Familia salvatoriana
DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
A LA FAMILIA SALVATORIANA
Viernes 19 de marzo de 1999
Querido padre Hoffman;
queridos sacerdotes, hermanos y hermanas salvatorianos;
queridos amigos en Cristo:
Me alegra reunirme con vosotros, miembros de la Sociedad del Divino Salvador, y agradezco al padre Hoffman sus amables palabras de bienvenida. En el amor del Redentor, os saludo a todos: «Gracia y paz, de parte de Dios, nuestro Padre, y del Señor Jesucristo» (Rm 1,7).
Hoy hacemos una breve pausa en nuestro itinerario cuaresmal, porque celebramos la solemnidad de san José, esposo de la santísima Virgen María y patrono de la Iglesia universal. Reflexionar en su actitud de solicitud y protección amorosa para con María y el niño Jesús me brinda una especie de marco para mi visita de esta tarde. De hecho, esos mismos sentimientos albergaba vuestro fundador, el padre Francisco María de la Cruz Jordán, ante cuya tumba acabo de orar: sentía una gran devoción por la Madre de nuestro Señor y un gran celo por Cristo y su Iglesia. Precisamente esa devoción y ese celo impulsaron al padre Jordán, al volver a Roma de un viaje a Tierra Santa, a emitir sus votos religiosos con otros dos sacerdotes y a tomar el nombre de Francisco María de la Cruz. Así nació la Sociedad del Divino Salvador, que desde entonces se ha desarrollado, llevando la obra, rebosante de gracia, de su apostolado a todos los continentes.
Ahora os corresponde a vosotros, queridos hermanos y hermanas, continuar la obra del padre Jordán, que consiste en dar a conocer a Cristo como el Salvador del mundo. Sí, en el umbral del tercer milenio cristiano, los hombres y mujeres de nuestro tiempo necesitan más que nunca de este conocimiento, de esta verdad que los hará libres (cf. Jn 8, 32): «Esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y al que tú has enviado, Jesucristo» (Jn 17, 3). Con el testimonio de vuestro compromiso y el ejemplo de vuestra generosidad y vuestro amor ilimitados, como los que dieron san José y vuestro fundador, el mundo será cada vez más libre de la esclavitud del pecado y de la muerte, el Evangelio se proclamará con mayor entusiasmo y fuerza, la fe aumentará y la Iglesia misma crecerá en santidad y gracia. Éstos son los frutos seguros de una vida gastada para que los demás tengan fe y esperanza.
Por eso, como conviene particularmente en este día dedicado al recuerdo del padre putativo de nuestro Señor, invoco sobre todos los salvatorianos la protección de san José. A través de su poderosa intercesión, pido a Dios que sigáis dando un testimonio elocuente y fiel del carisma del padre Francisco María de la Cruz; que sintáis un intenso amor a Cristo y a su Iglesia y una gran devoción a nuestra santísima Madre; y que vuestra vida de servicio desinteresado, especialmente en medio de los jóvenes y en las misiones, inspire a otros a abrazar la fe cada vez más plenamente, para que puedan «oír la palabra de Dios y guardarla» (cf. Lc 11, 28; Mt 1, 24).
Que las abundantes bendiciones de Dios todopoderoso estén siempre con vosotros.