Consagración del nuevo altar de la catedral de Albano - 21 de septiembre, 2008
MISA DE CONSAGRACIÓN DEL NUEVO ALTAR DE LA CATEDRAL DE ALBANO
HOMILÍA DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
Domingo 21 de septiembre de 2008
Queridos hermanos y hermanas:
La celebración de hoy es muy rica en símbolos y la Palabra de Dios que se ha proclamado nos ayuda a comprender el significado y el valor de lo que estamos realizando. En la primera lectura hemos escuchado el relato de la purificación del Templo y de la dedicación del nuevo altar de los holocaustos por obra de Judas Macabeo en el año 164 antes de Cristo, tres años después de que el Templo fuera profanado por Antíoco Epifanes (cf. 1 M 4, 52-59). En recuerdo de aquel acontecimiento se instituyó la fiesta de la Dedicación, que duraba ocho días. Esa fiesta, unida inicialmente al Templo a donde el pueblo iba en procesión para ofrecer sacrificios, también se engalanaba con la iluminación de las casas y sobrevivió, bajo esta forma, después de la destrucción de Jerusalén.
El autor sagrado subraya con razón la alegría y la felicidad que caracterizaron aquel acontecimiento. Pero, queridos hermanos y hermanas, ¡cuánto más grande debe ser nuestra alegría al saber que sobre el altar que nos disponemos a consagrar se ofrecerá cada día el sacrificio de Cristo; sobre este altar él seguirá inmolándose, en el sacramento de la Eucaristía, por nuestra salvación y por la de todo el mundo! En el misterio eucarístico, que se renueva en todos los altares, Jesús se hace realmente presente. Su presencia es dinámica; nos abraza para hacernos suyos, para configurarnos con él; nos atrae con la fuerza de su amor, haciéndonos salir de nosotros mismos para unirnos a él, haciéndonos uno con él.
La presencia real de Cristo hace de cada uno de nosotros su "casa", y todos juntos formamos su Iglesia, el edificio espiritual del que habla san Pedro. "Acercándoos a él, piedra viva desechada por los hombres, pero elegida, preciosa ante Dios —escribe el Apóstol—, también vosotros, cual piedras vivas, entrad en la construcción de un edificio espiritual, para un sacerdocio santo, para ofrecer sacrificios espirituales, aceptos a Dios por mediación de Jesucristo" (1 P 2, 4-5). Casi desarrollando esta hermosa metáfora, san Agustín observa que, mediante la fe, los hombres son como tablas y piedras tomadas de bosques y montes para la construcción; mediante el bautismo, la catequesis y la predicación, son tallados, labrados y escuadrados; pero sólo se convierten en casa de Dios cuando se unen unos a otros mediante la caridad. Cuando los creyentes se unen entre sí dentro de un cierto orden, yuxtaponiéndose y combinándose estrechamente en la caridad, entonces se convierten de verdad en casa de Dios, y no hay peligro de que se desplome (cf. Serm. 336).
Por tanto, el amor de Cristo, la caridad "que no acaba nunca" (1 Co 13, 8), es la energía espiritual que une a todos los que participan en el mismo sacrificio y se alimentan del único Pan partido para la salvación del mundo. En efecto, ¿es posible comulgar con el Señor si no comulgamos entre nosotros? Así pues, no podemos presentarnos ante el altar de Dios divididos, separados unos de otros. Este altar, sobre el que dentro de poco se renovará el sacrificio del Señor, ha de ser para vosotros, queridos hermanos y hermanas, una invitación constante al amor; debéis acercaros siempre a él con el corazón dispuesto a acoger el amor y a difundirlo, a recibir el perdón y a concederlo.
A este propósito, el relato evangélico que acaba de proclamarse (cf. Mt 5, 23-24) nos ofrece una importante lección de vida. Es un llamamiento, breve pero apremiante, a la reconciliación fraterna, reconciliación indispensable para presentar dignamente la ofrenda ante el altar; una exhortación que retoma la enseñanza ya bien presente en la predicación profética. En efecto, también los profetas denunciaban con vigor la inutilidad de los actos de culto realizados sin las correspondientes disposiciones morales, especialmente en las relaciones con el prójimo (cf. Is 1, 10-20; Am 5, 21-27; Mi 6, 6-8). Por tanto, cada vez que os acerquéis al altar para la celebración eucarística, debéis abrir vuestro corazón al perdón y a la reconciliación fraterna, dispuestos a aceptar las excusas de quienes os han herido; dispuestos, por vuestra parte, a perdonar.
