Concelebración eucarística en la ciudad de Pavía - 22 de abril, 2007
VISITA PASTORAL A VIGÉVANO Y PAVÍA
CONCELEBRACIÓN EUCARÍSTICA
HOMILÍA DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
Pavía, domingo 22 de abril de 2007
Queridos hermanos y hermanas:
Ayer por la tarde me encontré con la comunidad diocesana de Vigévano, y el centro de mi visita pastoral fue la concelebración eucarística en la plaza Ducal; hoy tengo la alegría de visitar vuestra diócesis, y también aquí el momento culminante de nuestro encuentro es la santa misa. Saludo con afecto a los hermanos en el episcopado que concelebran conmigo: el cardenal Dionigi Tettamanzi, arzobispo de Milán; el pastor de vuestra diócesis, monseñor Giovanni Giudici; el obispo emérito, monseñor Giovanni Volta; y los demás prelados de Lombardía.
Agradezco la presencia de los representantes del Gobierno y de las administraciones locales. Dirijo mi saludo cordial a los sacerdotes, a los diáconos, a los religiosos y a las religiosas, a los responsables de las asociaciones laicales, a los jóvenes, a los enfermos y a todos los fieles, y extiendo mi saludo a toda la población de esta antigua y noble ciudad y de la diócesis.
En el tiempo pascual la Iglesia nos presenta, domingo tras domingo, algún pasaje de la predicación con que los Apóstoles, en particular san Pedro, después de la Pascua invitaban a Israel a la fe en Jesucristo, el Resucitado, fundando así la Iglesia. En la lectura de hoy, los Apóstoles están ante el Sanedrín, ante la institución que, habiendo declarado a Jesús reo de muerte, no podía tolerar que ese Jesús, mediante la predicación de los Apóstoles, comenzara ahora a actuar nuevamente; no podía tolerar que su fuerza sanadora se manifestara de nuevo y, en torno a este nombre, se reunieran personas que creían en él como el Redentor prometido.
La acusación que se imputa a los Apóstoles es: "Queréis hacer que caiga sobre nosotros la sangre de ese hombre". San Pedro responde a esa acusación con una breve catequesis sobre la esencia de la fe cristiana: "No, no queremos hacer que su sangre caiga sobre vosotros. El efecto de la muerte y resurrección de Jesús es totalmente diverso. Dios lo hizo "jefe y salvador" de todos, también de vosotros, de su pueblo Israel". ¿Y a dónde conduce este "jefe"?, ¿qué trae este "salvador"? Él, dice san Pedro, conduce a la conversión, crea el espacio y la posibilidad de recapacitar, de arrepentirse, de recomenzar. Y da el perdón de los pecados, nos introduce en una correcta relación con Dios y, de este modo, en una correcta relación de cada uno consigo mismo y con los demás.
Esta breve catequesis de Pedro no valía sólo para el Sanedrín. Nos habla a todos, puesto que Jesús, el Resucitado, vive también hoy. Y para todas las generaciones, para todos los hombres, es el "jefe" que precede en el camino, el que muestra el camino, y el "salvador" que justifica nuestra vida. Las dos palabras "conversión" y "perdón de los pecados", correspondientes a los dos títulos de Cristo "jefe" y "salvador", son las palabras clave de la catequesis de san Pedro, palabras que en esta hora quieren llegar también a nuestro corazón. Y ¿qué quieren decir?
El camino que debemos seguir, el camino que Jesús nos indica, se llama "conversión". Pero ¿qué es? ¿Qué es necesario hacer? En toda vida la conversión tiene su forma propia, porque todo hombre es algo nuevo y nadie es una copia de otro. Pero a lo largo de la historia del cristianismo el Señor nos ha mandado modelos de conversión que, si los contemplamos, nos pueden orientar. Por eso podríamos contemplar al mismo san Pedro, a quien el Señor en el Cenáculo le dijo: "Y tú, una vez convertido, confirma a tus hermanos" (Lc 22, 32). Podríamos contemplar a san Pablo como a un gran convertido.
La ciudad de Pavía habla de uno de los más grandes convertidos de la historia de la Iglesia: san Aurelio Agustín. Murió el 28 de agosto del año 430 en la ciudad portuaria de Hipona, en África, entonces rodeada y asediada por los vándalos. Tras gran confusión de una historia agitada, el rey de los longobardos consiguió sus restos mortales para la ciudad de Pavía, de forma que ahora él pertenece de modo particular a esta ciudad, y en ella y desde ella nos habla a todos, a la humanidad entera, pero de manera especial a todos nosotros.
