Palabras al final de la misa en la Jornada mundial del enfermo, 11 febrero 2009 -Benedicto XVI
XVII JORNADA MUNDIAL DEL ENFERMO
MEMORIA LITÚRGICA DE NUESTRA SEÑORA DE LOURDES
PALABRAS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
DURANTE EL ENCUENTRO CON LOS ENFERMOS
Basílica Vaticana
Miércoles 11 de febrero de 2009
Queridos enfermos;
queridos hermanos y hermanas:
Este encuentro asume un valor y un significado singulares, pues tiene lugar con ocasión de la Jornada mundial del enfermo, que se celebra hoy, memoria de Nuestra Señora de Lourdes. Mi pensamiento va a ese santuario, al que acudí también yo con ocasión del 150° aniversario de las apariciones a santa Bernardita. Conservo un vivo recuerdo de esa peregrinación y, sobre todo, del contacto que tuve con los enfermos reunidos en la gruta de Massabielle.
De buen grado he venido a saludaros al final de la celebración eucarística, que ha presidido el cardenal Javier Lozano Barragán, presidente del Consejo pontificio para la pastoral de la salud, al que dirijo un cordial saludo. Asimismo, saludo a los prelados presentes, a los sacerdotes, a los religiosos y a las religiosas, a los voluntarios, a los peregrinos, y especialmente a los queridos enfermos y a quienes los cuidan diariamente.
Siempre es emocionante revivir en esta circunstancia, aquí, en la basílica de San Pedro, el clima típico de oración y espiritualidad mariana que caracteriza al santuario de Lourdes. Así pues, gracias por esta manifestación de fe y de amor a María; gracias a quienes la han promovido y organizado, de modo especial a la UNITALSI y a la Obra Romana de Peregrinaciones.
Esta Jornada invita a hacer que los enfermos sientan con mayor intensidad la cercanía espiritual de la Iglesia, que, como escribí en la encíclica Deus caritas est, es la familia de Dios en el mundo, dentro de la cual nadie debe sufrir por falta de lo necesario, sobre todo por falta de amor (cf. n. 25 b). Al mismo tiempo, hoy tenemos la oportunidad de reflexionar sobre la experiencia de la enfermedad, del dolor y, más en general, sobre el sentido de la vida que es preciso realizar plenamente incluso cuando se sufre.
En el Mensaje para esta Jornada quise poner en primer plano a los niños enfermos, que son las criaturas más débiles e indefensas. Es verdad. Si ya quedamos sin palabras ante un adulto que sufre, ¿qué decir cuando la enfermedad afecta a un niño inocente? ¿Cómo percibir también en situaciones tan difíciles el amor misericordioso de Dios, que nunca abandona a sus hijos en la prueba?
Son frecuentes y a veces inquietantes esos interrogantes, que en verdad, en un plano meramente humano, no encuentran respuestas adecuadas, pues el dolor, la enfermedad y la muerte en su significado siguen siendo insondables para la mente humana. Pero viene en nuestra ayuda la luz de la fe. La Palabra de Dios nos revela que incluso estos males son misteriosamente "abrazados" por el plan divino de salvación; la fe nos ayuda a considerar que la vida humana es hermosa y digna de vivirse en plenitud, a pesar de estar menoscabada por el mal. Dios creó al hombre para la felicidad y para la vida, mientras que la enfermedad y la muerte entraron en el mundo como consecuencia del pecado.
Sin embargo, el Señor no nos ha abandonado a nosotros mismos. Él, el Padre de la vida, es el médico del hombre por excelencia y no deja de inclinarse amorosamente hacia la humanidad que sufre. El Evangelio relata cómo Jesús "expulsaba los espíritus con su palabra y curaba a los enfermos" (cf. Mt 8, 16), indicando el camino de la conversión y de la fe como condiciones para obtener la curación del cuerpo y del espíritu. El Señor quiere siempre esta curación, la curación integral, de cuerpo y alma; por eso expulsa los espíritus con su palabra. Su palabra es palabra de amor, palabra purificadora: expulsa los espíritus de temor, soledad y oposición a Dios; así purifica nuestra alma y nos da paz interior. Así nos da el espíritu de amor y la curación que comienza en nuestro interior.
Pero Jesús no sólo habló; es Palabra encarnada. Sufrió con nosotros y murió. Con su pasión y muerte, asumió y transformó hasta el fondo nuestra debilidad. Precisamente por eso, como dice el siervo de Dios Juan Pablo II en la carta apostólica Salvifici doloris, "sufrir significa hacerse particularmente receptivos, particularmente abiertos a la acción de las fuerzas salvíficas de Dios, ofrecidas a la humanidad en Cristo" (n. 23).
Queridos hermanos y hermanas, somos cada vez más conscientes de que la vida del hombre no es un bien del que se pueda disponer, sino un cofre valioso que es preciso custodiar y cuidar con el mayor esmero posible, desde el momento de su inicio hasta su término último y natural. La vida es un misterio que, de por sí, exige por parte de todos y de cada uno responsabilidad, amor, paciencia y caridad. Aún más necesario es rodear de cuidados y de respeto a quienes están enfermos y sufren.
Esto no siempre es fácil, pero sabemos dónde encontrar la valentía y la paciencia para afrontar las vicisitudes de la existencia terrena, especialmente las enfermedades y todo tipo de sufrimiento. Para nosotros, los cristianos, en Cristo es donde se encuentra la respuesta al enigma del dolor y de la muerte. La participación en la santa misa, como acabáis de hacer vosotros, nos sumerge en el misterio de su muerte y resurrección. Toda celebración eucarística es el memorial perenne de Cristo crucificado y resucitado, que derrotó el poder del mal con la omnipotencia de su amor. Por tanto, en la "escuela" de Cristo Eucaristía es donde podemos aprender a amar siempre la vida y a aceptar nuestra aparente impotencia ante la enfermedad y la muerte.
Mi venerado predecesor Juan Pablo II quiso que la Jornada mundial del enfermo coincidiera con la fiesta de la Virgen Inmaculada de Lourdes. En ese lugar sagrado nuestra Madre celestial vino a recordarnos que en esta tierra sólo estamos de paso y que la morada verdadera y definitiva del hombre es el cielo. Hacia esa meta debemos tender todos. Que la luz que viene "de lo alto" nos ayude a comprender y a dar sentido y valor también a la experiencia del sufrir y del morir.
Pidamos a la Virgen que dirija su mirada materna a todo enfermo y a su familia, para ayudarles a llevar con Cristo el peso de la cruz. Encomendémosle a ella, Madre de la humanidad, a los pobres, a los que sufren, a los enfermos del mundo entero, y de modo especial a los niños que sufren. Con estos sentimientos, os animo a confiar siempre en el Señor y de corazón os bendigo a todos.
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