Lectio divina de Benedicto XVI en el encuentro con el clero de Roma al inicio de la Cuaresma, 18 febrero 2010
ENCUENTRO CON EL CLERO DE ROMA
«LECTIO DIVINA» DE SU SANTIDAD BENEDICTO XVI
Aula de las Bendiciones
Jueves 18 de febrero de 2010
Eminencia;
queridos hermanos en el episcopado y en el sacerdocio:
Iniciar siempre la Cuaresma con mi presbiterio, con los presbíteros de Roma, es una tradición que me llena de gozo, y también es importante para mí. Así, como Iglesia particular de Roma, pero también como Iglesia universal, podemos emprender este camino esencial con el Señor hacia la Pasión, hacia la cruz, el camino pascual.
Este año queremos meditar los pasajes de la carta a los Hebreos que acabamos de leer. El autor de esta carta abrió un camino nuevo para entender el Antiguo Testamento como libro que habla de Cristo. La tradición precedente había visto a Cristo sobre todo, esencialmente, según la clave de la promesa davídica, del verdadero David, del verdadero Salomón, del verdadero rey de Israel, verdadero rey porque era hombre y Dios. Y la inscripción en la cruz realmente había anunciado al mundo esta realidad: ya está presente el verdadero rey de Israel, que es el rey del mundo; el rey de los judíos está colgado en la cruz. Es una proclamación de la realeza de Jesús, del cumplimiento de la espera mesiánica del Antiguo Testamento, que, en el fondo del corazón, es una expectativa de todos los hombres que esperan al verdadero rey, que da justicia, amor y fraternidad.
Pero el autor de la carta a los Hebreos descubrió una cita del salmo 110, 4 que hasta ese momento había pasado desapercibida: "Tú eres sacerdote eterno, según el rito de Melquisedec". Esto significa que Jesús no sólo cumple la promesa davídica, la espera del verdadero rey de Israel y del mundo, sino que realiza también la promesa del verdadero Sacerdote. En parte del Antiguo Testamento, sobre todo también en Qumrán, existen dos líneas separadas de espera: el Rey y el Sacerdote. El autor de la carta a los Hebreos, al descubrir este versículo, comprendió que en Cristo están unidas las dos promesas: Cristo es el verdadero Rey, el Hijo de Dios —según el salmo 2, 7 que cita— pero es también el verdadero Sacerdote.
Así, todo el mundo cultual, toda la realidad de los sacrificios, del sacerdocio, que se encuentra en búsqueda del verdadero sacerdocio, del verdadero sacrificio, encuentra en Cristo su clave, su cumplimiento y, con esta clave, puede releer el Antiguo Testamento y mostrar que precisamente también la ley cultual, que quedó abolida después de la destrucción del Templo, en realidad iba hacia Cristo; por lo tanto, no quedó simplemente abolida, sino que fue renovada, transformada, puesto que en Cristo todo encuentra su sentido. El sacerdocio se muestra entonces en su pureza y en su verdad profunda.
De este modo, la carta a los Hebreos presenta el tema del sacerdocio de Cristo, Cristo sacerdote, en tres niveles: el sacerdocio de Aarón, el del Templo; Melquisedec; y Cristo mismo, como el verdadero sacerdote. También el sacerdocio de Aarón, pese a ser diferente del de Cristo; pese a ser, por decirlo así, sólo una búsqueda, un caminar en dirección a Cristo, en cualquier caso es "camino" hacia Cristo, y ya en este sacerdocio se delinean los elementos esenciales. Luego Melquisedec —volveremos sobre este punto— que es un pagano. El mundo pagano entra en el Antiguo Testamento, entra con una figura misteriosa, sin padre, sin madre —dice la carta a los Hebreos—, sencillamente aparece, y en él aparece la verdadera veneración del Dios Altísimo, del Creador del cielo y de la tierra. Así, también del mundo pagano viene la espera y la prefiguración profunda del misterio de Cristo. En Cristo mismo todo queda sintetizado, purificado y guiado a su fin, a su verdadera esencia.