En su libro Las Confesiones, san Agustín ilustró de modo conmovedor el camino de su conversión, que alcanzó su meta con el bautismo que le administró el obispo san Ambrosio en la catedral de Milán. Quien lee Las Confesiones puede compartir el camino que Agustín, en una larga lucha interior, debió recorrer para recibir finalmente, en la noche de Pascua del año 387, en la pila bautismal, el sacramento que marcó el gran cambio de su vida.
Siguiendo atentamente el desarrollo de la vida de san Agustín se puede ver que su conversión no fue un acontecimiento sucedido en un momento determinado, sino un camino. Y se puede ver que este camino no había terminado en la pila bautismal. Como antes del bautismo, también después de él la vida de Agustín siguió siendo, aunque de modo diverso, un camino de conversión, hasta en su última enfermedad, cuando hizo colgar en la pared los salmos penitenciales para tenerlos siempre delante de los ojos; cuando no quiso recibir la Eucaristía, para recorrer una vez más la senda de la penitencia y recibir la salvación de las manos de Cristo como don de la misericordia de Dios. Así, podemos hablar con razón de las "conversiones" de Agustín que, de hecho, fueron una única gran conversión, primero buscando el rostro de Cristo y después caminando con él.
Quisiera hablar brevemente de tres grandes etapas en este camino de conversión, de tres "conversiones". La primera conversión fundamental fue el camino interior hacia el cristianismo, hacia el "sí" de la fe y del bautismo. ¿Cuál fue el aspecto esencial de este camino? Agustín, por una parte, era hijo de su tiempo, condicionado profundamente por las costumbres y las pasiones dominantes en él, así como por todos los interrogantes y problemas de un joven. Vivía como todos los demás y, sin embargo, había en él algo diferente: fue siempre una persona que estaba en búsqueda. No se contentó jamás con la vida como se presentaba y como todos la vivían. La cuestión de la verdad lo atormentaba siempre. Quería encontrar la verdad. Quería saber qué es el hombre; de dónde proviene el mundo; de dónde venimos nosotros mismos, a dónde vamos y cómo podemos encontrar la vida verdadera. Quería encontrar la vida correcta, y no simplemente vivir a ciegas, sin sentido y sin meta. La pasión por la verdad es la verdadera palabra clave de su vida. Realmente, lo guiaba la pasión por la verdad.
Y hay, además, una peculiaridad. No le bastaba lo que no llevaba el nombre de Cristo. Como él mismo nos dice, el amor a este nombre lo había bebido con la leche materna (cf. Las Confesiones III, 4, 8). Y siempre había creído —unas veces vagamente, otras con más claridad— que Dios existe y se interesa por nosotros (cf. Las Confesiones VI, 5, 8). Pero la gran lucha interior de sus años juveniles fue conocer verdaderamente a este Dios y familiarizarse realmente con Jesucristo y llegar a decirle "sí" con todas sus consecuencias.
Nos cuenta que, a través de la filosofía platónica, había aprendido y reconocido que "en el principio estaba el Verbo", el Logos, la razón creadora. Pero la filosofía, que le mostraba que el principio de todo es la razón creadora, no le indicaba ningún camino para alcanzarlo; este Logos permanecía lejano e intangible. Sólo en la fe de la Iglesia encontró después la segunda verdad esencial: el Verbo, el Logos, se hizo carne. Y así nos toca y nosotros lo tocamos. A la humildad de la encarnación de Dios debe corresponder —este es el gran paso— la humildad de nuestra fe, que abandona la soberbia pedante y se inclina, entrando a formar parte de la comunidad del cuerpo de Cristo; que vive con la Iglesia y sólo así entra en comunión concreta, más aún, corpórea, con el Dios vivo. No creo necesario decir cuánto nos atañe todo esto: ser personas que buscan, sin contentarse con lo que todos dicen y hacen. No apartar la mirada del Dios eterno y de Jesucristo. Aprender la humildad de la fe en la Iglesia corpórea de Jesucristo, del Logos encarnado.
La segunda conversión de Agustín nos la describe al final del segundo libro de Las Confesiones con las palabras: "Aterrado por mis pecados, y por la carga de mi miseria, había tratado en mi corazón y pensado huir a la soledad; pero tú me detuviste, y me animaste diciendo que Cristo murió por todos, para que los que viven no vivan ya para sí, sino para Aquel que por ellos murió (2 Co 5, 15)" (Las Confesiones X, 43, 70).
¿Qué había sucedido? Después de su bautismo, Agustín había decidido volver a África, donde había fundado, junto con sus amigos, un pequeño monasterio. Ahora su vida debía dedicarse totalmente a hablar con Dios y a la reflexión y contemplación de la belleza y de la verdad de su Palabra. Así, pasó tres años felices, durante los cuales creía haber llegado a la meta de su vida; en ese período nació una serie de valiosas obras filosófico-teológicas.
