Conclusión solemne del mes de María, 31 mayo 2010- Benedicto XVI
CONCLUSIÓN SOLEMNE DEL MES DE MARÍA
PALABRAS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
Gruta de Lourdes de los Jardines Vaticanos
Lunes 31 de mayo de 2010
Queridos hermanos y hermanas:
Con gran alegría me uno a vosotros, al término de este tradicional encuentro de oración, con el que concluye el mes de mayo en el Vaticano. Haciendo referencia a la liturgia de hoy, queremos contemplar a María santísima en el misterio de su Visitación. En la Virgen María que va a visitar a su pariente Isabel reconocemos el ejemplo más límpido y el significado más verdadero de nuestro camino de creyentes y del camino de la Iglesia misma. La Iglesia, por su naturaleza, es misionera, está llamada a anunciar el Evangelio en todas partes y siempre, a transmitir la fe a todo hombre y mujer, y en toda cultura.
«En aquellos días —escribe el evangelista san Lucas— se levantó María y se fue con prontitud a la región montañosa, a una ciudad de Judá» (Lc 1, 39). El viaje de María es un auténtico viaje misionero. Es un viaje que la lleva lejos de casa, la impulsa al mundo, a lugares extraños a sus costumbres diarias; en cierto sentido, la hace llegar hasta confines inalcanzables para ella. Está precisamente aquí, también para todos nosotros, el secreto de nuestra vida de hombres y de cristianos. Nuestra existencia, como personas y como Iglesia, está proyectada hacia fuera de nosotros. Como ya había sucedido con Abraham, se nos pide salir de nosotros mismos, de los lugares de nuestras seguridades, para ir hacia los demás, a lugares y ámbitos distintos. Es el Señor quien nos lo pide: «Recibiréis la fuerza del Espíritu Santo, que vendrá sobre vosotros, y seréis mis testigos… hasta los confines de la tierra» (Hch 1, 8). Y también es el Señor quien, en este camino, nos pone al lado a María como compañera de viaje y madre solícita. Ella nos tranquiliza, porque nos recuerda que su Hijo Jesús está siempre con nosotros, como lo prometió: «Yo estoy con vosotros todos lo días hasta el fin del mundo» (Mt 28, 20).
El evangelista anota que «María permaneció con ella (con su prima Isabel) unos tres meses» (Lc 1, 56). Estas sencillas palabras revelan el objetivo más inmediato del viaje de María. El ángel le había anunciado que Isabel esperaba un hijo y que ya estaba en el sexto mes de embarazo (cf. Lc 1, 36). Pero Isabel era de edad avanzada y la cercanía de María, todavía muy joven, podía serle útil. Por esto María va a su casa y permanece con ella unos tres meses, para ofrecerle la cercanía afectuosa, la ayuda concreta y todas las atenciones cotidianas que necesitaba. Isabel se convierte así en el símbolo de tantas personas ancianas y enfermas, es más, de todas las personas que necesitan ayuda y amor. Y son numerosas también hoy, en nuestras familias, en nuestras comunidades, en nuestras ciudades. Y María —que se había definido «la esclava del Señor» (Lc 1, 38)— se hace esclava de los hombres. Más precisamente, sirve al Señor que encuentra en los hermanos.
Pero la caridad de María no se limita a la ayuda concreta, sino que alcanza su culmen dando a Jesús mismo, «haciendo que lo encuentren». Es de nuevo san Lucas quien lo subraya: «En cuanto oyó Isabel el saludo de María, saltó de gozo el niño en su seno» (Lc 1, 41). Nos encontramos así en el corazón y en el culmen de la misión evangelizadora. Este es el significado más verdadero y el objetivo más genuino de todo camino misionero: dar a los hombres el Evangelio vivo y personal, que es el propio Señor Jesús. Y comunicar y dar a Jesús —como atestigua Isabel— llena el corazón de alegría: «En cuanto llegó a mis oídos la voz de tu saludo, saltó de gozo el niño en mi seno» (Lc 1, 44). Jesús es el verdadero y único tesoro que nosotros tenemos para dar a la humanidad. De él sienten profunda nostalgia los hombres y las mujeres de nuestro tiempo, incluso cuando parecen ignorarlo o rechazarlo. De él tienen gran necesidad la sociedad en que vivimos, Europa y todo el mundo.
A nosotros se nos ha confiado esta extraordinaria responsabilidad. Vivámosla con alegría y con empeño, para que en nuestra civilización reinen realmente la verdad, la justicia, la libertad y el amor, pilares fundamentales e insustituibles de una verdadera convivencia ordenada y pacífica. Vivamos esta responsabilidad permaneciendo asiduos en la escucha de la Palabra de Dios, en la unión fraterna, en la fracción del pan y en las oraciones (cf. Hch 2, 42). Pidamos juntos esta gracia a la Virgen santísima esta noche. A todos os imparto mi bendición.
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