Veamos ahora, en la medida de lo posible, cada elemento acerca del sacerdocio. De la Ley, del sacerdocio de Aarón aprendemos dos cosas, nos dice el autor de la carta a los Hebreos: para ser realmente mediador entre Dios y el hombre, el sacerdote debe ser hombre. Esto es fundamental y el Hijo de Dios se hizo hombre precisamente para ser sacerdote, para poder realizar la misión del sacerdote. Debe ser hombre —volveremos sobre este punto—, pero por sí mismo no puede hacerse mediador hacia Dios. El sacerdote necesita una autorización, una institución divina, y sólo perteneciendo a las dos esferas —la de Dios y la del hombre— puede ser mediador, puede ser "puente". Esta es la misión del sacerdote: combinar, conectar estas dos realidades aparentemente tan separadas, es decir, el mundo de Dios —lejano a nosotros, a menudo desconocido para el hombre— y nuestro mundo humano. La misión del sacerdocio es ser mediador, puente que enlaza, y así llevar al hombre a Dios, a su redención, a su verdadera luz, a su verdadera vida.
Como primer punto, por lo tanto, el sacerdote debe estar de la parte de Dios, y solamente en Cristo se realiza plenamente esta necesidad, esta condición de la mediación. Por eso era necesario este Misterio: el Hijo de Dios se hace hombre para que haya un verdadero puente, una verdadera mediación. Los demás deben tener al menos una autorización de Dios o, en el caso de la Iglesia, el Sacramento, es decir, introducir nuestro ser en el ser de Cristo, en el ser divino. Sólo podemos realizar nuestra misión con el Sacramento, el acto divino que nos crea sacerdotes en comunión con Cristo. Y esto me parece un primer punto de meditación para nosotros: la importancia del Sacramento. Nadie se hace sacerdote por sí mismo; sólo Dios puede atraerme, puede autorizarme, puede introducirme en la participación en el misterio de Cristo; sólo Dios puede entrar en mi vida y tomarme en sus manos. Este aspecto del don, de la precedencia divina, de la acción divina, que nosotros no podemos realizar, esta pasividad nuestra —ser elegidos y tomados de la mano por Dios— es un punto fundamental en el cual entrar. Debemos volver siempre al Sacramento, volver a este don en el cual Dios me da todo lo que yo no podría dar nunca: la participación, la comunión con el ser divino, con el sacerdocio de Cristo.
Hagamos que esta realidad sea también un factor práctico de nuestra vida: si es así, un sacerdote debe ser realmente un hombre de Dios, debe conocer a Dios de cerca, y lo conoce en comunión con Cristo. Por lo tanto, debemos vivir esta comunión; y la celebración de la santa misa, la oración del Breviario, toda la oración personal, son elementos del estar con Dios, del ser hombres de Dios. Nuestro ser, nuestra vida, nuestro corazón deben estar fijos en Dios, en este punto del cual no debemos salir, y esto se realiza, se refuerza día a día, también con breves oraciones en las cuales nos unimos de nuevo a Dios y nos hacemos cada vez más hombres de Dios, que viven en su comunión y así pueden hablar de Dios y guiar hacia Dios.
El otro elemento es que el sacerdote debe ser hombre. Hombre en todos los sentidos, es decir, debe vivir una verdadera humanidad, un verdadero humanismo; debe tener una educación, una formación humana, virtudes humanas; debe desarrollar su inteligencia, su voluntad, sus sentimientos, sus afectos; debe ser realmente hombre, hombre según la voluntad del Creador, del Redentor, porque sabemos que el ser humano está herido y la cuestión "qué es el hombre" queda ofuscada por el hecho del pecado, que ha herido hasta lo más intimo la naturaleza humana. Así se dice: "ha mentido", "es humano"; "ha robado", "es humano"; pero este no es el verdadero ser humano. Humano es ser generoso, es ser bueno, es ser hombre de justicia, de prudencia verdadera, de sabiduría. Por tanto, salir, con la ayuda de Cristo, de este ofuscamiento de nuestra naturaleza para alcanzar el verdadero ser humano a imagen de Dios, es un proceso de vida que debe comenzar en la formación al sacerdocio, pero que después debe realizarse y continuar en toda nuestra vida. Pienso que las dos cosas fundamentalmente van juntas: ser de Dios, estar con Dios, y ser realmente hombre, en el verdadero sentido que ha querido el Creador al plasmar esta criatura que somos nosotros.
