Discurso al nuevo Embajador de España
DISCURSO DE JUAN PABLO II A
JOSÉ JOAQUÍN PUIG DE LA BELLACASA Y URDAMPILLETA
EMBAJADOR DE ESPAÑA ANTE LA SANTA SEDE
29 de noviembre de 1980
Señor Embajador,
Con sumo placer recibo en este acto las Cartas Credenciales que le acreditan como Embajador Extraordinario y Plenipotenciario de España cerca de la Santa Sede en sustitución del llorado y recordado Embajador Don Angel Sanz Briz. Lo deseo que la alta misión que hoy inicia tenga un desarrollo feliz y que su permanencia junto al Centro de la Iglesia sea muy fecunda y agradable.
Quiero en primer lugar agradecer a Vuestra Excelencia los deferentes sentimientos que me ha manifestado en nombre de Su Majestad el Rey de España, a los que gustosamente correspondo con la expresión de mi distinguida estima y respeto para su Persona y los demás miembros de la Familia Real.
Viene Vuestra Excelencia como representante de un País, España, al que esta Sede Apostólica ha mirado siempre con profundo afecto y con corazón reconocido por las particulares benemerencias a las que, en el decurso de su historia, se ha hecho acreedora ante la Iglesia. En efecto, basta ojear el mapa del mundo para percatarse de que, gracias a la labor llevada a cabo por España, la obra evangelizadora ha echado sólidas raíces en amplias zonas de América, en el Extremo Oriente y en otras partes. Sin contar los millares de misioneros españoles que se han esparcido por doquier, y siguen haciéndolo todavía, en servicio a la fe y a la causa de la elevación del ser humano. Gracias a ese esfuerzo evangelizador, una parte muy conspicua de la Iglesia católica llama hoy Padre a Dios en español.
Pero si esa proyección hacia fuera ha sido posible, es porque la fe había calado en la entraña íntima de un pueblo. Testimonios bien elocuentes de ello pueden descubrirse en la literatura, en la legislación, en el arte, en la liturgia, en los monumentos religiosos que pueblan toda la geografía hispana. Y particularmente en la vida de sus gentes, en todo su acervo histórico-religioso y en las grandes figuras de eximios hijos de la Iglesia, algunos de los cuales acaba de evocar Vuestra Excelencia, y que tanto han dado a la Iglesia.
Ese gran patrimonio de una Nación, al que gozosamente rindo homenaje en la persona de Vuestra Excelencia, sé que no pertenece sólo al pasado, sino que se prolonga y revive en la actualidad vivencial de la gran mayoría de los españoles.
Dentro del pluralismo al que la sociedad presente ha ido abriéndose y dentro del respeto debido a las legítimas opciones ajenas, los católicos españoles habrán de sacar inspiración de esos profundos valores cristianos y humanos que han guiado su pasado, para plasmar ahora una nueva sociedad de siempre mayor progreso cívico y económico, de mayor solidaridad, justicia y respeto mutuo, sin menoscabo de la solidez de una fe cada vez más consciente y vivida, en el ámbito privado y público, o de la orientación práctica según las exigencias del humanismo cristiano.
En ese espíritu podrá lograrse una armónica superación de pasadas tensiones históricas, sin abandonar principios que han configurado el alma de un pueblo y sus expresiones vitales.
Tengo la confianza de que los valores esenciales del pueblo español y su vigorosa espiritualidad no quedarán debilitados en esta nueva fase de su historia, creando condiciones cada vez más aptas para que cada persona desarrolle toda la extensión de su vocación propia; para que la familia no deje de consolidarse en su cohesión y estabilidad internas y para que la sociedad entera pueda corroborarse idealmente en la búsqueda de nuevos horizontes.
La Iglesia en España está dispuesta a seguir colaborando, en fidelidad a su misión propia y dentro del ámbito de su competencia específica, al logro de metas que dignifiquen más a las personas y salvaguarden sus deberes morales y espirituales. Está pronta a cooperar, sobre todo en la elevación moral de los ciudadanos, también con sus propias instituciones en los campos educativo y asistencial, confiando a la vez en que disfrutará siempre del justo margen de libertad y apoyo que merece su servicio al bien común.
La Santa Sede, por su parte, reafirma el espíritu de concordia y sana colaboración que la han animado a estipular los recientes Acuerdos con el Gobierno español, a fin de que las relaciones mutuas estén siempre presididas por ese espíritu, dentro del respeto debido a la recíproca independencia y a la observancia de las normas suscritas.
Señor Embajador: Termino asegurándole toda mi ayuda y benevolencia en el desempeño de su noble misión. A la vez le deseo toda suerte de venturas para su persona y su familia. Formulo asimismo los más cordiales votos para su País, a fin de que disfrute de un clima de cristiano bienestar y que, superando el lamentable fenómeno del terrorismo que tantas vidas humanas está cobrando, puedan sus ciudadanos vivir en la paz, la justicia y la concordia. Con estos deseos, pido al Altísimo que bendiga a las Autoridades e hijos todos de la querida España.