Belén - Plaza del Pesebre, Homilía de Benedicto XVI - 13 mayo 2009
PEREGRINACIÓN
DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A TIERRA SANTA
(8-15 DE MAYO DE 2009)
SANTA MISA
HOMILÍA DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
Plaza del Pesebre - Belén
Miércoles 13 de mayo de 2009
Queridos hermanos y hermanas en Cristo:
Doy gracias a Dios omnipotente por haberme concedido la gracia de venir a Belén, no sólo para venerar el lugar donde nació Cristo, sino también para estar con vosotros, hermanos y hermanas en la fe, en estos Territorios palestinos. Agradezco al patriarca Fouad Twal los sentimientos que ha expresado en vuestro nombre, y saludo con afecto a los hermanos obispos y a todos los sacerdotes, religiosos y fieles laicos que se esfuerzan cada día por confirmar a esta Iglesia local en la fe, en la esperanza y en el amor. Saludo con afecto en especial a los peregrinos provenientes de la martirizada Gaza: os pido que llevéis a vuestras familias y comunidades mi afectuoso abrazo, mis condolencias por las pérdidas, las adversidades y los sufrimientos que han tenido que soportar. Os aseguro mi solidaridad en la inmensa obra de reconstrucción que ahora tenéis que afrontar, y mis oraciones para que se levante pronto el embargo.
"No temáis, pues os anuncio una gran alegría. (...) Os ha nacido hoy, en la ciudad de David, un salvador" (Lc 2, 10-11). El mensaje de la venida de Cristo, que llegó del cielo mediante el anuncio de los ángeles, sigue resonando en esta ciudad, así como en las familias, en los hogares y en las comunidades de todo el mundo. Es una "gran alegría", dijeron los ángeles, "para todo el pueblo". Este mensaje proclama que el Mesías, el Hijo de Dios e hijo de David nació "por vosotros": por ti y por mí, y por todos los hombres y mujeres de todo tiempo y lugar. En el plan de Dios, Belén, "el menor entre los clanes de Judá" (Mi 5, 1) se convirtió en un lugar de gloria imperecedera: el lugar donde, en la plenitud de los tiempos, Dios eligió hacerse hombre, para acabar con el largo reinado del pecado y de la muerte, y para traer vida nueva y abundante a un mundo ya viejo, cansado y oprimido por la desesperación.
Para los hombres y mujeres de todo lugar, Belén está asociada a este alegre mensaje de renacimiento, renovación, luz y libertad. Y, sin embargo, aquí, en medio de nosotros, ¡qué lejos de hacerse realidad parece esa magnífica promesa! ¡Qué distante parece el Reino de amplio dominio y paz, de seguridad, justicia e integridad, que el profeta Isaías anunció, como hemos escuchado en la primera lectura (cf. Is 9, 7) y que proclamamos como definitivamente establecido con la venida de Jesucristo, Mesías y Rey!
Desde el día de su nacimiento, Jesús fue "un signo de contradicción" (Lc 2, 34) y lo sigue siendo también hoy. El Señor de los ejércitos, cuyos "orígenes son antiguos, desde tiempos remotos" (Mi 5, 1), quiso inaugurar su Reino naciendo en esta pequeña ciudad, entrando a nuestro mundo en el silencio y la humildad de una cueva, y yaciendo en un pesebre, como un niño necesitado de todo. Aquí en Belén, en medio de todo tipo de contradicciones, las piedras siguen gritando esta "buena nueva", el mensaje de redención que esta ciudad, por encima de todas las demás, está llamada a proclamar al mundo. Porque aquí, de una manera que supera todas las esperanzas y expectativas humanas, Dios se mostró fiel a sus promesas. En el nacimiento de su Hijo, reveló la venida de un Reino de amor: un amor divino que se abaja para sanarnos y levantarnos; un amor que se revela en la humillación y la debilidad de la cruz, pero que triunfa en la gloriosa resurrección a una nueva vida.
Cristo trajo un Reino que no es de este mundo, pero que es capaz de cambiar este mundo, pues tiene el poder de cambiar los corazones, de iluminar las mentes y de fortalecer las voluntades. Al tomar nuestra carne, con todas sus debilidades, y al transfigurarla con el poder de su Espíritu, Jesús nos llamó a ser testigos de su victoria sobre el pecado y la muerte. El mensaje de Belén nos llama a ser testigos del triunfo del amor de Dios sobre el odio, el egoísmo, el miedo y el rencor que paralizan las relaciones humanas y crean divisiones donde los hermanos deberían convivir en unidad, destrucción donde los hombres deberían construir, desesperación donde la esperanza debería florecer.