Ser hombre: la carta a los Hebreos subraya nuestra humanidad de un modo que nos sorprende, porque dice: debe ser una persona con "compasión hacia los ignorantes y extraviados, por estar también él envuelto en flaqueza" (5, 2) y también —todavía mucho más fuerte— "habiendo ofrecido en los días de su vida mortal ruegos y súplicas con poderoso clamor y lágrimas al que podía salvarlo de la muerte, fue escuchado por su temor reverencial" (5, 7). Para la carta a los Hebreos un elemento esencial de nuestro ser hombre es la compasión, el sufrir con los demás: esta es la verdadera humanidad. No es el pecado, porque el pecado nunca es solidaridad, sino que siempre es falta de solidaridad, es vivir la vida para sí mismo, en lugar de darla. La verdadera humanidad es participar realmente en el sufrimiento del ser humano, significa ser un hombre de compasión —metriopathein, dice el texto griego—, es decir, estar en el centro de la pasión humana, llevar realmente con los demás sus sufrimientos, las tentaciones de este tiempo: "Dios, ¿dónde estás tú en este mundo?".
Esta humanidad del sacerdote no responde al ideal platónico y aristotélico, según el cual el verdadero hombre es el que vive sólo en la contemplación de la verdad, y así es dichoso, feliz, porque tiene amistad sólo con las cosas hermosas, con la belleza divina, pero "el trabajo" lo hacen otros. Eso es una suposición, mientras que aquí se supone que el sacerdote, como Cristo, debe entrar en la miseria humana, llevarla consigo, visitar a las personas que sufren, ocuparse de ellas, y no sólo exteriormente, sino tomando sobre sí mismo interiormente, recogiendo en sí mismo, la "pasión" de su tiempo, de su parroquia, de las personas que le han sido encomendadas. Así mostró Cristo el verdadero humanismo. Ciertamente su corazón siempre está fijo en Dios, ve siempre a Dios, siempre habla íntimamente con él, pero al mismo tiempo él lleva todo el ser, todo el sufrimiento humano, dentro de la Pasión. Hablando, viendo a los hombres que son pequeños, que andan sin pastor, sufre con ellos y nosotros los sacerdotes no podemos retirarnos en un Elíseo, sino que estamos inmersos en la pasión de este mundo y, con la ayuda de Cristo y en comunión con él, debemos intentar transformarlo, llevarlo hacia Dios.
Precisamente esto hay que decirlo, con el siguiente texto realmente estimulante: "Ofreció ruegos y súplicas con poderoso clamor y lágrimas" (Hb 5, 7). No se trata sólo de una alusión a la hora de la angustia en el Monte de los Olivos, sino que es un resumen de toda la historia de la pasión, que abarca toda la vida de Jesús. Lágrimas: Jesús lloró ante la tumba de Lázaro, estaba realmente conmovido en su interior por el misterio de la muerte, por el terror de la muerte. Hay personas que pierden a su hermano, como en este caso, a su madre, a su hijo, a un amigo: todo el horror de la muerte, que destruye el amor, que destruye las relaciones, que es un signo de nuestra finitud, de nuestra pobreza. Jesús pasa por la prueba y se confronta hasta lo más íntimo de su alma con este misterio, con esta tristeza que es la muerte, y llora. Llora ante Jerusalén, viendo la destrucción de la hermosa ciudad a causa de la desobediencia; llora viendo todas las destrucciones de la historia en el mundo; llora viendo como los hombres se destruyen a sí mismos y sus ciudades con la violencia, con la desobediencia.
