Discurso al Embajador de la República de Venezuela

Autor: Juan Pablo II

 

DISCURSO DEL PAPA JUAN PABLO II
A LUCIANO NOGUERA MORA
EMBAJADOR DE LA REPÚBLICA DE VENEZUELA 
ANTE LA SANTA SEDE

27 de octubre de 1980

Señor Embajador,

Al recibir las cartas que lo acreditan como Embajador Extraordinario y Plenipotenciario de la República de Venezuela ante la Santa Sede, me es muy grato dar a Vuestra Excelencia mi más cordial bienvenida.

Asume en el día de hoy, al iniciar la misión que le ha confiado el Gobierno de su País, la noble tarea de representar a un querido pueblo, el venezolano, de cuyo afecto y religiosa adhesión a esta Sede Apostólica y al Sucesor de Pedro he tenido ya numerosos y confortables testimonios a los que deseo corresponder desde aquí con gratitud y afecto sinceros.

Este sentir común de los venezolanos - de sus laboriosas gentes del campo y de la industria, de las pequeñas poblaciones y de las ciudades - es reflejo, sin duda alguna, de una probada raigambre de fe y costumbres cristianas, que prendidas y cultivadas bajo la guía constante y experimentada de la Iglesia, han contribuido a dar a Venezuela una configuración propia, de avanzada madurez humana y espiritual, no sólo en el ánimo de los individuos, sino también en el amplio tejido de la sociedad.

Sé muy bien que su País es una comunidad nacional próspera y pacífica, deseosa de conseguir metas más altas y más extensas, accesibles a todos, tanto en el plano del bienestar material, como en el campo de la convivencia - dicho con palabras de Vuestra Excelencia - “participativa y solidaria”.

Esto supone, naturalmente, un propósito firme de coordinar de manera clara y consistente toda la gama de servicios y responsabilidades, conforme a un proyecto inequívoco que ponga de relieve la prioridad de la persona humana, cuya dignidad sacra, la misma en todos y para todos, le hace acreedora a todos los bienes y a toda clase de asistencia adecuada a su promoción integral. En este sentido es altamente esperanzador comprobar cómo en Venezuela, al igual que en el seno de toda la comunidad humana, se va adquiriendo mayor conciencia de tal prioridad, como lo demuestra la voluntad expresa de respetar y defender los llamados derechos humanos fundamentales; bien sabido que el derecho inalienable a la vida desde sus comienzos; el derecho al propio sustento mediante un trabajo congruamente retribuido; el derecho a la educación y a la cultura, fuente natural de tantas marginaciones, etcétera, no son de ningún modo bienes catalogables entre los bienes de consumo, sino patrimonio propio de la dignidad personal.

Si me he permitido enumerar someramente alguno de estos valores que, por sí solos y más aún en conjunto, ennoblecen la existencia humana, es por su intrínseca conexión con una institución, básica para la sociedad y para la Iglesia tan entrañable que le dedica sus mejores desvelos: la familia. Bien sea la vida - desde su primer palpitar hasta su final -, bien sea el trabajo y el sustento, la educación y la cultura tienen manifiestas repercusiones en el hogar, donde se hace palpable su falta dolorosa o su fructuosa vigencia.

Para quien vea en el hombre una “imagen y semejanza de Dios” será fácilmente inteligible que la Iglesia tenga una peculiar preferencia por el ámbito familiar que es también hogar del espíritu y escuela de principios morales, capaces de redimir y orientar con esperanza segura.

Señor Embajador: En esta singular circunstancia, formulo mis mejores votos para que la Nación venezolana mantenga y promueva siempre estos valores esenciales, derivados de un auténtico humanismo y de la inspiración cristiana, a fin de que consolide cada vez más las bases de un integral bienestar y progreso, en la paz y la justicia. A estos votos uno los mejores deseos para el Señor Presidente de Venezuela, para Vuestra Excelencia, la nueva misión que hoy inicia, su familia, sus conciudadanos y Autoridades del País, sobre todos los cuales invoco la constante protección del Altísimo.