Homilía durante el rezo de Vísperas con ocasión de la reapertura de la Capilla Paulina, 4 julio 2009 -Benedicto XVI
REZO DE LAS VÍSPERAS CON OCASIÓN
DE LA REAPERTURA DE LA CAPILLA PAULINA
DEL PALACIO APOSTÓLICO VATICANO
HOMILÍA DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
Capilla Paulina
Sábado 4 de julio de 2009
Imágenes de la celebración
Señores cardenales;
venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio;
queridos hermanos y hermanas:
Se realiza hoy, a pocos días de la solemnidad de San Pedro y San Pablo y de la clausura del Año paulino, mi deseo de poder reabrir al culto la Capilla Paulina. En las basílicas papales de San Pablo y de San Pedro hemos vivido las celebraciones solemnes en honor de los dos Apóstoles; esta tarde, casi como culminación, nos reunimos en el corazón del palacio apostólico, en la capilla construida por voluntad del Papa Pablo III y realizada por Antonio de Sangallo el joven, precisamente como lugar de oración reservado para el Papa y para la Familia pontificia. Ayudan a meditar y a orar de manera muy eficaz las pinturas y las decoraciones que la embellecen, en particular los dos grandes frescos de Miguel Ángel Buonarroti, que son los últimos de su larga existencia. Representan la conversión de san Pablo y la crucifixión de san Pedro.
Ante todo atrae nuestra mirada el rostro de los dos Apóstoles. Ya por su posición, es evidente que estos dos rostros desempeñan una función central en el mensaje iconográfico de la capilla. Pero, independientemente de su ubicación, de inmediato nos llevan "más allá" de la imagen: nos interrogan y nos inducen a reflexionar. Consideremos en primer lugar a san Pablo: ¿por qué está representado con un rostro tan anciano? Es el rostro de un hombre mayor, mientras que sabemos —y lo sabía bien Miguel Ángel— que la llamada de Saulo en el camino de Damasco se produjo cuando tenía unos treinta años. La elección del artista nos sitúa fuera del puro realismo, nos hace ir más allá de la simple narración de los hechos para introducirnos en un nivel más profundo. El rostro de Saulo-Pablo —el del propio artista ya envejecido, inquieto y en busca de la luz de la verdad— representa el ser humano necesitado de una luz superior. Es la luz de la gracia divina, indispensable para adquirir una nueva mirada, con la cual percibir la realidad orientada a la "esperanza que os está reservada en los cielos", como escribe el Apóstol en el saludo inicial de la carta a los Colosenses, que acabamos de escuchar (Col 1,5).
El rostro de Saulo caído en tierra está iluminado desde lo alto por la luz del Resucitado y, a pesar de su dramatismo, la representación inspira paz e infunde seguridad. Expresa la madurez del hombre interiormente iluminado por Cristo Señor, mientras a su alrededor gira un torbellino de acontecimientos en el que todas las figuras se reencuentran como en un remolino. La gracia y la paz de Dios han envuelto a Saulo, lo han conquistado y transformado interiormente. Esa misma "gracia" y esa misma "paz" son las que él anunciará a todas sus comunidades en sus viajes apostólicos, con una madurez de anciano, no biológica, sino espiritual, que le dio el Señor mismo. Por eso, aquí, en el rostro de Pablo, ya podemos percibir el corazón del mensaje espiritual de esta capilla: el prodigio de la gracia de Cristo, que transforma y renueva al hombre mediante la luz de su verdad y de su amor. En esto consiste la novedad de la conversión, de la llamada a la fe, que tiene su cumplimiento en el misterio de la cruz.
Del rostro de Pablo pasamos así al de Pedro, representado en el momento en el que su cruz, invertida, es alzada y él vuelve su mirada hacia quien lo observa. También este rostro nos sorprende. La edad que representa es la exacta, pero lo que nos maravilla e interroga es su expresión. ¿Por qué esta expresión? No es una imagen de dolor, y la figura de Pedro transmite un sorprendente vigor físico. El rostro, en especial la frente y los ojos, parecen expresar el estado de ánimo del hombre frente a la muerte y el mal: existe como un desconcierto, una mirada penetrante, tendida, como si buscara algo o a alguien en la hora final. Asimismo, en los rostros de las personas que están a su alrededor destacan los ojos: reflejan miradas inquietas, algunas incluso atemorizadas o perdidas. ¿Qué significa todo esto? Es lo que Jesús había predicho a este Apóstol suyo: "Cuando seas viejo, otro te llevará a donde tú no quieras"; y el Señor había añadido: "Sígueme" (Jn 21, 18-19). Precisamente ahora se realiza el culmen del seguimiento: el discípulo no es más que el Maestro, y ahora experimenta toda la amargura de la cruz, de las consecuencias del pecado que separa de Dios, toda la absurdidad de la violencia y de la mentira. Si a esta capilla se viene a meditar, no se puede huir del radicalismo del interrogante planteado por la cruz: la cruz de Cristo, Cabeza de la Iglesia, y la cruz de Pedro, su Vicario en la tierra.