Jesús llora, con fuertes gritos. Sabemos por los Evangelios que Jesús gritó desde la cruz; gritó: "Dios mío, ¿por qué me has abandonado?" (Mc 15, 34; cf. Mt 27, 46), y gritó otra vez al final. Y este grito responde a una dimensión fundamental de los Salmos: en los momentos terribles de la vida humana, muchos Salmos son un grito fuerte a Dios: "¡Ayúdanos, escúchanos!". Precisamente hoy, en el Breviario, acabamos de rezar en este sentido: ¿Dónde estás Dios? "Nos entregas como ovejas a la matanza" (Sal 44, 12). Un grito de la humanidad que sufre. Y Jesús, que es el verdadero sujeto de los Salmos, lleva realmente este grito de la humanidad a Dios, a los oídos de Dios: "¡Ayúdanos y escúchanos!". Él transforma todo el sufrimiento humano, tomándolo sobre sí mismo, en un grito a los oídos de Dios.
Y así vemos que precisamente de este modo realiza el sacerdocio, la función de mediador, llevando en sí mismo, asumiendo en sí mismo el sufrimiento —la pasión— del mundo, transformándolo en grito hacia Dios, llevándolo ante los ojos de Dios y poniéndolo en sus manos, llevándolo así realmente al momento de la Redención.
En realidad, la carta a los Hebreos dice que "ofreció ruegos y súplicas", "gritos y lágrimas" (5, 7). Es una traducción correcta del verbo prospherein, que es una palabra cultual y expresa el acto de la ofrenda de los dones humanos a Dios, expresa precisamente el acto del ofertorio, del sacrificio. Así, con este término cultual aplicado a los ruegos y las lágrimas de Cristo, demuestra que las lágrimas de Cristo, la angustia del Monte de los Olivos, el grito de la cruz, todo su sufrimiento no son algo añadido a su gran misión. Precisamente de este modo él ofrece el sacrificio, actúa como sacerdote. La carta a los Hebreos con este "ofreció" —prospherein— nos dice: esta es la realización de su sacerdocio, así lleva a la humanidad a Dios, así se hace mediador, así se hace sacerdote.
Decimos, con razón, que Jesús no ofreció algo a Dios, sino que se ofreció a sí mismo y esta ofrenda de sí mismo se realiza precisamente en esta compasión, que transforma en oración y en grito al Padre el sufrimiento del mundo. En este sentido, tampoco nuestro sacerdocio se limita al acto cultual de la santa misa, en el cual todo se pone en manos de Cristo, sino que toda nuestra compasión hacia el sufrimiento de este mundo tan alejado de Dios, es acto sacerdotal, es prospherein, es ofrecer. En este sentido, creo que debemos comprender y aprender a aceptar más profundamente los sufrimientos de la vida pastoral, porque precisamente esto es acción sacerdotal, es mediación, es entrar en el misterio de Cristo, es comunicación con el misterio de Cristo, muy real y esencial, existencial y también sacramental.
En este contexto es importante una segunda palabra. Se dice que Cristo así —mediante esta obediencia— llega a ser perfecto, en griego teleiotheis (cf. Hb 5, 8-9). Sabemos que en toda la Torá, es decir, en toda la legislación cultual, la palabra teleion, usada aquí, indica la ordenación sacerdotal. Es decir, la carta a los Hebreos nos dice que precisamente al hacer esto Jesús fue hecho sacerdote, se realizó su sacerdocio. Nuestra ordenación sacerdotal sacramental debe realizarse y concretarse existencialmente, pero también de modo cristológico, precisamente en este llevar el mundo con Cristo y a Cristo y, con Cristo, a Dios: así nos convertimos realmente en sacerdotes, teleiotheis. Por lo tanto, el sacerdocio no es una actividad de algunas horas, sino que se realiza precisamente en la vida pastoral, en sus sufrimientos y en sus debilidades, en sus tristezas y, naturalmente, también en las alegrías. Así llegamos a ser cada vez más sacerdotes en comunión con Cristo.
