Discurso en la Casa Alivio del Sufrimiento, 21 junio 2009 -Benedicto XVI
VISITA PASTORAL A SAN GIOVANNI ROTONDO
ENCUENTRO CON LOS ENFERMOS,
EL PERSONAL MÉDICO Y LOS DIRECTIVOS DEL HOSPITAL
DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
Ingreso de la Casa Alivio del Sufrimiento
Domingo 21 de junio de 2009
Queridos hermanos y hermanas;
queridos enfermos:
En mi visita a San Giovanni Rotondo no podía menos de venir a la Casa Alivio del Sufrimiento, ideada y querida por san Pío de Pietrelcina como "lugar de oración y de ciencia donde el género humano se encuentre en Cristo crucificado como una sola grey con un solo pastor". Precisamente por eso quiso encomendarla al apoyo material y sobre todo espiritual de los Grupos de oración, que aquí tienen el centro de su misión al servicio de la Iglesia.
El padre Pío quería que en este hospital bien equipado se pudiera comprobar que el esfuerzo de la ciencia por curar al enfermo nunca debe ir separado de una confianza filial en Dios, infinitamente compasivo y misericordioso. Al inaugurarla, el 5 de mayo de 1956, la definió "criatura de la Providencia" y hablaba de esta institución como de "una semilla sembrada por Dios en la tierra, que él calentará con los rayos de su amor".
Así pues, he venido a vosotros para dar gracias a Dios por el bien que, desde hace más de cincuenta años, fieles a las directrices de un humilde fraile capuchino, hacéis en esta "Casa Alivio del Sufrimiento", con resultados reconocidos en el ámbito científico y médico. Lamentablemente, no me es posible, como desearía, visitar cada pabellón y saludar uno por uno a los enfermos y a las personas que los cuidan. Sin embargo, quiero dirigir a cada uno —enfermos, médicos, familiares, agentes sanitarios y agentes de pastoral— una palabra de consuelo paternal y de aliento a proseguir juntos esta obra evangélica para alivio de las personas que sufren, valorando todos los recursos para el bien humano y espiritual de los enfermos y de sus familiares.
Con estos sentimientos, os saludo cordialmente a todos, comenzando por vosotros, hermanos y hermanas probados por la enfermedad. Saludo a los médicos, a los enfermeros y al personal sanitario y administrativo. Os saludo a vosotros, venerados padres capuchinos que, como capellanes, proseguís el apostolado de vuestro santo hermano. Saludo a los prelados y, en primer lugar, al arzobispo Domenico Umberto D'Ambrosio, que ha sido pastor de esta diócesis y ahora ha sido llamado a guiar la comunidad archidiocesana de Lecce; le agradezco las palabras que me ha dirigido en vuestro nombre. Saludo asimismo al director general del hospital, doctor Domenico Crupi, y al representante de los enfermos, y les agradezco las amables y cordiales palabras que me acaban de dirigir, permitiéndome conocer mejor lo que aquí se realiza y el espíritu con que lo realizáis.
Cada vez que se entra en un hospital, el pensamiento va naturalmente al misterio de la enfermedad y del dolor, a la esperanza de curación y al valor inestimable de la salud, de la que a menudo sólo nos damos cuenta cuando falta. En los hospitales se constata el gran valor de nuestra existencia, pero también su fragilidad. Siguiendo el ejemplo de Jesús, que recorría toda la Galilea "curando toda enfermedad y toda dolencia en el pueblo" (Mt 4, 23), la Iglesia, desde sus inicios, impulsada por el Espíritu Santo, ha considerado como un deber y un privilegio el estar al lado de quienes sufren, prestando atención preferencial a los enfermos.
La enfermedad, que se manifiesta de muchas formas y ataca de diversas maneras, suscita preguntas inquietantes: ¿Por qué sufrimos? ¿Se puede considerar positiva la experiencia del dolor? ¿Quién nos puede librar del sufrimiento y de la muerte? Interrogantes existenciales, que en la mayoría de los casos quedan humanamente sin respuesta, dado que sufrir constituye un enigma inescrutable para la razón.
El sufrimiento forma parte del misterio mismo de la persona humana. Lo puse de relieve en la encíclica Spe salvi, afirmando que "se deriva, por una parte, de nuestra finitud y, por otra, de la gran cantidad de culpas acumuladas a lo largo de la historia, y que crece de modo incesante también en el presente". Y añadí: "Ciertamente, conviene hacer todo lo posible para disminuir el sufrimiento (...), pero extirparlo del mundo por completo no está en nuestras manos, simplemente porque (...) ninguno de nosotros es capaz de eliminar el poder del mal (...), fuente continua de sufrimiento" (n. 36).
El único que puede eliminar el poder del mal es Dios. Precisamente por el hecho de que Jesucristo vino al mundo para revelarnos el designio divino de nuestra salvación, la fe nos ayuda a penetrar el sentido de todo lo humano y, por consiguiente, también del sufrir. Así pues, existe una íntima relación entre la cruz de Jesús —símbolo del dolor supremo y precio de nuestra verdadera libertad— y nuestro dolor, que se transforma y se sublima cuando se vive con la conciencia de la cercanía y de la solidaridad de Dios.
El padre Pío había intuido esa profunda verdad y, en el primer aniversario de la inauguración de esta Obra, dijo que en ella "el que sufre debe vivir el amor de Dios por medio de la sabia aceptación de sus dolores, meditando serenamente que está destinado a él" (Discurso del 5 de mayo de 1957). También afirmó que en la Casa Alivio del Sufrimiento "enfermos, médicos y sacerdotes serán reservas de amor, que cuanto más abundante sea en uno, tanto más se comunicará a los demás" (ib.).
Ser "reservas de amor": esta es, queridos hermanos y hermanas, la misión que esta tarde nuestro santo os recuerda a vosotros, que con diferentes funciones formáis la gran familia de esta Casa Alivio del Sufrimiento. Que el Señor os ayude a realizar el proyecto puesto en marcha por el padre Pío con la aportación de todos: médicos e investigadores científicos, agentes sanitarios y colaboradores de las diversas oficinas, voluntarios y bienhechores, frailes capuchinos y demás sacerdotes. Sin olvidar los Grupos de oración que, "vinculados a la Casa Alivio, son las vanguardias de esta ciudadela de la caridad, viveros de fe, hogueras de amor" (Discurso del padre Pío, 5 de mayo de 1966).
Sobre todos y cada uno invoco la intercesión del padre Pío y la protección maternal de María, Salud de los enfermos. Gracias, una vez más, por vuestra acogida; y, a la vez que aseguro mi oración por cada uno de vosotros, de corazón os bendigo a todos.
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