Encuentro Ecuménico, Jerusalén, 15 mayo 2009, Benedicto XVI
PEREGRINACIÓN
DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A TIERRA SANTA
(8-15 DE MAYO DE 2009)
ENCUENTRO ECUMÉNICO
DISCURSO DE SU SANTIDAD BENEDICTO XVI
Sala del Trono de la Sede del Patriarcado Greco-Ortodoxo, Jerusalén
Viernes 15 de mayo de 2009
Queridos hermanos y hermanas en Cristo:
Con profunda gratitud y alegría realizo esta visita al Patriarcado greco-ortodoxo de Jerusalén, un momento que anhelaba desde hace mucho tiempo. Agradezco a Su Beatitud el Patriarca Teófilo iii sus amables palabras de saludo fraterno, a las que correspondo con afecto. Os expreso a todos mi viva gratitud por haberme brindado esta oportunidad de encontrarme una vez más con los numerosos líderes de Iglesias y comunidades eclesiales presentes.
Esta mañana mi pensamiento va a los históricos encuentros que tuvieron lugar aquí, en Jerusalén, entre mi predecesor el Papa Pablo VI y el Patriarca ecuménico Atenágoras I, y entre el Papa Juan Pablo II y Su Beatitud el Patriarca Diodoros. Estos encuentros, incluyendo esta visita mía, son de gran significado simbólico. Recuerdan que la luz de Oriente (cf. Is 60, 1; Ap 21, 10) ha iluminado el mundo entero desde el momento mismo en que un "sol que surge" vino a visitarnos (Lc 1, 78) y nos recuerdan también que desde aquí el Evangelio se predicó a todas las naciones.
Estando en este santo lugar, al lado de la Iglesia del Santo Sepulcro, que es el sitio donde nuestro Señor crucificado resucitó de entre los muertos por la humanidad entera, y cerca del Cenáculo, donde el día de Pentecostés "se encontraban todos juntos en el mismo lugar" (Hch 2, 1), ¿cómo no sentirnos impulsados a poner toda nuestra buena voluntad, nuestra sana doctrina y nuestro deseo espiritual en nuestro compromiso ecuménico? Elevo mi oración para que este encuentro dé nuevo impulso a los trabajos de la Comisión mixta internacional para el diálogo teológico entre la Iglesia católica y las Iglesias ortodoxas, añadiéndose a los recientes frutos de documentos de estudio y otras iniciativas conjuntas.
Una alegría particular para nuestras Iglesias fue la participación del Patriarca ecuménico de Constantinopla, Su Santidad Bartolomé I, en el reciente Sínodo de los obispos en Roma dedicado al tema: "La Palabra de Dios en la vida y en la misión de la Iglesia". La cordial acogida que recibió y su conmovedora intervención fueron expresiones sinceras de la profunda alegría espiritual que brota de la constatación de la amplitud con que la comunión está ya presente entre nuestras Iglesias. Esa experiencia ecuménica testimonia claramente el vínculo entre la unidad de la Iglesia y su misión.
Al extender sus brazos en la cruz, Jesús reveló la plenitud de su deseo de atraer a todos a sí, reuniéndolos en uno (cf. Jn 12, 32). Derramando su Espíritu sobre nosotros, reveló su poder de capacitarnos para participar en su misión de reconciliación (cf. Jn 19, 30; 20, 22-23). En ese soplo, mediante la redención que une, está nuestra misión. Por eso, no debe sorprender que sea precisamente en nuestro ardiente deseo de llevar a Cristo a los demás, de dar a conocer su mensaje de reconciliación (cf. 2 Co 5, 19), como experimentamos la vergüenza de nuestra división. Sin embargo, enviados al mundo (cf. Jn 20, 21), robustecidos con la fuerza unificadora del Espíritu Santo (cf. Jn 20, 22), anunciando la reconciliación que lleva a todos a creer que Jesús es el Hijo de Dios (cf. Jn 20, 31), debemos encontrar la fuerza para redoblar nuestros esfuerzos a fin de perfeccionar nuestra comunión, hacerla completa, y dar un testimonio común del amor del Padre, que envía a su Hijo para que el mundo conozca el amor que nos tiene (cf. Jn 17, 23).
Hace cerca de dos mil años, por estos mismos caminos, un grupo de griegos pidió a Felipe: "Señor, queremos ver a Jesús" (Jn 12, 21). Es una petición que se nos hace a nosotros hoy de nuevo, aquí en Jerusalén, en Tierra Santa, en esta región y en todo el mundo. ¿Cómo debemos responder? ¿Nuestra respuesta es escuchada? San Pablo nos advierte de la importancia de nuestra respuesta, de nuestra misión de enseñar y predicar. Dice: "La fe viene de la predicación, y la predicación, por la Palabra de Cristo" (Rm 10, 17). Por eso, es urgente que los líderes cristianos y sus comunidades den un fuerte testimonio de lo que proclama nuestra fe: la Palabra eterna, que entró en el espacio y en el tiempo en esta tierra, Jesús de Nazaret, que caminó por estos caminos, llama mediante sus palabras y sus actos a personas de toda edad a su vida de verdad y de amor.
Queridos amigos, a la vez que os aliento a proclamar con alegría al Señor resucitado, deseo reconocer la labor que han realizado con este fin los líderes de las comunidades cristianas, que se reúnen regularmente en esta ciudad. Me parece que el mayor servicio que pueden prestar los cristianos de Jerusalén a sus propios ciudadanos es criar y educar a una nueva generación de cristianos bien formados y comprometidos, que tengan un deseo ardiente de contribuir generosamente a la vida religiosa y civil de esta ciudad única y santa.
La prioridad fundamental de todo líder cristiano es alimentar la fe de las personas y de las familias encomendadas a su solicitud pastoral. Esta preocupación pastoral común hará que vuestros encuentros regulares estén marcados por la sabiduría y la caridad fraterna necesarias para sosteneros mutuamente y para afrontar tanto las alegrías como las dificultades particulares que marcan la vida de vuestro pueblo.
Pido a Dios que se comprenda que las aspiraciones de los cristianos de Jerusalén están en sintonía con las aspiraciones de todos sus habitantes, cualquiera que sea su religión: una vida de libertad religiosa y convivencia pacífica y —en particular para las generaciones jóvenes— libre acceso a la educación y al empleo, la perspectiva de una vivienda conveniente y de una residencia familiar, y la posibilidad de beneficiarse de una situación de estabilidad económica y de contribuir a ella.
Beatitud, le agradezco una vez más su amabilidad al haberme invitado aquí, juntamente con los demás huéspedes. Sobre cada uno de vosotros y sobre las comunidades que representáis invoco la abundancia de las bendiciones divinas de fortaleza y sabiduría. Que a todos os conforte la esperanza de Cristo, que no defrauda.
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