La carta a los Hebreos resume, por último, toda esta compasión en la palabra hupakoen, obediencia: todo esto es obediencia. Es una palabra que no nos gusta. En nuestro tiempo la obediencia parece una alienación, una actitud servil. Uno no usa su libertad, su libertad se somete a otra voluntad; por lo tanto, uno ya no es libre, sino que está determinado por otro, mientras que la autodeterminación, la emancipación sería la verdadera existencia humana. En lugar de la palabra "obediencia", nosotros queremos como palabra clave antropológica la de "libertad". Pero considerando de cerca este problema, vemos que las dos cosas van juntas: la obediencia de Cristo es conformidad de su voluntad con la voluntad del Padre; es llevar la voluntad humana a la voluntad divina, a la conformación de nuestra voluntad con la voluntad de Dios.
San Máximo el Confesor, en su interpretación del Monte de los Olivos, de la angustia expresada precisamente en la oración de Jesús, "no mi voluntad, sino tu voluntad", ha descrito este proceso, que Cristo lleva en sí mismo como verdadero hombre, con la naturaleza, la voluntad humana; en este acto —"no mi voluntad, sino tu voluntad"— Jesús resume todo el proceso de su vida, es decir, de llevar la vida natural humana a la vida divina y, de este modo, transformar al hombre: divinización del hombre y así redención del hombre, porque la voluntad de Dios no es una voluntad tirana, no es una voluntad que está fuera de nuestro ser, sino que es precisamente la voluntad creadora, es precisamente el lugar donde encontramos nuestra verdadera identidad.
Dios nos ha creado y somos nosotros mismos si actuamos conforme a su voluntad; sólo así entramos en la verdad de nuestro ser y no estamos alienados. Al contrario, la alienación tiene lugar precisamente si nos apartamos de la voluntad de Dios, porque de ese modo nos apartamos del designio de nuestro ser, ya no somos nosotros mismos y caemos en el vacío. En verdad, la obediencia a Dios, es decir, la conformidad, la verdad de nuestro ser, es la verdadera libertad, porque es la divinización. Jesús, llevando el hombre, el ser hombre, en sí mismo y consigo, en la conformidad con Dios, en la perfecta obediencia, es decir, en la perfecta conformación entre las dos voluntades, nos redimió y la redención siempre es este proceso de llevar la voluntad humana a la comunión con la voluntad divina. Es un proceso por el cual oramos cada día: "Hágase tu voluntad". Y queremos pedir realmente al Señor que nos ayude a ver íntimamente que esta es la libertad, y a entrar así con alegría en esta obediencia y a "recoger" al ser humano para llevarlo —con nuestro ejemplo, con nuestra humildad, con nuestra oración, con nuestra acción pastoral— a la comunión con Dios.
Prosiguiendo la lectura, encontramos una frase difícil de interpretar. El autor de la carta a los Hebreos dice que Jesús oró intensamente, con gritos y lágrimas, a Dios que podía salvarlo de la muerte, y por su completo abandono fue escuchado (cf. 5, 7). Aquí quisiéramos decir: "No, no es verdad, no fue escuchado, murió". Jesús pidió ser liberado de la muerte, pero no fue liberado, murió de modo extremadamente cruel. Por eso, el gran teólogo liberal Harnack dijo: "Aquí falta un no", hay que escribir: "No fue escuchado" y Bultmann aceptó esta interpretación. Pero se trata de una solución que no es exégesis, sino forzar el texto. En ninguno de los manuscritos aparece "no", sino sólo "fue escuchado"; por tanto, debemos aprender a comprender qué significa este "ser escuchado", a pesar de la cruz.
