Homilía de Benedicto XVI en las exequias del cardenal Luigi Poggi, 7 mayo 2010
HOMILÍA DE SU SANTIDAD BENEDICTO XVI
EN LAS EXEQUIAS DEL CARDENAL LUIGI POGGI
Altar de la Cátedra de la basílica vaticana
Viernes 7 de mayo de 2010
Venerados hermanos;
ilustres señores y señoras;
queridos hermanos y hermanas:
Os habéis reunido en torno al altar del Señor para acompañar con la celebración del sacrificio eucarístico, en el que se actualiza el Misterio pascual, el último viaje del querido cardenal Luigi Poggi, que el Señor ha llamado a su presencia. Os dirijo a cada uno mi cordial saludo y doy las gracias en particular al cardenal Sodano que, como decano del Colegio cardenalicio, ha presidido la santa misa exequial.
El Evangelio que se ha proclamado en esta celebración nos ayuda a vivir más intensamente el triste momento de la separación de nuestro difunto hermano de la vida terrena. La esperanza en la resurrección, basada en la palabra misma de Jesús: «Esta es la voluntad de mi Padre: que todo el que vea al Hijo y crea en él, tenga vida eterna y que yo lo resucite el último día» (Jn 6, 40), mitiga el dolor por la pérdida de su persona. Ante el misterio de la muerte, para el hombre que no tiene fe parece que todo se pierde irremediablemente. Es la palabra de Cristo, entonces, la que ilumina el camino de la vida y confiere valor a cada uno de sus momentos. Jesucristo es el Señor de la vida, y vino para resucitar en el último día todo lo que el Padre le había confiado (cf. Jn 6, 39). Este es también el mensaje que Pedro anuncia con gran fuerza en el día de Pentecostés (cf. Hch 2, 14. 22-28). Muestra que Jesús no podía ser retenido por la muerte. Dios lo libró de sus angustias, porque no era posible que la muerte lo tuviera en su poder. En la cruz Cristo obtuvo su victoria, que se debía manifestar con la superación de la muerte, es decir, con su resurrección.
En este horizonte de fe nuestro difunto hermano vivió toda su existencia, consagrada a Dios y al servicio de los hermanos, convirtiéndose así en testigo de la fe valiente que sabe confiar en Dios. Podemos decir que toda la misión sacerdotal del cardenal Luigi Poggi estuvo dedicada al servicio directo de la Santa Sede. Nació en Piacenza el 25 de noviembre de 1917. Después de los estudios eclesiásticos en el colegio «Alberoni» y de la ordenación sacerdotal, que recibió el 28 de julio de 1940, prosiguió sus estudios en Roma, donde obtuvo la licenciatura in utroque iure y desempeñó el ministerio sacerdotal en algunas parroquias romanas. Entró en la Pontificia Academia Eclesiástica y en 1945 comenzó su trabajo en la que entonces era la primera sección de la Secretaría de Estado: años difíciles, durante los cuales trabajó con plena dedicación al servicio de la Iglesia. Después de una primera misión, en la primavera de 1963, ante el Gobierno de la República de Túnez para llegar a un modus vivendi entre la Santa Sede y el Gobierno de aquel país acerca de la situación jurídica de la Iglesia católica en Túnez, en abril de 1965 fue nombrado delegado apostólico para África central, con dignidad de arzobispo y jurisdicción sobre Camerún, Chad, Congo-Brazzaville, Gabón y República Centroafricana. En mayo de 1969 fue promovido a nuncio apostólico en Perú, donde permaneció hasta agosto de 1973, cuando lo llamaron a Roma con la misión de nuncio apostólico con encargos especiales, específicamente para mantener contactos con los Gobiernos de Polonia, Hungría, Checoslovaquia, Rumanía y Bulgaria, con el fin de mejorar la situación de la Iglesia católica en esos países.
En julio de 1974 se institucionalizaron las relaciones entre la Santa Sede y el Gobierno polaco y monseñor Poggi fue nombrado jefe de la delegación de la Santa Sede para los contactos permanentes de trabajo con el Gobierno de Polonia. En ese período realizó numerosos viajes a Polonia y se encontró con muchas personalidades tanto políticas como eclesiásticas; así, siguiendo las huellas de su superior, el cardenal Agostino Casaroli, se convirtió en un protagonista de la ostpolitik vaticana en los países del bloque comunista. El 19 de abril de 1986 fue nombrado nuncio apostólico en Italia; precisamente desde entonces se encargó a esta nunciatura también estudiar todo lo relativo a las provisiones episcopales en el país. Asimismo, en aquel período, fue él, en calidad de representante pontificio, quien se ocupó de una delicada fase de reordenación de las diócesis italianas. Creado y publicado cardenal en el consistorio del 26 de noviembre de 1994, fue nombrado por el venerable Juan Pablo II archivero y bibliotecario de la santa Iglesia romana, y conservó este cargo hasta marzo de 1998.
Queridos hermanos, se acaban de proclamar las palabras del apóstol san Pablo: «Si hemos muerto con Cristo, creemos que también viviremos con él» (Rm 6, 8). Esta página de la carta a los Romanos constituye uno de los textos fundamentales del Leccionario litúrgico. En efecto, cada año se lee durante la Vigilia pascual. Pensemos en estas iluminadoras palabras de san Pablo mientras con conmoción damos al querido cardenal Luigi Poggi la última despedida. ¡Cuántas veces él mismo las habrá leído, meditado y comentado! Lo que el Apóstol escribe a propósito de la unión mística del bautizado con Cristo muerto y resucitado, ahora lo está viviendo en la realidad ultraterrena, desvinculado de los condicionamientos que el pecado impone a la naturaleza humana. «Pues —como afirma san Pablo en ese mismo pasaje— el que está muerto, queda librado del pecado» (Rm 6, 7). La unión sacramental, pero real, con el Misterio pascual de Cristo abre al bautizado la perspectiva de participar en su misma gloria. Y esto tiene una consecuencia ya para la vida de este mundo, porque, si en virtud del bautismo nosotros ya participamos en la resurrección de Cristo, entonces ya ahora «podemos vivir una vida nueva» (Rm 6, 4). Por esta razón, la piadosa muerte de un hermano en Cristo, más aún si está marcado por el carácter sacerdotal, siempre es motivo de íntimo y agradecido asombro, por el designio de la paternidad divina, que nos libra del poder de las tinieblas y nos traslada al reino del Hijo de su amor (cf. Col 1, 13).
Mientras invocamos para este hermano nuestro la intercesión materna de la santísima Virgen María, Reina de los Apóstoles y Madre de la Iglesia, encomendamos su alma elegida al Padre de la vida, para que lo introduzca en el lugar preparado para sus amigos, servidores fieles del Evangelio y de la Iglesia.
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