Homilía en el Pontificio Seminario romano mayor - 01 de febrero, 2008

Autor: Benedicto XVI

VISITA AL PONTIFICIO SEMINARIO ROMANO MAYOR
CON OCASIÓN DE LA FIESTA DE LA VIRGEN DE LA CONFIANZA

HOMILÍA DE SU SANTIDAD BENEDICTO XVI
Viernes 1 de febrero de 2008

Señor cardenal;
venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio;
queridos seminaristas y padres de familia;
queridos hermanos y hermanas: 

Para el obispo siempre es una gran alegría encontrarse en su seminario, y esta tarde doy gracias al Señor porque me renueva esta alegría en la víspera de la fiesta de la Virgen de la Confianza, vuestra patrona celestial. Os saludo a todos cordialmente:  al cardenal vicario, a los obispos auxiliares, al rector y a los demás superiores, y, con afecto especial, a vosotros, queridos seminaristas. Me alegra saludar también a los padres de familia presentes y a los amigos de la comunidad del Seminario romano.

Estamos todos aquí reunidos para las primeras Vísperas solemnes de esta fiesta mariana tan querida por vosotros. Hemos escuchado algunos versículos de la carta de san Pablo a los Gálatas, en los que se recoge la expresión:  «plenitud de los tiempos» (Ga 4, 4). Sólo Dios puede «llenar el tiempo» y hacernos experimentar el sentido pleno de nuestra existencia. Dios ha llenado de sí mismo el tiempo al enviar a su Hijo unigénito y en él nos ha hecho hijos adoptivos suyos:  hijos en el Hijo. En Jesús y con Jesús, «camino, verdad y vida» (Jn 14, 6), podemos ahora encontrar las respuestas exhaustivas a las expectativas más profundas del corazón. Al desaparecer el miedo, crece en nosotros la confianza en el Dios a quien nos atrevemos a llamar incluso «Abbá-Padre» (cf. Ga 4, 6).

Queridos seminaristas, precisamente porque el don de ser hijos adoptivos de Dios ha iluminado vuestra vida, habéis sentido el deseo de hacer partícipes de ese don también a los demás. Estáis aquí para eso, para desarrollar vuestra vocación filial y para prepararos a la futura misión de apóstoles de Cristo. Se trata de un único crecimiento, que, al permitiros gustar la alegría de la vida con Dios Padre, os hace percibir con fuerza la urgencia de convertiros en mensajeros del Evangelio de su Hijo Jesús. El Espíritu Santo es quien os hace estar atentos a esta realidad profunda y amarla.
Todo esto no puede por menos de suscitar una gran confianza, porque el don recibido es sorprendente, llena de asombro y colma de íntima alegría. Así podéis comprender el papel que desempeña también en vuestra vida María, invocada en vuestro seminario con el hermoso título de Virgen de la Confianza. Del mismo modo que «el Hijo nació de mujer» (cf. Ga 4, 4), de María, Madre de Dios, así también en vuestro ser hijos de Dios ella es la Madre, la verdadera Madre.

Queridos padres de familia, probablemente vosotros sois los más sorprendidos de todos por lo que ha acontecido y está aconteciendo en vuestros hijos. Tal vez habíais imaginado para ellos una misión diversa de aquella para la cual se están preparando. ¡Quién sabe cuántas veces os ponéis a reflexionar sobre ellos! Recordáis cuando eran niños y luego muchachos; las ocasiones en que mostraron los primeros signos de la vocación; o, en algún caso, por el contrario, los años en que la vida de vuestro hijo parecía desarrollarse lejos de la Iglesia.

¿Qué sucedió? ¿Qué encuentros influyeron en sus decisiones? ¿Qué luces interiores orientaron su camino? ¿Cómo pudieron abandonar perspectivas de vida tal vez prometedoras, para escoger ingresar  en el seminario? Contemplemos a María. El Evangelio nos ayuda a comprender que también ella se hacía numerosas  preguntas sobre su Hijo Jesús y meditaba mucho sobre él (cf. Lc 2, 19. 51).