Yo veo tres niveles para entender esta expresión. En un primer nivel el texto griego se puede traducir así: "Fue redimido de su angustia" y, en este sentido, Jesús fue escuchado. Sería, por consiguiente, una alusión a lo que nos narra san Lucas, que "un ángel confortó a Jesús" (cf. Lc 22, 43), de modo que, después del momento de la angustia, pudiera ir directamente y sin temor hacia su hora, como nos describen los Evangelios, sobre todo el de san Juan. Sería escuchado en el sentido de que Dios le da la fuerza para llevar todo este peso; así es escuchado. Pero a mí me parece que esta respuesta no es del todo suficiente. Escuchado, en sentido más profundo —ha subrayado el padre Vanhoye— significa decir: "fue redimido de la muerte", pero no en el momento, no en ese momento, sino para siempre, en la Resurrección: la verdadera respuesta de Dios al ruego de ser redimido de la muerte es la Resurrección y la humanidad es redimida de la muerte precisamente en la Resurrección, que es la verdadera curación de nuestros sufrimientos, del misterio terrible de la muerte.
Aquí ya está presente un tercer nivel de comprensión: la Resurrección de Jesús no es sólo un acontecimiento personal. Me parece que puede ayudar tener presente el breve texto en el cual san Juan, en el capítulo 12 de su Evangelio, presenta y narra, de modo muy resumido, el hecho del Monte de los Olivos. Jesús dice: "Mi alma está turbada" (Jn 12, 27), y, en toda la angustia del Monte de los Olivos, ¿qué voy a decir?: "Sálvame de esta hora, o glorifica tu nombre" (cf. Jn 12, 27-28). Es la misma oración que encontramos en los Sinópticos: "Si es posible sálvame, pero hágase tu voluntad" (cf. Mt 26, 42; Mc 14, 36; Lc 22, 42), que en el lenguaje de san Juan es justamente: "O sálvame, o glorifica". Y Dios responde: "Te he glorificado y te glorificaré de nuevo" (cf. Jn 12, 28). Esta es la respuesta, la confirmación de que Dios lo escucha: glorificaré la cruz; es la presencia de la gloria divina, porque es el acto supremo del amor. En la cruz, Jesús es elevado sobre toda la tierra y atrae la tierra a sí; en la cruz aparece ahora el "Kabod", la verdadera gloria divina del Dios que ama hasta llegar a la cruz y así transforma la muerte y crea la Resurrección.
La oración de Jesús fue escuchada, en el sentido de que realmente su muerte se convierte en vida, se convierte en el lugar desde donde redime al hombre, desde donde atrae al hombre a sí. Si la respuesta divina en san Juan dice: "te glorificaré", significa que esta gloria trasciende y atraviesa toda la historia siempre y de nuevo: desde tu cruz, presente en la Eucaristía, transforma la muerte en gloria. Esta es la gran promesa que se realiza en la santa Eucaristía, que abre siempre de nuevo el cielo. Ser servidor de la Eucaristía es, por tanto, profundidad del misterio sacerdotal.
Todavía unas pocas palabras, al menos sobre Melquisedec. Es una figura misteriosa que entra en la historia sagrada en Génesis 14: después de la victoria de Abraham sobre algunos reyes, aparece el rey de Salem, de Jerusalén, Melquisedec, y lleva pan y vino. Un episodio no comentado y un poco incomprensible, que sólo aparece de nuevo en el Salmo 110, como ya hemos dicho, pero se entiende que, después el judaísmo, el agnosticismo y el cristianismo hayan querido reflexionar profundamente sobre esta palabra y hayan creado sus interpretaciones. La carta a los Hebreos no especula, sino que refiere solamente lo que dice la Escritura y son varios elementos: es rey de justicia, vive en la paz, es rey de donde está la paz, venera y adora al Dios Altísimo, al Creador del cielo y de la tierra, y lleva pan y vino (cf. Hb 7, 1-3; Gn 14, 18-20). No se comenta que aquí aparece el sumo sacerdote del Dios Altísimo, rey de la paz, que adora con pan y vino al Dios Creador del cielo y de la tierra. Los Padres han subrayado que es uno de los santos paganos del Antiguo Testamento y esto muestra que también desde el paganismo existe un camino hacia Cristo y los criterios son: adorar al Dios Altísimo, al Creador, cultivar la justicia y la paz, y venerar a Dios de modo puro. Así, con estos elementos fundamentales, también el paganismo está en camino hacia Cristo, en cierto modo hace presente la luz de Cristo.
