Homilía en Santa María Liberadora, Roma - 24 de febrero, 2008
VISITA PASTORAL A LA PARROQUIA ROMANA
DE SANTA MARIA LIBERADORA, EN TESTACCIO
HOMILÍA DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
Domingo 24 de febrero de 2008
Queridos hermanos y hermanas:
Siguiendo el ejemplo de mis venerados predecesores los siervos de Dios Pablo VI y Juan Pablo II, que visitaron vuestra parroquia, respectivamente, el 20 de marzo de 1966 y el 14 de enero de 1979, también yo he venido hoy a vosotros para encontrarme con vuestra comunidad y presidir la celebración eucarística en esta hermosa iglesia dedicada a Santa María Liberadora.
He venido en una circunstancia muy singular: el centenario de la consagración de la actual iglesia y la transferencia del título de la parroquia de Santa María de la Providencia, que ya existía en vuestro barrio de Testaccio, a Santa María Liberadora. Fue san Pío X quien encomendó la parroquia a los hijos espirituales de don Bosco, y ellos, bajo la guía infatigable del primer discípulo de san Juan Bosco, el beato don Michele Rúa, construyeron la iglesia en la que nos encontramos ahora.
En verdad, los salesianos ya desarrollaban su actividad social y apostólica aquí, en Testaccio, barrio que ha conservado su específica identidad territorial y cultural. En efecto, aun encontrándonos en el corazón de la metrópoli romana, las personas mantienen relaciones muy familiares y, aunque durante los últimos veinte años la situación ha cambiado un poco, siguen siendo fuertes el arraigo de la gente en su territorio, la identidad del barrio y el apego a las tradiciones religiosas. Sé, por ejemplo, que con ocasión de vuestra fiesta patronal de Santa María Liberadora se reúnen todos los años numerosos ciudadanos y familias que, por varios motivos, se han trasladado a otros lugares.
Queridos amigos, he venido de buen grado a compartir vuestra alegría por el acontecimiento jubilar que estáis celebrando, y que he querido enriquecer con la posibilidad de lucrar la indulgencia plenaria durante todo el año centenario. Os saludo a todos con afecto. Ante todo, saludo al cardenal vicario, al obispo auxiliar del sector centro, monseñor Ernesto Mandara, y a vuestro párroco, don Manfredo Leone. Le agradezco de corazón a él y a sus hermanos salesianos el servicio pastoral que prestan a vuestra parroquia, y también le agradezco las amables palabras que me ha dirigido en nombre de todos vosotros.
Saludo, además, a los huéspedes del estudiantado salesiano para sacerdotes, que tiene su sede en los edificios parroquiales, y a las diversas comunidades religiosas presentes en el territorio: las Hijas de María Auxiliadora, las Hijas de la Divina Providencia y las Religiosas del Buen Pastor. Saludo a los cooperadores, a las cooperadoras y a los ex alumnos salesianos, a las asociaciones parroquiales, a los diversos grupos comprometidos en la animación de la catequesis, de la liturgia, de la caridad y de la lectura y profundización de la palabra de Dios, a la cofradía de Santa María Liberadora, a los grupos que reúnen a jóvenes y a los que promueven el encuentro y la formación de las parejas de novios y de esposos y de las familias más maduras.
Dirijo un saludo afectuoso a los muchachos del catecismo y a cuantos frecuentan el oratorio de la parroquia y de las Hijas de María Auxiliadora. Extiendo mi saludo, además, a todos los habitantes del barrio, especialmente a los ancianos, a los enfermos y a las personas que se encuentran solas y en dificultades. En esta santa misa los recuerdo a todos y a cada uno.
Queridos hermanos y hermanas, ahora me pregunto juntamente con vosotros. ¿qué nos dice el Señor en un aniversario tan importante para vuestra parroquia? En los textos bíblicos de este tercer domingo de Cuaresma hay sugerencias útiles para la meditación, muy adecuadas a esta significativa circunstancia. A través del símbolo del agua, que encontramos en la primera lectura y en el pasaje evangélico de la samaritana, la palabra de Dios nos transmite un mensaje siempre vivo y actual: Dios tiene sed de nuestra fe y quiere que encontremos en él la fuente de nuestra auténtica felicidad. Todo creyente corre el peligro de practicar una religiosidad no auténtica, de no buscar en Dios la respuesta a las expectativas más íntimas del corazón, sino de utilizar más bien a Dios como si estuviera al servicio de nuestros deseos y proyectos.
En la primera lectura vemos al pueblo hebreo que sufre en el desierto por falta de agua y, presa del desaliento como en otras circunstancias, se lamenta y reacciona de modo violento. Llega a rebelarse contra Moisés; llega casi a rebelarse contra Dios. El autor sagrado narra: «Habían tentado al Señor diciendo: "¿Está o no está el Señor en medio de nosotros?"» (Ex 17, 7). El pueblo exige a Dios que salga al encuentro de sus expectativas y exigencias, más bien que abandonarse confiado en sus manos, y en la prueba pierde la confianza en él. ¡Cuántas veces esto mismo sucede también en nuestra vida! ¡En cuántas circunstancias, más que conformarnos dócilmente a la voluntad divina, quisiéramos que Dios realizara nuestros designios y colmara todas nuestras expectativas! ¡En cuántas ocasiones nuestra fe se muestra frágil, nuestra confianza débil y nuestra religiosidad contaminada por elementos mágicos y meramente terrenos!
