Conferencia internacional sobre la Población
MENSAJE DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
PARA LA CONFERENCIA INTERNACIONAL SOBRE LA POBLACIÓN (MÉXICO, 6-13 DE AGOSTO DE 1984)
Al Señor Don Rafael M. Salas
Secretario general de la Conferencia Internacional
sobre la Población de 1984
1. Me alegra poder recibirle hoy y compartir algunas reflexiones acerca de la próxima Conferencia internacional sobre la Población de 1984, para la que usted ha sido designado Secretario general. Esta Conferencia, que tendrá lugar en México en el mes de agosto 1984, ofrece la oportunidad para un nuevo examen de muchas cuestiones importantes relacionadas con el crecimiento y descenso de la población, a diez años de la Conferencia mundial sobre Población de 1974. La Santa Sede ha seguido atentamente los debates sobre la población a lo largo de estos años, y ha estudiado las consecuencias de los factores demográficos para toda la familia humana. Se puede apreciar de inmediato que la situación de la población en el mundo es muy compleja y que cambia de una región a otra. Detrás de los datos demográficos hay muchas cuestiones relacionadas entre sí, que afectan a la elevación de las condiciones de vida de los hombres, a fin de que puedan vivir, con dignidad, justicia y paz, de manera que puedan ejercer el derecho recibido de Dios de formar una familia, traer al mundo y educar a sus hijos, y puedan realizar así su destino eterno que es la unión con el Dios del amor que los ha creado. Por eso la Iglesia juzga de manera positiva los esfuerzos por mejorar los sistemas de educación y de sanidad, reconociendo el papel de las personas ancianas, favoreciendo una participación más activa de las personas en los procesos de desarrollo y en la construcción de un nuevo orden económico global fundado sobre la justicia y la equidad.
2. La Iglesia reconoce que corresponde a los gobiernos y a la comunidad internacional estudiar y afrontar de manera responsable los problemas demográficos en el contexto y en vista del bien común de cada nación y de toda la humanidad (cf. Populorum progressio, 37). Pero una política demográfica no debe considerar a las personas como simples números, ni únicamente según criterios económicos, ni tampoco partiendo de cualquier tipo de prejuicios. Debe respetar y promover la dignidad y los derechos fundamentales de la persona humana y de la familia.
La dignidad de la persona humana —de cada persona en particular—, su unicidad y su capacidad de contribuir al bienestar de la sociedad, son de primaria importancia para la Iglesia cuando aborda deberes sobre población. Porque la Iglesia cree que la dignidad humana está fundada sobre el hecho de que Dios ha creado a cada persona, que hemos sido redimidos por Cristo y que, según el plan de Dios, gozaremos con Él de una felicidad eterna. La Iglesia debe ser siempre signo y salvaguardia del carácter trascendental de la persona humana (cf. Gaudium et spes, 76), devolviendo la esperanza a cuantos de otro modo desesperarían de poder mejorar su suerte actual. Esta convicción de la Iglesia es compartida por otros, está en armonía con los deseos más secretos del corazón humano y responde a las aspiraciones más profundas de la persona humana. La dignidad de la persona es por ello un valor de importancia universal defendido por hombres de diversos ambientes religiosos, culturales y nacionales. Esta insistencia sobre el valor de la persona requiere respeto hacia la vida humana, que es siempre un don maravilloso de la bondad de Dios. Contra el pesimismo y el egoísmo que arrojan su sombra sobre el mundo, la Iglesia se alza en favor de la vida y llama a esfuerzos cada vez mayores para corregir situaciones que ponen en peligro o reducen el valor y la debida calidad de la vida humana. A este respecto quiero recordar las palabras de mi Exhortación Apostólica Familiaris consortio, que refleja el consenso del Sínodo de los obispos de 1980 sobre la familia en el mundo contemporáneo.
«La Iglesia está llamada a manifestar nuevamente a todos, con un convencimiento más claro y firme, su voluntad de promover con todo medio y defender contra toda insidia la vida humana, en cualquier condición o fase de desarrollo en que se encuentre.