En el canon romano, después de la consagración, tenemos la oración supra quae, que menciona algunas prefiguraciones de Cristo, de su sacerdocio y de su sacrificio: Abel, el primer mártir, con su cordero; Abraham, que sacrifica en la intención a su hijo Isaac, sustituido por el cordero que da Dios; y Melquisedec, sumo sacerdote del Dios Altísimo, que lleva pan y vino. Esto significa que Cristo es la novedad absoluta de Dios y, al mismo tiempo, está presente en toda la historia, a través de la historia, y la historia va hacia el encuentro con Cristo. Y no sólo la historia del pueblo elegido, que es la verdadera preparación querida por Dios, en la que se revela el misterio de Cristo, sino también desde el paganismo se prepara el misterio de Cristo, existen caminos hacia Cristo, el cual lleva todo en sí mismo.
Esto me parece importante en la celebración de la Eucaristía: aquí está recogida toda la oración humana, todo el deseo humano, toda la verdadera devoción humana, la verdadera búsqueda de Dios, que se encuentra finalmente realizada en Cristo. Por último, es preciso decir que ahora el cielo está abierto, el culto ya no es enigmático, en signos relativos, sino que es verdadero, porque el cielo está abierto y no se ofrece algo, sino que el hombre se convierte en uno con Dios y este es el verdadero culto. Así dice la carta a los Hebreos: "Nuestro sacerdote está a la derecha del trono, del santuario, de la tienda verdadera, que el Señor Dios mismo ha construido" (cf. 8, 1-2).
Volvamos al dato de que Melquisedec es rey de Salem. Toda la tradición davídica se ha referido a esto diciendo: "Este es el lugar, Jerusalén es el lugar del culto verdadero, la concentración del culto en Jerusalén viene ya de los tiempos de Abraham, Jerusalén es el lugar verdadero de la auténtica veneración de Dios".
Demos otro paso: la verdadera Jerusalén, el Salem de Dios, es el Cuerpo de Cristo; la Eucaristía es la paz de Dios con el hombre. Sabemos que san Juan, en el Prólogo, llama a la humanidad de Jesús "la tienda de Dios", eskenosen en hemin (Jn 1, 14). Aquí Dios mismo ha creado su tienda en el mundo y esta tienda, esta Jerusalén nueva y verdadera está al mismo tiempo en la tierra y en cielo, porque este Sacramento, este sacrificio se realiza siempre entre nosotros y llega siempre hasta el trono de la Gracia, a la presencia de Dios. Aquí está la verdadera Jerusalén, al mismo tiempo celestial y terrestre: la tienda que es el Cuerpo de Dios, que como Cuerpo resucitado sigue siendo siempre Cuerpo y abraza la humanidad; y, al mismo tiempo, al ser Cuerpo resucitado, nos une a Dios. Todo esto se realiza siempre de nuevo en la Eucaristía. Y nosotros como sacerdotes estamos llamados a ser ministros de este gran Misterio, en el Sacramento y en la vida. Roguemos al Señor que nos haga entender este Misterio cada vez mejor, vivir cada vez mejor este Misterio y ofrecer así nuestra ayuda para que el mundo se abra a Dios, para que el mundo sea redimido. Gracias.
En su «lectio divina», Benedicto XVI partió de los pasajes de la Carta a los Hebreos que señalamos a continuación:
Hb 5, 1-10;Hb 7, 26-28:Hb 8, 1-2.
(L'Osservatore Romano, edición semanal en lengua española, n. 9 - 28 de febrero de 2010, pp. 8-11)
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