En la liturgia romana el sacerdote, una vez realizada la ofrenda del pan y del vino, inclinado hacia el altar reza en voz baja: "Acepta, Señor, nuestro corazón contrito y nuestro espíritu humilde; que este sea hoy nuestro sacrificio y que sea agradable en tu presencia". Así, se prepara para entrar, con toda la asamblea de los fieles, en el corazón del misterio eucarístico, en el corazón de la liturgia celestial a la que hace referencia la segunda lectura, tomada del Apocalipsis. San Juan presenta a un ángel que ofrece "muchos perfumes para unirlos a las oraciones de todos los santos sobre el altar de oro colocado delante del trono" (Ap 8, 3).
En cierto modo, el altar del sacrificio se convierte en el punto de encuentro entre el cielo y la tierra; el centro —podríamos decir— de la única Iglesia que es celestial y al mismo tiempo peregrina en la tierra, donde, en medio de las persecuciones del mundo y los consuelos de Dios, los discípulos del Señor anuncian su pasión y su muerte hasta que vuelva en la gloria (cf. Lumen gentium, 8). Más aún, cada celebración eucarística anticipa ya la victoria de Cristo sobre el pecado y sobre el mundo, y muestra en el misterio el esplendor de la Iglesia, "esposa inmaculada del Cordero inmaculado, esposa a la que Cristo amó y se entregó por ella para santificarla" (ib., n. 6).
El rito que nos disponemos a llevar a cabo en esta catedral, que hoy admiramos en su renovada belleza y que con razón queréis hacer cada vez más bella y acogedora, suscita en nosotros estas reflexiones. Este compromiso os implica a todos y exige, en primer lugar, que toda la comunidad diocesana crezca en la caridad y en la entrega apostólica y misionera. En concreto, se trata de testimoniar con la vida vuestra fe en Cristo y la confianza total que depositáis en él. También se trata de cultivar la comunión eclesial, que es ante todo un don, una gracia, fruto del amor libre y gratuito de Dios, es decir, algo divinamente eficaz, siempre presente y operante en la historia, más allá de toda apariencia contraria. Pero la comunión eclesial es también una tarea confiada a la responsabilidad de cada uno. Que el Señor os conceda vivir una comunión cada vez más convencida y activa, en colaboración y con corresponsabilidad en todos los niveles: entre presbíteros, consagrados y laicos, entre las diversas comunidades cristianas de vuestro territorio y entre las diferentes asociaciones laicales.
Saludo ahora cordialmente a vuestro obispo, monseñor Marcello Semeraro, al que agradezco la invitación y las amables palabras de bienvenida con las que ha querido acogerme en nombre de todos vosotros. También deseo expresarle mis cordiales felicitaciones por el décimo aniversario de su consagración episcopal. Dirijo un saludo especial al cardenal Angelo Sodano, decano del Colegio cardenalicio, titular de esta diócesis suburbicaria, que hoy se une a nuestra alegría. Saludo a los demás prelados presentes, a los sacerdotes, a las personas consagradas, a los jóvenes y a los ancianos, a las familias, a los niños y a los enfermos, abrazando con afecto a todos los fieles de la comunidad diocesana espiritualmente aquí reunida. Un saludo a las autoridades que nos honran con su presencia y, en primer lugar, al señor alcalde de Albano, al que también agradezco las amables palabras que me ha dirigido al inicio de la santa misa. Sobre todos invoco la protección celestial de san Pancracio, titular de esta catedral, y del apóstol san Mateo, cuya memoria celebra hoy la liturgia.
En particular, invoco la intercesión materna de la santísima Virgen María. Que en esta jornada, que corona los esfuerzos, los sacrificios y el empeño que habéis puesto para dotar a la catedral de un renovado espacio litúrgico, con intervenciones oportunas que han afectado a la cátedra episcopal, al ambón y al altar, la Virgen os obtenga poder escribir en nuestro tiempo otra página de santidad diaria y popular, que se añada a las que han marcado la vida de la Iglesia de Albano a lo largo de los siglos.
Ciertamente, como ha recordado vuestro pastor, no faltan dificultades, desafíos y problemas, pero también son grandes las esperanzas y las oportunidades para anunciar y testimoniar el amor de Dios. Que el Espíritu del Señor resucitado, que es el Espíritu de Pentecostés, os abra a sus horizontes de esperanza y alimente en vosotros el impulso misionero hacia los vastos horizontes de la nueva evangelización. Oremos por esta intención, prosiguiendo nuestra celebración eucarística.
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