»Por eso la Iglesia condena, como ofensa grave a la dignidad humana y a la justicia, todas aquellas actividades de los gobiernos o de otras autoridades públicas, que tratan de limitar de cualquier modo la libertad de los esposos en la decisión sobre los hijos. Por consiguiente, hay que condenar totalmente y rechazar con energía cualquier violencia ejercida por las autoridades en favor del anticoncepcionismo e incluso de la esterilización y del aborto procurado. Al mismo tiempo, hay que rechazar como gravemente injusto el hecho de que, en las relaciones internacionales, la ayuda económica concedida para la promoción de los pueblos esté condicionada a programas de anticoncepcionismo, esterilización y aborto procurado« (n. 30).
Las experiencias v tendencias de los años recientes muestran claramente los efectos profundos y negativos de los programas de contracepción. Estos programas han incrementado la permisividad sexual y han promovido una conducta irresponsable, con graves consecuencias especialmente para la educación de los jóvenes y para la dignidad de la mujer. La verdadera noción de “paternidad responsable” y de “planificación familiar” ha sido violada con la distribución de anticonceptivos a los adolescentes. Además, con frecuencia se ha pasado de programas de contracepción a la práctica de la esterilización y aborto, financiados por gobiernos y organizaciones internacionales.
3. La Iglesia subraya la importancia de la familia, que es “el elemento natural y fundamental de la sociedad”, y tiene derecho a la protección de la sociedad y del Estado” (cf. Declaración Universal de los Derechos Humanos, 16, 3). A petición del Sínodo internacional de los Obispos, la Santa Sede misma ha publicado la Carta de los Derechos de la Familia en la que “insta a los Estados, Organizaciones Internacionales y a todas las Instituciones y personas interesadas, para que promuevan el respeto de estos derechos y aseguren su efectivo reconocimiento y observancia” (preámbulo). En este documento, la familia es reconocida como “una comunidad de amor y de solidaridad, insustituible para la enseñanza y transmisión de los valores culturales, éticos, sociales, espirituales y religiosos, esenciales para el desarrollo y bienestar de sus propios miembros y de la sociedad” (preámbulo E). La familia es en verdad una comunidad de personas unidas por el amor, por el mutuo interés, por los compromisos tomados en vista del pasado y del futuro. Mientras los miembros primarios de la familia son los esposos y sus hijos, es importante mantener la conciencia de la familia como una comunidad donde se encuentran juntas diversas generaciones, y cuya fuerza es ofrecer un lugar donde hallan su identidad y seguridad los familiares y quienes son semejantes a ellos.
La familia tiene un papel único e irreemplazable para transmitir el don de la vida y asegurar el mejor ámbito para la educación de los hijos y su inserción en la sociedad. Es primordialmente en la familia donde el niño es acogido y amado desde el momento de su concepción y a lo largo de su crecimiento y de su desarrollo. La inseguridad ante el futuro no debería disminuir nuestra alegría y esperanza en los niños. Ahora más que nunca, debemos reafirmar nuestra confianza en el valor del niño, y en las aportaciones que los niños de hoy pueden ofrecer a toda la familia humana. Como ya dije ante la Asamblea general de las Naciones Unidas: “Deseo, pues, en presencia de los representantes de tantas naciones del globo aquí reunidos expresar el gozo que para cada uno de nosotros constituyen los niños, primavera de la vida, anticipo de la historia futura de cada una de las patrias terrestres actuales. Ningún país del mundo, ningún sistema político puede pensar en el propio futuro de modo diverso, si no es a través de la imagen de estas nuevas generaciones que tomarán de sus padres el múltiple patrimonio de los valores, de los deberes, de las aspiraciones de la nación a la que pertenecen, junto con la de toda la familia humana. La solicitud por el niño, incluso antes de su nacimiento, desde el primer momento de su concepción y, a continuación, en los años de la infancia y de la juventud es la verificación primera y fundamental de la relación del hombre con el hombre” (2 octubre, 1979, n. 21).
