Homilía en las exequias del cardenal benedictino Paul Augustin Mayer, 3 mayo 2010-Benedicto XVI
CAPILLA PAPAL PARA LAS EXEQUIAS
DEL CARDENAL PAUL AUGUSTIN MAYER, O.S.B.
HOMILÍA DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
Basílica Vaticana, Altar de la Cátedra
Lunes 3 de mayo de 2010
Venerados hermanos,
ilustres señores y señoras,
queridos hermanos y hermanas:
También para nuestro amado hermano el cardenal Paul Augustin Mayer ha llegado la hora de partir de este mundo. Había nacido, hace casi un siglo, en mi misma tierra, precisamente en Altötting, donde se yergue el célebre santuario mariano al que están unidos muchos afectos y recuerdos nuestros, de los bávaros. Así es el destino de la existencia humana: florece de la tierra —en un punto preciso del mundo— y está llamada al cielo, a la patria de la que proviene misteriosamente. «Desiderat anima mea ad te, Deus» (Sal 42, 2). En este verbo «desiderat» está todo el hombre, su ser carne y espíritu, tierra y cielo. Es el misterio originario de la imagen de Dios en el hombre. El joven Paul —que, después, de monje se llamará Augustin Mayer— estudió este tema en los escritos de Clemente de Alejandría, para el doctorado en teología. Es el misterio de la vida eterna, depositado en nosotros como una semilla desde el Bautismo, y que pide ser acogido en el viaje de nuestra vida, hasta el día en que devolvemos el espíritu a Dios Padre.
«Pater, in manus tuas commendo spiritum meum» (Lc 23, 46). Las últimas palabras de Jesús en la cruz nos guían en la oración y en la meditación, mientras estamos reunidos en torno al altar para dar la última despedida a nuestro hermano difunto. Cada celebración nuestra de exequias está marcada por el signo de la esperanza: en el último suspiro de Jesús en la cruz (cf. Lc 23, 46; Jn 19, 30), Dios se entregó enteramente a la humanidad, colmando el vacío abierto por el pecado y restableciendo la victoria de la vida sobre la muerte. Por esto, cada hombre que muere en el Señor participa por la fe en este acto de amor infinito, de algún modo entrega el espíritu junto con Cristo, en la segura esperanza de que la mano del Padre lo resucitará de entre los muertos y lo introducirá en el reino de la vida.
«La esperanza no defrauda —afirma el apóstol san Pablo, escribiendo a los cristianos de Roma—, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado» (Rm 5, 5). La grande e indefectible esperanza, fundada en la sólida roca del amor de Dios, nos asegura que la vida de los que mueren en Cristo «no termina, se transforma»; y «al deshacerse nuestra morada terrenal, adquirimos una mansión eterna en el cielo» (Prefacio I de difuntos). En una época como la nuestra, en la que el miedo a la muerte lleva a muchas personas a la desesperación y a la búsqueda de consuelos ilusorios, el cristiano se distingue por el hecho de que pone su seguridad en Dios, en un Amor tan grande que puede renovar el mundo entero. «Mira que hago un mundo nuevo» (Ap 21, 5), declara —hacia el final del libro del Apocalipsis— Aquel que se sienta en el trono. La visión de la nueva Jerusalén expresa la realización del deseo más profundo de la humanidad: el de vivir juntos en paz, ya sin la amenaza de la muerte, sino gozando de la plena comunión con Dios y entre nosotros. La Iglesia, y en particular la comunidad monástica, constituyen una prefiguración en la tierra de esta meta final. Es una anticipación imperfecta, marcada por límites y pecados y, por tanto, necesitada siempre de conversión y purificación; y, con todo, en la comunidad eucarística se pregusta la victoria del amor de Cristo sobre aquello que divide y mortifica. «Congregavit nos in unum Christi amor», «El amor de Cristo nos ha reunido en la unidad»: este es el lema episcopal de nuestro venerado hermano que nos ha dejado. Como hijo de san Benito, experimentó la promesa del Señor: «Esta será la herencia del vencedor: yo seré Dios para él, y él será hijo para mí» (Ap 21, 7).
Formado en la escuela de los padres benedictinos de la abadía de San Miguel en Metten, en 1931 emitió la profesión monástica. Durante toda su existencia trató de realizar lo que san Benito dice en la Regla: «Nada se anteponga al amor de Cristo». Tras los estudios en Salzburgo y en Roma, emprendió una larga y apreciada actividad de enseñanza en el Pontificio Ateneo San Anselmo, donde llegó a ser rector en 1949; desempeñó este cargo durante 17 años. Precisamente en aquel periodo se fundó el Pontificio Instituto Litúrgico, que se convirtió en punto de referencia fundamental para la preparación de los formadores en el campo de la liturgia. Elegido, tras el Concilio, abad de su amada abadía de Metten, desempeñó este cargo durante 5 años, pero ya en 1972 el siervo de Dios Papa Pablo VI lo nombró secretario de la Congregación para los religiosos y los institutos seculares, y quiso consagrarlo obispo personalmente el 13 de febrero de 1972.
Durante los años de servicio en este dicasterio, promovió la progresiva puesta en práctica de las disposiciones del concilio Vaticano II respecto a las familias religiosas. En este ámbito particular, en su calidad de religioso, demostró una notable sensibilidad eclesial y humana. En 1984 el venerable Juan Pablo II le confió el cargo de prefecto de la Congregación para el culto divino y la disciplina de los sacramentos, creándolo después cardenal en el consistorio del 25 de mayo de 1985 y asignándole el título de San Anselmo en el Aventino. Seguidamente, lo nombró primer presidente de la Comisión pontificia «Ecclesia Dei»; y también en este nuevo y delicado cargo el cardenal Mayer se confirmó servidor fiel y celoso, tratando de aplicar el contenido de su lema: «El amor de Cristo nos ha reunido en la unidad».
Queridos hermanos, nuestra vida está en las manos del Señor en cada instante, sobre todo en el momento de la muerte. Por esto, con la confiada invocación de Jesús en la cruz: «Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu», queremos acompañar a nuestro hermano Paul Augustin, mientras realiza su paso de este mundo al Padre. En este momento mi pensamiento no puede menos de dirigirse al santuario de la Madre de las gracias de Altötting. Espiritualmente presentes en ese lugar de peregrinación, encomendemos a la Virgen santísima nuestra oración de sufragio por el difunto cardenal Mayer. Él nació cerca de ese santuario, conformó su vida a Cristo según la Regla benedictina y ha muerto a la sombra de esta basílica vaticana. Que la Virgen, san Pedro y san Benito acompañen a este fiel discípulo del Señor a su reino de luz y de paz. Amén.
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