Discurso ante la Mariensäule en la plaza de María de Munich
VIAJE APOSTÓLICO DE SU SANTIDAD BENEDICTO XVI
A MUNICH, ALTÖTTING Y RATISBONA
(9-14 DE SEPTIEMBRE DE 2006)
SALUDO DEL SANTO PADRE
ANTE LA MARIENSÄULE - COLUMNA DE MARÍA
Marienplatz, Munich
Sábado 9 de septiembre de 2006
Señora cancillera y señor ministro presidente;
queridos señores cardenales;
queridos hermanos en el episcopado y en el sacerdocio;
ilustres señores; amables señoras;
queridos hermanos y hermanas:
Para mí es motivo de particular emoción encontrarme de nuevo en esta bellísima plaza a los pies de la Mariensäule, lugar que, como se ha dicho, en otras dos ocasiones ya ha sido testigo de cambios decisivos en mi vida. Aquí, como se ha mencionado, hace treinta años los fieles me acogieron con gran cordialidad y yo puse en manos de la Virgen el camino que debía recorrer, pues el paso de la cátedra universitaria al servicio de arzobispo de Munich y Freising era un salto enorme, y sólo con esa protección y con el amor perceptible de los habitantes de Munich y de Baviera podía atreverme a asumir ese ministerio sucediendo al cardenal Döpfner.
Después, en 1982, de nuevo me despedí aquí; estuvo presente en esa ocasión el arzobispo de la Congregación para la doctrina de la fe, Hamer, que después sería cardenal, y dijo: "Los habitantes de Munich son como los napolitanos, quieren tocar al arzobispo y lo aman". Le sorprendió ver aquí, en Munich, tanta cordialidad; pudo conocer el corazón bávaro en este lugar, en el que yo, una vez más, me encomendé a la Virgen.
Le agradezco, ilustre y querido señor ministro presidente, las cordiales palabras de bienvenida que me ha dirigido en nombre del Gobierno y del pueblo bávaro. También doy gracias de todo corazón al señor cardenal Friedrich Wetter, mi querido sucesor como pastor de la archidiócesis de Munich y Freising, por las afectuosas palabras con las que me ha saludado. Saludo a la señora cancillera, doctora Angela Merkel, y a todas las personalidades políticas, civiles y militares que han querido participar en este encuentro de bienvenida y oración.
Deseo dirigir un saludo particular a los sacerdotes, en especial a aquellos con los que, como sacerdote y como obispo, pude colaborar en mi diócesis de origen, Munich y Freising. Y quiero saludaros con gran cordialidad y gratitud a todos vosotros, queridos compatriotas reunidos en esta plaza. Os agradezco vuestra cordial acogida bávara y, como ya hice en el aeropuerto, doy las gracias a todos los que han colaborado en la preparación de la visita y que ahora se esmeran para que todo se desarrolle tan bien.
Permitidme evocar en esta ocasión un pensamiento que, en mis breves memorias, desarrollé en el contexto de mi nombramiento como arzobispo de Munich y Freising. Tenía que llegar a ser sucesor de san Corbiniano y así fue. Desde mi infancia me ha fascinado su leyenda, según la cual un oso habría despedazado al caballo del santo durante su viaje por los Alpes. Corbiniano lo reprendió duramente y, como castigo, lo cargó con todo su equipaje para que lo llevase hasta Roma. Así, el oso, cargado con el fardo del santo, tuvo que caminar hasta Roma y sólo allí Corbiniano lo dejó en libertad.
Cuando, en 1977, me encontré ante la difícil opción de aceptar o rechazar el nombramiento de arzobispo de Munich y Freising, que me sacaría de mi acostumbrada actividad universitaria llevándome hacia nuevas tareas y nuevas responsabilidades, reflexioné mucho. Entonces me acordé de este oso y de la interpretación de los versículos 22 y 23 del salmo 73 que desarrolló san Agustín, en una situación muy parecida a la mía, en el contexto de su ordenación sacerdotal y episcopal, y que después expresaría en sus sermones sobre los Salmos.
En este salmo, el salmista se pregunta por qué con frecuencia les va bien a los impíos de este mundo y por qué, en cambio, les va tan mal a muchas personas buenas. Entonces, el salmista dice: era un tonto cuando pensaba así; estaba ante ti como un asno, pero después entré en el santuario y comprendí que precisamente en mis dificultades estaba muy cerca de ti y que tú estabas siempre conmigo.
San Agustín, con amor, retomó con frecuencia este Salmo y, viendo en la expresión "estaba ante ti como un asno" (iumentum en latín) una referencia al animal de tiro que entonces se utilizaba en el norte de África para arar la tierra, se reconoció a sí mismo en este "iumentum" como animal de tiro de Dios, se vio como alguien que está bajo el peso de su cargo, la "sarcina episcopalis". Había escogido la vida del hombre dedicado al estudio y, como dice después, Dios lo había llamado a ser un "animal de tiro", un buen buey que tira del arado en el campo de Dios, que realiza el trabajo duro que se le encomienda. Pero luego reconoce: del mismo modo que el animal de tiro está muy cerca del campesino, al trabajar bajo su guía, así también yo estoy muy cerca de Dios, pues de este modo le sirvo directamente para la edificación de su reino, para la construcción de la Iglesia.
Con el telón de fondo de este pensamiento del obispo de Hipona, el oso de san Corbiniano me sigue estimulando siempre a realizar mi servicio con alegría y confianza hace treinta años y también ahora en mi nuevo encargo, pronunciando día tras día mi "sí" a Dios: Me he convertido para ti como en un animal de tiro, pero así "yo estoy siempre contigo" (Sal 73, 23). El oso de san Corbiniano, en Roma, quedó en libertad. En mi caso, el "Amo" ha dispuesto de otro modo. Por tanto, me encuentro de nuevo al pie de la Mariensäule para implorar la intercesión y la bendición de la Madre de Dios, no sólo para la ciudad de Munich y para la amada Baviera, sino para la Iglesia universal y para todos los hombres de buena voluntad.
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