Hora Sexta con las dominicas de Santa María del Rosario, 24 junio 2010-Benedicto XVI
CELEBRACIÓN DE LA HORA SEXTA
Y ENCUENTRO CON LAS MONJAS DE CLAUSURAS
HOMILÍA DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
Monasterio dominico Santa María del Rosario
Jueves 24 de junio de 2010
Queridas hermanas:
Os dirijo a cada una las palabras del Salmo 124, que acabamos de rezar: «Señor, concede bienes a los buenos y a los rectos de corazón» (v. 4). Ante todo, os saludo con este deseo: que el Señor esté con vosotras. En particular, saludo a vuestra madre priora, y le agradezco de corazón las amables palabras que me ha dirigido en nombre de la comunidad. Con gran alegría acepté la invitación a visitar este monasterio, para poder rezar junto con vosotras al pie de la imagen de la Virgen acheropita de san Sixto, en otro tiempo protectora de los monasterios romanos de Santa María in Tempulo y de San Sixto.
Hemos rezado juntos la Hora media, una pequeña parte de la oración litúrgica que, como monjas de clausura, marca los ritmos de vuestras jornadas y os hace intérpretes de la Iglesia-Esposa, que se une de modo especial a su Señor. Por esta oración coral, que encuentra su culmen en la participación diaria en el sacrificio eucarístico, vuestra consagración al Señor en el silencio y en el ocultamiento se hace fecunda y rica en frutos, no sólo en relación al camino de santificación y de purificación personal, sino también respecto al apostolado de intercesión que lleváis a cabo en favor de toda la Iglesia, a fin de que comparezca pura y santa ante el Señor. Vosotras, que conocéis bien la eficacia de la oración, experimentáis cada día cuántas gracias de santificación puede obtener para la Iglesia.
Queridas hermanas, la comunidad que formáis es un lugar donde podéis vivir en el Señor; es para vosotras la nueva Jerusalén, a la que suben las tribus del Señor a celebrar el nombre del Señor (cf. Sal 121, 4). Estad agradecidas a la divina Providencia por el don sublime y gratuito de la vocación monástica, a la que el Señor os ha llamado sin ningún mérito vuestro. Con Isaías, podéis afirmar: el Señor «me plasmó desde el seno materno para siervo suyo» (Is 49, 5). Antes de que nacierais, el Señor había reservado para sí vuestro corazón, a fin de colmarlo de su amor. Mediante el sacramento del Bautismo habéis recibido la gracia divina e, inmersas en su muerte y resurrección, habéis sido consagradas a Jesús, para pertenecerle exclusivamente a él. La forma de vida contemplativa, que de las manos de santo Domingo habéis recibido en las modalidades de la clausura, os sitúa, como miembros vivos y vitales, en el corazón del Cuerpo místico del Señor, que es la Iglesia; y al igual que el corazón hace circular la sangre y mantiene en vida a todo el cuerpo, así vuestra existencia escondida con Cristo, tejida de trabajo y oración, contribuye a sostener a la Iglesia, instrumento de salvación para todo hombre que el Señor redimió con su sangre.
En esta fuente inagotable bebéis con la oración, presentando ante el Altísimo las necesidades espirituales y materiales de muchos hermanos que pasan por dificultades, la vida perdida de cuantos se han alejado del Señor. ¿Cómo no sentir compasión por aquellos que parecen vagar sin meta? ¿Cómo no desear que en su vida acontezca el encuentro con Jesús, el único que da sentido a la existencia? El santo deseo de que el reino de Dios se instaure en el corazón de todo hombre, se identifica con la oración misma, como nos enseña san Agustín: «Ipsum desiderium tuum, oratio tua est; et si continuum desiderium, continua oratio»: «Tu deseo es tu oración; y si es deseo permanente, continuo, también es oración continua» (Ep. 130, 18-20); por esto, como fuego que arde y nunca se apaga, el corazón se mantiene despierto, no deja nunca de desear y eleva continuamente himnos de alabanza a Dios.
Por tanto, queridas hermanas, reconoced que en todo lo que hacéis, más allá de los momentos puntuales de oración, vuestro corazón sigue siendo impulsado por el deseo de amar a Dios. Con el obispo de Hipona, reconoced que el Señor es quien ha puesto en vuestro corazón su amor, deseo que dilata el corazón, hasta hacerlo capaz de acoger a Dios mismo (cf. Comentario al Evangelio de san Juan, tr. 40, 10). Este es el horizonte del peregrinar terreno. Esta es vuestra meta. Para esto habéis elegido vivir en el ocultamiento y renunciando a los bienes terrenos: para desear, por encima de todas las cosas, el bien que no tiene igual, la perla preciosa que, para llegar a poseerla, merece la pena renunciar a cualquier otro bien.
Que cada día pronunciéis vuestro «sí» a los designios de Dios, con la misma humildad con la cual la Virgen santísima dijo su «sí». Ella, que en el silencio acogió la Palabra de Dios, os guíe en vuestra cotidiana consagración virginal, para que en el ocultamiento experimentéis la profunda intimidad que ella vivió con Jesús. Invocando su intercesión maternal, junto a la de santo Domingo, de santa Catalina de Siena y de todos los santos y santas de la Orden dominicana, os imparto a todas una bendición apostólica especial, que extiendo de buen grado a las personas que se encomiendan a vuestras oraciones.
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