Discurso al Embajador de Colombia, 12 de diciembre de 1980
DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
A HUGO ESCOBAR SIERRA, EMBAJADOR DE COLOMBIA
ANTE LA SANTA SEDE
12 de diciembre de 1980
Señor Embajador,
Al recibir hoy las Cartas que lo acreditan como Embajador Extraordinario y Plenipotenciario de Colombia ante la Santa Sede, me es sumamente grato dar a Vuestra Excelencia mi más cordial bienvenida.
Quiero ante todo desearle, en este día, continuo acierto en el feliz cumplimiento de las responsabilidades que conlleva el desempeño de su alta misión. Sabe muy bien Vuestra Excelencia que es una misión singular, cuyo prestigio y credibilidad no están ceñidos, como pudiera ocurrir de hecho con otros mandatos de índole similar, a la consecución de meros objetivos ventajosos en áreas del poder temporal.
Su presencia aquí reviste un significado particular y es portadora de un caudal de valores que fluyen de manantiales muy distintos de ese ámbito temporal: es decir, de saber y sentir cómo entre su País y la Iglesia - a la que preside en la caridad esta Sede Apostólica - ha habido y sigue habiendo una colaboración efectiva, de encuentro común, que tiene como centro a la persona humana y encarnada por la actuación de los principios cristianos al servicio de la misma.
Ha sido para mí un verdadero placer oír las palabras, recién pronunciadas por Vuestra Excelencia, que han venido a cerciorarme de algo que, dentro de mí, era ya un convencimiento: que la Iglesia no sólo ha estado cerca del pueblo colombiano en su acontecer histórico, sino que ha calado hondamente en su alma con el mensaje de salvación por el amor, dando así vida y configuración propia al espíritu nacional. No creo pues arriesgado afirmar que quien no entienda este hecho real - o lo que sería peor, tratase de desfigurarlo - renunciaría ya de antemano a conocer el sustrato profundo, la base cultural de más arraigo, la cristiana, capaz de dar expresión a las aspiraciones más genuinas de las gentes de Colombia.
Esto quiere decir también que, mirando al futuro, no se puede orillar, mucho menos congelar, esa savia espiritual y moral, injertada por la Iglesia mediante su labor evangelizadora. Podrán modificarse sistemas; habrá que emprender reformas e iniciativas adecuadas para suprimir diferencias y superar desequilibrios que pueden turbar la conciencia de la justicia, la solidaridad fraterna, o la deseada convivencia ordenada y pacífica.
Pero, si se busca de veras una progresiva madurez integral de la persona, habrá que tener siempre presente el alma, la personalidad interior de un pueblo, que se ha ido realizando históricamente como tal, a medida que se han consolidado contemporáneamente su cultura y su identidad cristianas. He ahí precisamente un dato fijo que, con su constancia par a una gran clarividencia que les hace honor, supieron mantener y corroborar los Próceres colombianos. A fuer de nocivo, sería por tanto superficial la sola pretensión de querer mezclar esa base fundamental con otras formas de interpretar y valorar la existencia humana o que se apoyen en ideologías extrañas, incompatibles con la profesión auténtica de la fe o la práctica de la moral cristiana.
Diciendo esto, he querido poner de manifiesto no sólo el afecto, sino también las grandes esperanzas que tengo puestas en Colombia, de manera especial en los hijos de la Iglesia. Afecto y esperanzas que se corresponden a su vez con una no menor solicitud para que la Iglesia, fiel siempre a su misión, siga prodigándose en esa su dimensión animadora del hombre y de la sociedad. Son sentimientos que he podido comprobar afortunadamente en mis encuentros con los hermanos en el Episcopado, y también con el Señor Presidente de la República, Doctor Julio César Turbay Ayala, de cuya visita conservo un excelente recuerdo y al que envío desde aquí mi respetuoso saludo.
Señor Embajador: Reiterándole mis mejores votos por el éxito de la misión que comienza hoy, deseo asimismo asegurarle mis plegarias por Vuestra Excelencia, su familia y toda la amadísima Nación colombiana.