Franciscanas Hospitalarias 24 julio 2001

Autor: Juan Pablo II

 

CARTA DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
A LAS FRANCISCANAS HOSPITALARIAS
DE LA INMACULADA CONCEPCIÓN

   

Reverenda madre
MARÍA ISILDA DE FREITAS
Superiora general de las Franciscanas
Hospitalarias de la Inmaculada Concepción

Hace ciento veinticinco años, el beato Papa Pío IX concedía a esa congregación la aprobación pontificia, a través del rescripto Sanctissimus Dominus, del 27 de marzo de 1876. Esta efeméride me brinda la oportunidad de expresar mi profunda gratitud por la espléndida huella evangélica que la familia religiosa de la madre María Clara del Niño Jesús ha sabido dejar durante estos años con su multiforme actividad caritativa. ¡No ha defraudado la confianza que le otorgó mi venerado y santo predecesor!

En la segunda mitad del siglo XIX, los vientos de la historia eran contrarios y borrascosos, con el naufragio de un sinfín de esperanzas, y el buen Dios escogía salvavidas entre los náufragos, como es el caso de la madre María Clara. Nació en 1843; recibió en el bautismo el nombre de Libânia do Carmo; vivió sus primeros años rodeada de afecto en un hogar feliz y noble en todos los sentidos, pero una epidemia le arrebató a su madre a los siete años, y a su padre a los trece. Al quedar huérfana, fue acogida con otros niños en el "Asilo de la ayuda", donde pudo admirar y gozar de la solicitud materna de las Hijas de la Caridad de San Vicente de Paúl, que procuraban proseguir el crecimiento de esos niños desamparados; pero una persecución religiosa expulsó a las Hermanas de Portugal, y Libânia vio cómo se desmoronaba el "techo familiar" que la resguardaba.

Fue acogida entonces en la residencia de una familia amiga. Allí fue testigo del fausto y de las alegrías de la vida mundana, que le parecían tan ruidosas como vacías; y, en el vacío que dejaban, oyó cada vez más fuerte el eco de ciertas llamadas secretas que resonaban en su corazón. Después de vencer varias oposiciones, cuando tenía más o menos 25 años dejó el palacio y se dedicó al servicio de Dios en el "Pensionado de San Patricio", que había nacido del corazón apostólico del padre Raimundo dos Anjos Bierão con la doble finalidad de contribuir a la educación de la juventud y remediar la penuria de medios en el convento adyacente de las Capuchinas de Nuestra Señora de la Concepción. Estas habían nacido en 1710 como Hermanas Terciarias Seculares de San Francisco de Asís; hacían voto de confesar, en público y en privado, la Inmaculada Concepción de la santísima Madre de Dios. Libânia fue acogida en la comunidad con el nombre de María Clara del Niño Jesús.

Dado que la persecución impedía la profesión religiosa en Portugal, María Clara, junto con otras dos hermanas, fue enviada a Francia para hacer el noviciado en la casa que la Orden Terciaria Regular de San Francisco de Asís tenía en Calais. "Habiendo examinado y conocido las grandes obras de caridad" que se realizaban allí, la hermana María Clara y sus compañeras, al regresar a Portugal, "adoptaron con la mayor perfección posible la misma Regla, las mismas costumbres y el mismo hábito":  así dice la petición de aprobación presentada por la fundadora a la Santa Sede, que la acogió favorablemente, concediendo a las Hermanas Hospitalarias de Portugal "los mismos privilegios espirituales de que legítimamente goza dicha congregación francesa" (Rescripto pontificio).

A los ojos de las leyes portugueses, que entonces sufrían de miopía, la nueva institución era solamente una "asociación de beneficencia" como muchas otras; pero, a los ojos del Padre celestial, era "la presencia amorosa y salvadora de Cristo, (...) una prolongación de su humanidad" (Vita consecrata, 76), porque "las personas que siguen a Cristo en la vía de los consejos evangélicos desean, también hoy, ir allá donde Cristo fue y hacer lo que él hizo" (ib., 75). ¿Y qué hizo Jesús?:  "Vino a buscar y salvar lo que estaba perdido" (Lc 19, 10) y lo hizo a costa de su vida. Este designio eterno, que abraza a las generaciones humanas sucesivas, es visible en el carisma de la hospitalidad ofrecida a los pobres y a los abandonados:  vidas truncadas que anhelan la vida.