4. Sin embargo, todos sabemos que, para los esposos, la decisión de tener hijos y educarlos no es siempre fácil, y a menudo comporta sacrificios. La Iglesia es consciente de ello con realismo, y su enseñanza sobre la paternidad responsable se dirige a las parejas casadas —las cuales solamente tienen derecho a la procreación— para ayudarles a tomar una decisión libre, consciente y mutua sobre el espaciamiento de los nacimientos y la extensión de la familia. Tal decisión debe estar inspirada por una reflexión generosa —iluminada por la oración— sobre su cooperación con Dios en la obra de la creación y sobre sus responsabilidades respecto a ellos mismos, sus hijos, la familia y la sociedad. Conviene que su decisión se apoye sobre la base de métodos moralmente aceptables de espaciamiento o limitación de nacimientos, sobre lo que la Iglesia tiene el derecho y el deber de hablar. Por otra parte, la función de los gobiernos y de las organizaciones internacionales es la de ayudar a las parejas casadas, creando un orden socio-económico que favorezca la vida de la familia, el nacimiento y la educación de los hijos, y proporcionando una información adecuada sobre la situación demográfica, a fin de que las parejas puedan valorar convenientemente sus deberes y capacidades.
5. Conviene prestar atención particular al papel de la mujer en la sociedad moderna. Es importante mejorar la condición de la mujer. A este respecto no deberíamos infravalorar las aportaciones que las mujeres llevan al hogar por su papel único para cuidar al niño y guiarlo en las primeras fases de su educación. Esta aportación propia de las mujeres es a menudo ignorada o despreciada en beneficio de consideraciones económicas o de posibilidades de empleo, y muchas veces también con la intención de disminuir el número de hijos. Convendría hacer esfuerzos perseverantes para asegurar la plena integración de las mujeres en la sociedad, reconociendo debidamente la importancia de su función social como madres. Esto debería incluir el cuidado de la salud de la madre y del hijo, suficientes vacaciones por maternidad y complementos de subsidios familiares.
La Iglesia es también consciente de las iniciativas tomadas en favor de las personas ancianas con la colaboración del Fondo de las Naciones Unidas para actividades en materia de población. El número de personas ancianas aumenta en la mayor parte de los países. Sus necesidades son olvidadas a menudo, así como su aportación a la vida social. Ellas ofrecen su experiencia, su cordura y su paciencia especial para la solución de los problemas humanos, por lo cual ellas pueden y deberían ser miembros activos de la sociedad contemporánea.
6. Se presta mucha atención a la relación entre población y desarrollo. Se reconoce ampliamente que la política demográfica es solamente una parte de la estrategia global del desarrollo. Una vez más, la Iglesia insiste en que las necesidades de las familias deben tener una consideración primordial en las estrategias del desarrollo, en que las familias deben ser animadas a asumir sus responsabilidades en la transformación de la sociedad y a participar activamente en el proceso de desarrollo. Sin embargo, el desarrollo mismo debería ser algo más que la búsqueda de ventajas materiales; debería concebirse en función de una visión más amplia que respete y satisfaga las necesidades espirituales así como las materiales de cada persona y de toda la sociedad. En una palabra, las estrategias del desarrollo deben basarse en un justo orden socio-económico mundial orientado hacia una repartición equitativa de los bienes creados, hacia una gestión respetuosa del ambiente y de los recursos naturales, y hacia un sentido de responsabilidad moral y de cooperación entre las naciones, que aseguren a todos la paz, la seguridad y la estabilidad económica. Y sobre todo, el desarrollo no debe concebirse solamente en términos de control de la población; por lo cual los gobiernos y las organizaciones internacionales no deberían hacer depender la ayuda al desarrollo de la realización de objetivos de planificación de la familia.
Hoy, Señor Secretario general, desearía dirigirle una llamada, y por medio suyo invitar también a todos los participantes en la Conferencia internacional sobre la Población de 1984, a abordar los problemas demográficos con una confianza renovada en la persona humana y en la fuerza propia de sus valores morales y espirituales para contribuir a la solución verdadera de los problemas humanos de nuestro tiempo. Que Dios le ayude a realizar esta importante tarea.
Vaticano, 7 de junio de 1984
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