En este tiempo cuaresmal, mientras la Iglesia nos invita a recorrer un itinerario de verdadera conversión, acojamos con humilde docilidad la recomendación del salmo responsorial: «Ojalá escuchéis hoy su voz: "No endurezcáis el corazón como en Meribá, como el día de Masá en el desierto, cuando vuestros padres me pusieron a prueba y me tentaron, aunque habían visto mis obras"» (Sal 94, 7-9).
El simbolismo del agua vuelve con gran elocuencia en la célebre página evangélica que narra el encuentro de Jesús con la samaritana en Sicar, junto al pozo de Jacob. Notamos enseguida un nexo entre el pozo construido por el gran patriarca de Israel para garantizar el agua a su familia y la historia de la salvación, en la que Dios da a la humanidad el agua que salta hasta la vida eterna. Si hay una sed física del agua indispensable para vivir en esta tierra, también hay en el hombre una sed espiritual que sólo Dios puede saciar. Esto se refleja claramente en el diálogo entre Jesús y la mujer que había ido a sacar agua del pozo de Jacob.
Todo inicia con la petición de Jesús: «Dame de beber» (Jn 4, 7). A primera vista parece una simple petición de un poco de agua, en un mediodía caluroso. En realidad, con esta petición, dirigida por lo demás a una mujer samaritana —entre judíos y samaritanos no había un buen entendimiento—, Jesús pone en marcha en su interlocutora un camino interior que hace surgir en ella el deseo de algo más profundo. San Agustín comenta: «Aquel que pedía de beber, tenía sed de la fe de aquella mujer» (In Io. ev. Tract. XV, 11: PL 35, 1514). En efecto, en un momento determinado es la mujer misma la que pide agua a Jesús (cf. Jn 4, 15), manifestando así que en toda persona hay una necesidad innata de Dios y de la salvación que sólo él puede colmar. Una sed de infinito que solamente puede saciar el agua que ofrece Jesús, el agua viva del Espíritu. Dentro de poco escucharemos en el prefacio estas palabras: Jesús, «al pedir agua a la samaritana, ya había infundido en ella la gracia de la fe, y si quiso estar sediento de la fe de aquella mujer fue para encender en ella el fuego del amor divino».
Queridos hermanos y hermanas, en el diálogo entre Jesús y la samaritana vemos delineado el itinerario espiritual que cada uno de nosotros, que cada comunidad cristiana está llamada a redescubrir y recorrer constantemente. Esa página evangélica, proclamada en este tiempo cuaresmal, asume un valor particularmente importante para los catecúmenos ya próximos al bautismo. En efecto, este tercer domingo de Cuaresma está relacionado con el así llamado «primer escrutinio», que es un rito sacramental de purificación y de gracia.
Así, la samaritana se transforma en figura del catecúmeno iluminado y convertido por la fe, que desea el agua viva y es purificado por la palabra y la acción del Señor. También nosotros, ya bautizados, pero siempre tratando de ser verdaderos cristianos, encontramos en este episodio evangélico un estímulo a redescubrir la importancia y el sentido de nuestra vida cristiana, el verdadero deseo de Dios que vive en nosotros. Jesús quiere llevarnos, como a la samaritana, a profesar con fuerza nuestra fe en él, para que después podamos anunciar y testimoniar a nuestros hermanos la alegría del encuentro con él y las maravillas que su amor realiza en nuestra existencia. La fe nace del encuentro con Jesús, reconocido y acogido como Revelador definitivo y Salvador, en el cual se revela el rostro de Dios. Una vez que el Señor conquista el corazón de la samaritana, su existencia se transforma, y corre inmediatamente a comunicar la buena nueva a su gente (cf. Jn 4, 29).
Queridos hermanos y hermanas de la parroquia de Santa María Liberadora, la invitación de Cristo a dejarnos implicar por su exigente propuesta evangélica resuena con fuerza esta mañana para cada miembro de vuestra comunidad parroquial. San Agustín decía que Dios tiene sed de nuestra sed de él, es decir, desea ser deseado. Cuanto más se aleja el ser humano de Dios, tanto más él lo sigue con su amor misericordioso.
Hoy la liturgia, teniendo en cuenta también el tiempo cuaresmal que estamos viviendo, nos estimula a examinar nuestra relación con Jesús, a buscar su rostro sin cansarnos. Y esto es indispensable para que vosotros, queridos amigos, podáis continuar, en el nuevo contexto cultural y social, la obra de evangelización y de educación humana y cristiana que desde hace más de un siglo realiza esta parroquia, que en la serie de sus párrocos cuenta también con el venerable Luigi Maria Olivares.
Abrid cada vez más el corazón a una acción pastoral misionera, que impulse a cada cristiano a encontrar a las personas —en particular a los jóvenes y a las familias— donde viven, trabajan y pasan el tiempo libre, para anunciarles el amor misericordioso de Dios. Sé que estáis dedicando análoga atención y solicitud al cuidado de las vocaciones al sacerdocio y a la vida consagrada, proponiendo a los muchachos, a los jóvenes y a las familias el tema vocacional, que es de fundamental importancia para el futuro de la Iglesia. De igual modo, os animo a perseverar en el compromiso educativo, que constituye el carisma típico de toda parroquia salesiana.
Que el oratorio, la escuela y los momentos de catequesis y oración estén animados por auténticos educadores, es decir, por testigos cercanos con el corazón especialmente a los niños, a los adolescentes y a los jóvenes. Santa María Liberadora, tan amada y venerada por vosotros, que juntamente con su esposo san José educó a Jesús niño y adolescente, proteja a las familias, a los religiosos y a las religiosas en su tarea de formadores y les dé la alegría, como deseaba don Bosco, de ver crecer en este barrio «buenos cristianos y ciudadanos honrados». Amén.
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