En 391, cuatro años después de su bautismo, fue a la ciudad portuaria de Hipona para encontrarse con un amigo, a quien quería conquistar para su monasterio. Pero en la liturgia dominical, en la que participó en la catedral, lo reconocieron. El obispo de la ciudad, un hombre proveniente de Grecia, que no hablaba bien el latín y tenía dificultad para predicar, dijo en su homilía que tenía la intención de elegir a un sacerdote para encomendarle también la tarea de predicación. Inmediatamente la gente aferró a Agustín y a la fuerza lo llevó delante, para que fuera consagrado sacerdote al servicio de la ciudad.
Inmediatamente después de su consagración forzada, Agustín escribió al obispo Valerio: "Me sentí como uno que no sabe manejar el remo y a quien, sin embargo, le asignan el segundo lugar al timón... De ahí surgieron las lágrimas que algunos hermanos me vieron derramar en la ciudad durante mi ordenación" (Epist. 21, 1 s).
El hermoso sueño de vida contemplativa se había esfumado; la vida de Agustín había cambiado fundamentalmente. Ahora ya no podía dedicarse sólo a la meditación en la soledad. Debía vivir con Cristo para todos. Debía traducir sus conocimientos y sus pensamientos sublimes en el pensamiento y en el lenguaje de la gente sencilla de su ciudad. No pudo escribir la gran obra filosófica de toda una vida, con la que había soñado. En su lugar, nos dejó algo más valioso: el Evangelio traducido al lenguaje de la vida diaria y de sus sufrimientos.
Así describe lo que desde entonces constituía su vida diaria: "Corregir a los indisciplinados, confortar a los pusilánimes, sostener a los débiles, confutar a los opositores..., estimular a los negligentes, frenar a los pendencieros, ayudar a los necesitados, liberar a los oprimidos, mostrar aprobación a los buenos, tolerar a los malos y amar a todos" (cf. Serm. 340, 3). "Predicar continuamente, discutir, reprender, edificar, estar a disposición de todos, es una carga enorme, un gran peso, un trabajo inmenso" (Serm. 339, 4).
Esta fue la segunda conversión que este hombre, luchando y sufriendo, debió realizar continuamente: estar allí siempre a disposición de todos, no buscando su propia perfección; siempre, junto con Cristo, dar su vida para que los demás pudieran encontrarlo a él, la verdadera vida.
Hay una tercera etapa decisiva en el camino de conversión de san Agustín. Después de su ordenación sacerdotal, había pedido un período de vacaciones para poder estudiar más a fondo las sagradas Escrituras. Su primer ciclo de homilías, después de esta pausa de reflexión, versó sobre el Sermón de la montaña; en él explicaba el camino de la vida recta, "de la vida perfecta" indicada de modo nuevo por Cristo; la presentaba como una peregrinación al monte santo de la palabra de Dios. En esas homilías se puede percibir aún todo el entusiasmo de la fe recién encontrada y vivida: la firme convicción de que el bautizado, viviendo totalmente según el mensaje de Cristo, puede ser, precisamente, "perfecto", según el Sermón de la montaña.
Unos veinte años después, Agustín escribió un libro titulado Las Retractaciones, en el que analiza de modo crítico las obras que había publicado hasta ese momento, realizando correcciones donde, mientras tanto, había aprendido cosas nuevas. Con respecto al ideal de la perfección, en sus homilías sobre el Sermón de la montaña anota: "Mientras tanto, he comprendido que sólo uno es verdaderamente perfecto y que las palabras del Sermón de la montaña sólo se han realizado en uno solo: en Jesucristo mismo. Toda la Iglesia, en cambio, —todos nosotros, incluidos los Apóstoles—, debemos orar cada día: "Perdona nuestras ofensas como nosotros perdonamos a los que nos ofenden"" (cf. Retract. I, 19, 1-3).
San Agustín había aprendido un último grado de humildad, no sólo la humildad de insertar su gran pensamiento en la fe humilde de la Iglesia, no sólo la humildad de traducir sus grandes conocimientos en la sencillez del anuncio, sino también la humildad de reconocer que él mismo y toda la Iglesia peregrinante necesitaba y necesita continuamente la bondad misericordiosa de un Dios que perdona; y nosotros —añadía— nos asemejamos a Cristo, el único Perfecto, en la medida más grande posible cuando somos como él personas misericordiosas.
En esta hora demos gracias a Dios por la gran luz que irradia la sabiduría y la humildad de san
Agustín, y pidamos al Señor que nos conceda a todos, día a día, la conversión necesaria, y así nos conduzca a la verdadera vida. Amén.
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