Ceremonia de Bienvenida - Visita pastoral a Río de Janeiro y Argentina, 11 de junio de 1982
VISITA PASTORAL A RÍO DE JANEIRO Y ARGENTINA
CEREMONIA DE BIENVENIDA
DISCURSO DEL PAPA JUAN PABLO II
Aeropuerto Ezeiza (Buenos Aires)
Viernes 11 de junio de 1982
¡Alabado sea Jesucristo!
El nos vuelve a repetir: Mi paz os doy; no como el mundo la da os la doy yo (Io. 14, 27).
1. Bendito sea el Señor que me hace llegar hasta esta querida tierra argentina.
He querido venir hasta acá, para manifestaros de palabra los sentimientos que os expresaba en la carta personal que, a finales del mes pasado, dirigía a vosotros, queridos hijos e hijas de la nación argentina, en vísperas de mi viaje pastoral a las Iglesias en Inglaterra, Escocia y Gales.
2. Si durante tal visita apostólica que quiso ser y fue de hecho una incesante plegaria en favor de la paz, así como de servicio a la causa del ecumenismo y del Evangelio mi pensamiento y afecto han estado también con vosotros, mi presencia aquí quiere hoy significar la prueba visible de ese amor, en un momento histórico tan doloroso para vosotros como es el actual.
Vengo impulsado por el amor de Cristo y por la solicitud impelente que, como Sucesor del Príncipe de los Apóstolos, debo a la Iglesia una y universal, que se encarna en todos los pueblos, naciones y culturas, para anunciar la salvación en Jesucristo y la comunión de destino que todo hombre tiene bajo un Padre común.
Por ello, aun plena y gozosamente consciente de la condición católica de esta querida nación, en perfecta continuidad con mi precedente viaje apostólico, mi visita quiere estar marcada por el mismo carácter pastoral y eclesial, que la colocan por encima de toda intencionalidad política. Es simplemente un encuentro del padre en la fe con los hijos que sufren; del hermano en Cristo que muestra nuevamente a Este como camino de paz, de reconciliación y esperanza.
3. Mi estadía en tierras argentinas, aun breve por exigencias bien conocidas, será ante todo una súplica con vosotros a Aquel de quien desciende toda paternidad en el cielo y en la tierra, para que llene los ánimos de todos de sentimientos de fraternidad y reconciliación.
En ese espíritu, permitidme que desde este momento invoque la paz de Cristo sobre todas las víctimas, de ambos bandos, del conflicto bélico entre Argentina y Gran Bretaña; que muestre mi afectuosa cercanía a todas las familias que lloran la pérdida de algún ser querido; que solicite de los gobiernos y de la comunidad internacional medidas aptas para evitar daños mayores, sanar las heridas de la guerra y facilitar el restablecimiento de los espacios de una paz justa y durable y la progresiva serenidad en los espíritus.
A Aquella para quien todo hombre sólo tiene un nombre: el de hijo; a la Madre de Cristo y Madre de la Iglesia, a cuyos pies vengo a postrarme en su santuario de Luján, pido que enjugue tantas lágrimas; que aliente a cuantos se doblegan bajo el peso de la prueba; que encienda nuevas energías de bien en campo nacional e internacional, capaces de aliviar los dolores y dificultades actuales, para que se pueda mirar al futuro con esperanzada tranquilidad; que se hagan realidad los deseos de dos pueblos que anhelan la paz.
4. Estos votos son la mejor palabra de saludo cordial que dirijo a cada uno de vosotros, queridos hermanos y hermanas de Argentina, así como a cada familia o grupo social; y en primer lugar a los hermanos en el Episcopado, a los sacerdotes, religiosos, religiosas y seminaristas.
Con particular deferencia deseo dirigir tal palabra de respetuoso saludo al Señor Presidente, que ha tenido la amabilidad de venir a recibirme, interpretando el deseo de todos los hijos de esta nación católica. Le expreso desde ahora, así como a cada argentino, mi más viva gratitud, por la pronta y gozosa aceptación de esta visita, a pesar de las dificultades prácticas que planteaba, a causa del poco tiempo disponible.
Y traspasando las fronteras argentinas, envío mi saludo de paz y cordial estima a cada pueblo y país de América Latina. Esta breve visita me hace recordar de nuevo las dos precedentes hechas a este continente y de las que conservo tan imborrables recuerdos. Con mi saludo expreso la confianza de que, en los actuales momentos en que se atisban en el horizonte problemas e incógnitas frente al futuro, este continente de la esperanza eclesial hallará inspiración y motivaciones solidarias hacia la paz y el progreso a partir de sus comunes raíces cristianas.
5. Pero fiel a mi condición de humilde servidor de la causa de la paz y entendimiento entre los hombres, no puedo menos de extender desde aquí mi mirada también sobre el mundo entero.
El espectáculo triste de perdidas de vidas humanas, en consecuencias sociales que se prolongarán por no poco tiempo en los pueblos que sufren la guerra, me hace pensar con profunda pena en la estela de muerte y desolación que todo conflicto armado provoca siempre.
No estamos ante espectáculos aterradores como los de Hiroshima o Nagasaki; pero cada vez que arriesgamos la vida del hombre, encendemos los mecanismos que conducen hacia esas catástrofes, emprendemos caminos peligrosos, regresivos y antihumanos. Por eso, en este momento la humanidad ha de interrogarse, una vez más, sobre el absurdo y siempre injusto fenómeno de la guerra, en cuyo escenario de muerte y dolor sólo queda en pie la mesa de negociación que podía y debía evitarla.
Quiera Dios que este conflicto que lamentamos, los existentes entre Irán e Irak y en Líbano, además de esos más o menos encubiertos que azotan otras zonas del mundo, sean los últimos ejemplos funestos, la lección válida en la que el mundo aprenda a poner por encima de todo, siempre y en toda circunstancia, el respeto a la sacralidad de la vida; a relegar al olvido el recurso a la guerra, al terrorismo o a métodos de violencia; y a seguir decididamente senderos de entendimiento, de concordia y de paz.
6. Con estos deseos hechos plegaria, a la que invito a unirse a todos vosotros, suplico la protección y consuelo divinos sobre cada persona y familia de la querida nación argentina, ante todo sobre los huérfanos, las víctimas de la guerra, los que sufren por la enfermedad o la incertidumbre acerca del destino de algún ser querido. Sea prenda de mi benevolencia generalizada y de reconciliación de los espíritus la Bendición Apostólica que con gran afecto imparto a todos.