida por sus amigos» (Jn 15, 13). Todo testigo de la fe vive este amor «mayor» y, a ejemplo del divino Maestro, está dispuesto a sacrificar su vida por el reino de Dios. De este modo, llega a ser amigo de Cristo; así se configura con él, aceptando el sacrificio hasta el extremo, sin poner límites al don del amor y al servicio de la fe.
Deteniéndonos ante los seis altares, que recuerdan a los cristianos caídos bajo la violencia totalitaria del comunismo y del nazismo, a los asesinados en América, en Asia y en Oceanía, en España y en México, en África, recorremos idealmente muchas historias dolorosas del siglo pasado. Muchos cayeron mientras cumplían la misión evangelizadora de la Iglesia: su sangre se mezcló con la de los cristianos autóctonos a los que se les había comunicado la fe. Otros, a menudo en situación de minoría, fueron asesinados por odio a la fe. Por último, no pocos se inmolaron por no abandonar a los necesitados, a los pobres, a los fieles que les habían sido encomendados, sin miedo a amenazas y peligros.
Son obispos, sacerdotes, religiosas y religiosos, y fieles laicos. Son muchos. El siervo de Dios Juan Pablo II, en la celebración ecuménica jubilar de los nuevos mártires, que tuvo lugar el 7 de mayo del año 2000 en el Coliseo, dijo que estos hermanos y hermanas nuestros en la fe constituyen un gran cuadro de la humanidad cristiana del siglo XX, un mural de las Bienaventuranzas, vivido hasta el derramamiento de la sangre (cf. Homilía en la conmemoración de los mártires del siglo XX, n. 3: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 12 de mayo de 2000, p. 6). Y solía repetir que el testimonio de Cristo hasta el derramamiento de la sangre habla con voz más fuerte que las divisiones del pasado.
Es verdad. Aparentemente la violencia, los totalitarismos, la persecución y la brutalidad ciega parecen más fuertes, silenciando la voz de los testigos de la fe, que humanamente pueden parecer los derrotados de la historia. Pero Jesús resucitado ilumina su testimonio y así comprendemos el sentido del martirio. A este propósito Tertuliano afirma: «Plures efficimur quoties metimur a vobis: sanguis martyrum semen christianorum», «Nos multiplicamos cada vez que somos segados por vosotros: la sangre de los mártires es semilla de nuevos cristianos» (Apol. 50, 13: CCL 1, 171).
En la derrota, en la humillación de quienes sufren a causa del Evangelio actúa una fuerza que el mundo no conoce: «Cuando soy débil —afirma el apóstol san Pablo—, entonces es cuando soy fuerte» (2 Co 12, 10). Es la fuerza del amor, inerme y victorioso incluso en la derrota aparente. Es la fuerza que desafía y vence a la muerte.
También este siglo XXI se ha iniciado con el signo del martirio. Cuando los cristianos son verdaderamente levadura, luz y sal de la tierra, se convierten como Jesús en objeto de persecuciones; como él son «signo de contradicción». La convivencia fraterna, el amor, la fe, las opciones en favor de los más pequeños y de los pobres, que marcan la existencia de la comunidad cristiana, suscitan a veces una aversión violenta. ¡Cuán útil es entonces contemplar el luminoso testimonio de quienes nos han precedido en el signo de una fidelidad heroica hasta el martirio! En esta antigua basílica, gracias al cuidado de la Comunidad de San Egidio, se conserva y venera la memoria de numerosos testigos de la fe caídos en tiempos recientes.
Queridos amigos de la Comunidad de San Egidio, contemplando a estos héroes de la fe, esforzaos por imitar también vosotros su valentía y perseverancia en el servicio al Evangelio, especialmente entre los pobres. Sed constructores de paz y de reconciliación entre quienes son enemigos o se combaten. Alimentad vuestra fe con la escucha y la meditación de la palabra de Dios, con la oración diaria, con la participación activa en la santa misa. La auténtica amistad con Cristo será la fuente de vuestro amor mutuo. Sostenidos por su Espíritu, podréis contribuir a construir un mundo más fraterno.
Que la Virgen santísima, Reina de los mártires, os sostenga y ayude a ser auténticos testigos de Cristo. Amén.
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