Los dos rostros en los que se ha detenido nuestra mirada están uno frente al otro. Se podría pensar incluso que Pedro tiene su rostro vuelto hacia el de Pablo, el cual, a su vez, no ve, pero lleva en sí la luz de Cristo resucitado. Es como si Pedro, en la hora de la prueba suprema, buscara la luz que había dado la verdadera fe a Pablo. Y en este sentido, las dos imágenes pueden convertirse en dos actos de un único drama: el drama del misterio pascual: cruz y resurrección, muerte y vida, pecado y gracia.
Tal vez los acontecimientos están representados en un orden cronológico inverso, pero emerge el plan de la salvación, el plan que Cristo realizó en sí mismo llevándolo a plenitud, como acabamos de cantar en el himno de la carta a los Filipenses. Para quienes vienen a rezar en esta capilla, y en primer lugar para el Papa, san Pedro y san Pablo se convierten en maestros de fe. Con su testimonio, invitan a entrar en profundidad, a meditar en silencio el misterio de la cruz, que acompaña a la Iglesia hasta el fin de los tiempos, y a acoger la luz de la fe, gracias a la cual la comunidad apostólica puede extender hasta los confines de la tierra la acción misionera y evangelizadora que le encomendó Cristo resucitado. Aquí no se realizan celebraciones solemnes con el pueblo. Aquí el Sucesor de Pedro y sus colaboradores meditan en silencio y adoran al Cristo vivo, presente especialmente en el santísimo sacramento de la Eucaristía.
La Eucaristía es el sacramento en el que se concentra toda la obra de la Redención: en Jesús Eucaristía podemos contemplar la transformación de la muerte en vida, de la violencia en amor. Con los ojos de la fe reconocemos oculta bajo el velo del pan y del vino la misma gloria que se manifestó a los Apóstoles tras la Resurrección, y que Pedro, Santiago y Juan contemplaron anticipadamente en el monte, cuando Jesús se transfiguró ante ellos: acontecimiento misterioso, la Transfiguración, que el gran cuadro de Simone Cantarini representa también en esta capilla con fuerza singular. Sin embargo, en realidad, toda la capilla —los frescos de Lorenzo Sabatini y Federico Zuccari, las decoraciones de los numerosos artistas convocados aquí en un segundo momento por el Papa Gregorio XIII—, todo, podríamos decir, converge aquí en un mismo y único himno a la victoria de la vida y de la gracia sobre la muerte y sobre el pecado, en una sinfonía de alabanza y de amor a Cristo redentor que resulta muy sugestiva.
Queridos amigos, al final de esta breve meditación, quiero dar las gracias a cuantos han colaborado para que podamos disfrutar nuevamente de este lugar sagrado completamente restaurado: al profesor Antonio Paolucci y a su predecesor el doctor Francesco Buranelli, que, como directores de los Museos Vaticanos, se han interesado siempre por esta importantísima restauración; a los técnicos especializados que, bajo la dirección artística del profesor Arnold Nesselrath, han trabajado en los frescos y las decoraciones de la capilla y, en particular, al maestro inspector Maurizio De Luca y a su ayudante Maria Pustka, que han dirigido los trabajos y han intervenido en los dos murales de Miguel Ángel, con el asesoramiento de una comisión internacional formada por estudiosos de renombre.
Mi agradecimiento se dirige también al cardenal Giovanni Lajolo y a sus colaboradores de la Gobernación, que han prestado especial atención a la obra. Y, naturalmente, expreso un caluroso y debido agradecimiento a los beneméritos mecenas católicos, estadounidenses y de otras partes, es decir, a los Patrons of the Arts, comprometidos generosamente en la salvaguarda y valorización del patrimonio cultural en el Vaticano, quienes han hecho posible el resultado que hoy admiramos. A todos y a cada uno manifiesto mi agradecimiento más cordial.
Dentro de poco cantaremos el Magníficat. Que María santísima, maestra de oración y de adoración, junto con san Pedro y san Pablo, obtenga abundantes gracias para los que vengan con fe a esta capilla. Y nosotros, esta tarde, dando gracias a Dios por sus maravillas, y especialmente por la muerte y la resurrección de su Hijo, elevamos a él nuestra alabanza también por esta obra que hoy llega a su conclusión. "A Aquel que tiene poder para realizar todas las cosas incomparablemente mejor de lo que podemos pedir o pensar, conforme al poder que actúa en nosotros, a él la gloria en la Iglesia y en Cristo Jesús por todas las generaciones y todos los tiempos. Amén" (Ef 3, 20-21).
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