Homenaje del Santo Padre a la Inmaculada en la Plaza de España, 8 de diciembre de 2005
HOMENAJE DEL SANTO PADRE
A LA INMACULADA EN LA PLAZA DE ESPAÑA
ORACIÓN DE SU SANTIDAD BENEDICTO XVIJueves 8 de diciembre de 2005
En este día dedicado a María he venido, por primera vez como Sucesor de Pedro, al pie de la estatua de la Inmaculada, aquí, en la plaza de España, recorriendo idealmente la peregrinación que han realizado tantas veces mis predecesores. Siento que me acompaña la devoción y el afecto de la Iglesia que vive en esta ciudad de Roma y en el mundo entero. Traigo conmigo los anhelos y las esperanzas de la humanidad de nuestro tiempo, y vengo a depositarlas a los pies de la Madre celestial del Redentor.
En este día singular, que recuerda el 40° aniversario de la clausura del concilio Vaticano II, vuelvo con el pensamiento al 8 de diciembre de 1965, cuando, precisamente al final de la homilía de la celebración eucarística en la plaza de San Pedro, el siervo de Dios Pablo VI dirigió su pensamiento a la Virgen, "la Madre de Dios y la Madre espiritual nuestra, (...) la criatura en la cual se refleja la imagen de Dios, con total nitidez, sin ninguna turbación, como sucede, en cambio, con las otras criaturas humanas". El Papa afirmó también: "Así, fijando nuestra mirada en esta mujer humilde, hermana nuestra, y al mismo tiempo celestial, Madre y Reina nuestra, espejo nítido y sagrado de la infinita Belleza, puede (...) comenzar nuestro trabajo posconciliar. De esa forma, esa belleza de María Inmaculada se convierte para nosotros en un modelo inspirador, en una esperanza confortadora". Y concluía: "Así lo pensamos para nosotros y para vosotros, y este es nuestro saludo más expresivo, y, Dios lo quiera, el más eficaz" (cf. Concilio ecuménico Vaticano II, Constituciones, Decretos, Declaraciones, BAC, Madrid 1993, p. 1184). Pablo VI proclamó a María "Madre de la Iglesia" y le encomendó con vistas al futuro la fecunda aplicación de las decisiones conciliares.
Recordando los numerosos acontecimientos que han marcado los cuarenta años transcurridos, ¿cómo no revivir hoy los diversos momentos que han caracterizado el camino de la Iglesia en este período? La Virgen ha sostenido durante estos cuatro decenios a los pastores y, en primer lugar, a los Sucesores de Pedro en su exigente ministerio al servicio del Evangelio; ha guiado a la Iglesia hacia la fiel comprensión y aplicación de los documentos conciliares. Por eso, haciéndome portavoz de toda la comunidad eclesial, quisiera dar las gracias a la Virgen santísima y dirigirme a ella con los mismos sentimientos que animaron a los padres conciliares, los cuales dedicaron precisamente a María el último capítulo de la constitución dogmática Lumen gentium, subrayando la relación inseparable que une a la Virgen con la Iglesia.
Sí, queremos agradecerte, Virgen Madre de Dios y Madre nuestra amadísima, tu intercesión en favor de la Iglesia. Tú, que abrazando sin reservas la voluntad divina, te consagraste con todas tus energías a la persona y a la obra de tu Hijo, enséñanos a guardar en nuestro corazón y a meditar en silencio, como hiciste tú, los misterios de la vida de Cristo.
Tú, que avanzaste hasta el Calvario, siempre unida profundamente a tu Hijo, que en la cruz te donó como madre al discípulo Juan, haz que siempre te sintamos también cerca de nosotros en cada instante de la existencia, sobre todo en los momentos de oscuridad y de prueba.
Tú, que en Pentecostés, junto con los Apóstoles en oración, imploraste el don del Espíritu Santo para la Iglesia naciente, ayúdanos a perseverar en el fiel seguimiento de Cristo. A ti dirigimos nuestra mirada con confianza, como "señal de esperanza segura y de consuelo, hasta que llegue el día del Señor" (Lumen gentium, 68).
A ti, María, te invocan con insistente oración los fieles de todas las partes del mundo, para que, exaltada en el cielo entre los ángeles y los santos, intercedas por nosotros ante tu Hijo, "hasta el momento en que todas las familias de los pueblos, los que se honran con el nombre de cristianos, así como los que todavía no conocen a su Salvador, puedan verse felizmente reunidos en paz y concordia en el único pueblo de Dios, para gloria de la santísima e indivisible Trinidad" (ib., 69).
Amén.
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