Es inevitable que, en cierto modo, la vocación de los hijos se convierta también en vocación de los padres. Tratando de comprenderlos y siguiéndolos en su itinerario, también vosotros, queridos padres y queridas madres, con mucha frecuencia os habéis visto implicados en un camino en el que vuestra fe ha ido fortaleciéndose y renovándose. Habéis participado en la aventura maravillosa de vuestros hijos.

En efecto, aunque pueda parecer que la vida del sacerdote no atrae el interés de la mayoría de la gente, en realidad se trata de la aventura más interesante y necesaria para el mundo, la aventura de mostrar y hacer presente la plenitud de vida a la que todos aspiran. Es una aventura muy exigente; y no podría ser de otra manera, porque el sacerdote está llamado a imitar a Jesús, «que no vino a ser servido, sino a servir y a dar su vida como rescate por muchos» (Mt 20, 28).

Queridos seminaristas, estos años de formación constituyen un tiempo importante para prepararos a la entusiasmante misión a la que el Señor os llama. Permitidme que subraye dos aspectos que caracterizan vuestra experiencia actual. Ante todo, los años del seminario implican cierto alejamiento de la vida común, cierto «desierto», para que el Señor pueda hablar a vuestro corazón (cf. Os 2, 16). En efecto, él no habla en voz alta, sino en voz baja; habla en el silencio (cf. 1 R 19, 12). Por tanto, para escuchar su voz hace falta un clima de silencio.

Por esta razón, el seminario ofrece espacios y tiempos de oración diaria, y cuida mucho la liturgia, la meditación de la palabra de Dios y la adoración eucarística. Al mismo tiempo, os pide que dediquéis muchas horas al estudio:  orando y estudiando, podéis construir en vosotros el hombre de Dios que debéis ser y que la gente espera que sea el sacerdote.

Hay luego un segundo aspecto en vuestra vida: durante los años del seminario vivís juntos. Vuestra formación con vistas al sacerdocio implica también este aspecto comunitario, que es de gran importancia. Los Apóstoles se formaron juntos, siguiendo a Jesús. Vuestra comunión no se limita al presente; concierne también al futuro. En la actividad pastoral que os espera deberéis actuar unidos como en un cuerpo, en un ordo, el de los presbíteros, que con el obispo atienden pastoralmente a la comunidad cristiana. Amad esta «vida de familia», que para vosotros es anticipación de la «fraternidad sacramental» (Presbyterorum ordinis, 8) que debe caracterizar a todo presbítero diocesano.

Todo esto recuerda que Dios os llama a ser santos, que la santidad es el secreto del auténtico éxito de vuestro ministerio sacerdotal. Ya desde ahora la santidad debe constituir el objetivo de vuestra opción y decisión. Encomendad este deseo y este compromiso diario a María, Madre de la Confianza. Este título tan tranquilizador corresponde a la repetida invitación evangélica:  «No temas», que dirigió el ángel a la Virgen (cf. Lc 1, 29) y luego muchas veces Jesús a los discípulos. «No temas, porque yo estoy contigo», dice el Señor. En el icono de la Virgen de la Confianza, donde el Niño señala a la Madre, parece que Jesús añade:  «Mira a tu Madre, y no temas».

Queridos seminaristas, recorred el camino del seminario con el alma abierta a la verdad, a la transparencia, al diálogo con quienes os dirigen; esto os permitirá responder de modo sencillo y humilde a Aquel que os llama, liberándoos del peligro de realizar un proyecto sólo personal. Vosotros, queridos padres de familia y  amigos, acompañad a los seminaristas  con  la  oración y con vuestro constante apoyo material y espiritual. También yo os aseguro a todos un recuerdo en mi oración, a la vez que con alegría os imparto la bendición apostólica.

 

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