"En la esperanza hemos sido salvados", dice el apóstol san Pablo (Rm 8, 24). Sin embargo, afirma con gran realismo que la creación sigue gimiendo con dolores de parto, aunque nosotros, que hemos recibido las primicias del Espíritu, esperamos pacientemente el cumplimiento de nuestra redención (cf. Rm 8, 22-24). En la segunda lectura de hoy, san Pablo saca una lección de la Encarnación que es particularmente aplicable a los sufrimientos que vosotros, a quienes Dios escogió para vivir en Belén, estáis experimentando: "Se ha manifestado la gracia de Dios", nos dice, "que nos enseña a que, renunciando a la impiedad y a las pasiones mundanas, vivamos con sensatez, justicia y piedad en el tiempo presente", mientras aguardamos nuestra bendita esperanza, el Salvador Jesucristo (Tt 2, 11-13).
¿No son estas las virtudes que se exigen a hombres y mujeres que viven en la esperanza? En primer lugar, la conversión constante a Cristo, que no sólo se refleja en nuestras acciones sino también en nuestro modo de razonar: la valentía para abandonar maneras de pensamiento, de acción y de reacción, infructuosas y estériles. Luego, el cultivo de una mentalidad de paz basada en la justicia, en el respeto de los derechos y los deberes de todos, y el compromiso de colaborar para el bien común. Y también la perseverancia, perseverancia en el bien y en el rechazo del mal. Aquí en Belén, a los discípulos de Cristo se les pide una perseverancia especial: perseverancia para testimoniar fielmente la gloria de Dios revelada aquí al nacer su Hijo, la buena nueva de su paz que descendió desde el cielo para morar en la tierra.
"No temáis". Este es el mensaje que el Sucesor de san Pedro quiere dejaros hoy, haciéndose eco del mensaje de los ángeles y de la consigna que el amado Papa Juan Pablo II os dejó el año del gran jubileo del nacimiento de Cristo. Contad con las oraciones y la solidaridad de vuestros hermanos y hermanas de la Iglesia universal, y trabajad con iniciativas concretas para consolidar vuestra presencia y ofrecer nuevas posibilidades a cuantos tienen la tentación de marcharse. Sed un puente de diálogo y colaboración constructiva en la edificación de una cultura de paz que supere la actual situación estancada de miedo, agresión y frustración. Edificad vuestras Iglesias locales haciendo de ellas laboratorios de diálogo, tolerancia y esperanza, así como de solidaridad y de caridad práctica.
Ante todo, sed testigos del poder de la vida, la vida nueva que nos ha dado Cristo resucitado, la vida que puede iluminar y transformar incluso las situaciones humanas más oscuras y desesperadas. Vuestra tierra no sólo necesita nuevas estructuras económicas y comunitarias; lo más importante, podríamos decir, es una nueva infraestructura "espiritual", capaz de galvanizar las energías de todos los hombres y mujeres de buena voluntad al servicio de la educación, del desarrollo y de la promoción del bien común. Vosotros tenéis los recursos humanos para construir la cultura de la paz y del respeto recíproco que garantizarán un futuro mejor para vuestros hijos. Esta es la noble empresa que os espera. ¡No tengáis miedo!
La antigua basílica de la Natividad, que ha experimentado los vientos de la historia y el peso de los siglos, se alza ante nosotros como testigo de la fe que permanece y triunfa sobre el mundo (cf. 1 Jn 5, 4). Ningún visitante de Belén puede dejar de notar que en el curso de los siglos la gran puerta que introduce en la casa de Dios se ha hecho cada vez más pequeña. Recemos hoy para que, por la gracia de Dios y nuestro compromiso, la puerta que introduce en el misterio del Dios que habita entre los hombres, el templo de nuestra comunión en su amor, y la anticipación de un mundo de paz y alegría perennes, se abra cada vez más ampliamente para acoger a todo corazón humano, renovarlo y transformarlo. De este modo, en Belén seguirá resonando el mensaje confiado a los pastores, a nosotros y a toda la humanidad: "¡Gloria a Dios en las alturas y paz en la tierra a los hombres que ama el Señor!". Amén.
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