Hay una página bíblica, del tiempo de los patriarcas, que puede leerse como parábola de la misión de las Hermanas Hospitalarias, como si fuera un contrapunto del itinerario y del carisma de la madre María Clara. Es esta:  "Isaac volvió a cavar los pozos de agua que habían cavado los siervos de su padre Abraham, y que los filisteos habían tapado después de la muerte de Abraham. (...) Cavaron los siervos de Isaac en la vaguada y encontraron allí un pozo de agua viva. Pero riñeron los pastores de Guerar con los pastores de Isaac, diciendo:  "El agua es nuestra". Él llamó al pozo Eseq, ya que se habían querellado con él. (...) Partió de allí y cavó otro pozo, y ya no riñeron por él:  lo llamó Rejobot, y dijo:  "Ahora el Señor nos ha dado desahogo, y prosperaremos en esta tierra"" (Gn 26, 18-22).

Este texto nos hace pensar en la fuerza de Dios que impulsó a la madre María Clara a sacar a la comunidad de las Capuchinas de Nuestra Señora de la Concepción del estado de abandono en que se encontraban, elevándolas a instituto religioso, "con el fin de unirse más íntimamente a Dios, que las llamaba a cosas más elevadas" (Petición de aprobación, 28 de noviembre de 1875); o cuando la Congregación decidió asumir, como nombre propio y desafío de santidad, el voto que hacían aquellas:  confesar la Inmaculada Concepción, que acogió en su seno al Verbo de Dios; o cuando, tras la muerte de la última religiosa trinitaria en el convento Das Trinas, la madre María Clara tuvo que luchar para conservar la posesión del mismo, que, por lo demás, le había prometido el Gobierno, convirtiéndose en la segunda casa madre de la congregación; o también cuando la viruela sembró el terror entre la población de Goa, en India, y no sabía hacer otra cosa que descargar en el lazareto de los Reyes Magos a las personas contagiadas por la epidemia:  nadie se acercaba a las víctimas, salvo las hermanas Franciscanas Hospitalarias, que se ofrecieron como voluntarias al gobernador para asistir a aquellos infelices, fieles a la norma que se habían dado:  "Donde haya un bien que hacer, hagámoslo".

La confianza ilimitada en la providencia del Padre celestial mantendrá la paz en el corazón de sus hijas, ocupadas, hoy como ayer, en limpiar "los pozos humanos" maltratados por el destino. Saben que Dios los ha dejado abiertos para el cielo, y quiere que "tengan vida y la tengan en abundancia" (Jn 10, 10).

Ante los numerosos problemas y urgencias que en ocasiones parecen comprometer e incluso trastornar la vida consagrada, las hijas de la madre María Clara han de procurar "acoger en lo más hondo los designios de la providencia del Padre. Él llama a la vida consagrada para que elabore nuevas respuestas a los nuevos problemas del mundo de hoy. Son un reclamo divino que sólo las almas habituadas a buscar en todo la voluntad de Dios saben percibir con nitidez y traducir después con valentía en opciones coherentes, tanto con el carisma original, como con las exigencias de la situación histórica concreta" (Vita consecrata, 73). Una de las ocasiones propicias  para  esta  lectura son los capítulos generales. Al aproximarse ya el XXIV capítulo de la congregación, imploro sobre las capitulares abundantes dones y luces de lo alto con vistas a un trabajo  fraterno,  audaz y fecundo según Dios.

A la vez que doy gracias al Señor por el bien inmenso que ha sembrado a lo largo de estos 125 años a través de las Hermanas Franciscanas Hospitalarias de la Inmaculada Concepción, renuevo a toda la congregación la confianza del Sucesor de Pedro e imparto a cada uno de sus miembros mi bendición apostólica, que extiendo a cuantos son objeto de su solicitud.Vaticano, 27 de marzo de 2001