Peregrinación al santuario de la Santa Faz de Manoppello
PEREGRINACIÓN AL SANTUARIO DE LA SANTA FAZ DE MANOPELLO
DISCURSO DE SU SANTIDAD BENEDICTO XVI
Viernes 1 de septiembre de 2006
Antes de entrar en el santuario el Santo Padre saludó a la multitud de fieles reunidos fuera.
Queridos hermanos y hermanas:
Gracias por esta bienvenida tan cordial. Veo que la Iglesia es una gran familia. Donde está el Papa, la familia se reúne con gran alegría. Para mí es signo de la fe viva, de la alegría que nos da la fe, de la comunión, de la paz que crea la fe. Y os agradezco mucho esta bienvenida. En vuestros rostros veo toda la belleza de esta región de Italia.
Saludo en particular a los enfermos. Sabemos que el Señor está muy cerca de vosotros, os ayuda, os acompaña en vuestros sufrimientos. Os tenemos presentes en nuestras oraciones. También vosotros orad por nosotros.
Un saludo en especial a los jóvenes y a los niños de primera Comunión. Gracias por vuestro entusiasmo, por vuestra fe. Todos nosotros, como dicen los Salmos, "buscamos el rostro del Señor". También este es el sentido de mi visita. Juntos tratemos de conocer cada vez mejor el rostro del Señor y de encontrar en el rostro del Señor la fuerza de amor y de paz que nos muestra también el camino de nuestra vida.
Gracias y felicidades a todos vosotros.
* * *
Excelencia;
venerados hermanos en el episcopado;
queridos hermanos y hermanas:
Ante todo quiero manifestar una vez más mi gratitud por esta acogida; por sus palabras, excelencia, tan profundas y cordiales; por la expresión de su amistad, de vuestra amistad; y por los dones tan significativos: la faz de Cristo, aquí venerada, para mí, para mi casa, y luego estos dones de vuestra tierra, que expresan la belleza y la bondad de la tierra, de los hombres que viven y trabajan aquí, y la belleza y la bondad del Creador mismo.
Quisiera sencillamente dar gracias a Dios por este encuentro cordial y familiar, en un lugar donde podemos meditar en el misterio del amor divino contemplando el icono de la Santa Faz. A todos vosotros, aquí presentes, va mi agradecimiento más sincero por vuestra afectuosa acogida y por el compromiso y la discreción con que habéis favorecido esta peregrinación privada, que, sin embargo, como peregrinación eclesial, no puede ser del todo privada.
Saludo y doy las gracias en particular a vuestro arzobispo, amigo mío desde hace muchos años. Hemos colaborado en la Comisión teológica. En muchas conversaciones he aprendido siempre de su sabiduría y también de sus libros. Gracias por los dones que me habéis ofrecido y que aprecio mucho por tratarse de "signos", como los ha llamado mons. Forte. En efecto, son signos de la comunión afectiva y efectiva que une al pueblo de esta querida tierra de los Abruzos con el Sucesor de Pedro.
Os saludo en especial a vosotros, sacerdotes, religiosos y religiosas, y seminaristas aquí reunidos. Me alegra en particular ver un gran número de seminaristas, por consiguiente el futuro de la Iglesia presente entre nosotros. Dado que no me es posible encontrarme con toda la comunidad diocesana -tal vez será posible en otra ocasión-, me complace que la representéis vosotros, personas ya dedicadas al ministerio presbiteral y a la vida consagrada, o encaminadas hacia el sacerdocio; personas que me alegra considerar enamoradas de Cristo, atraídas por él y comprometidas a hacer de su vida una continua búsqueda de su santo rostro.
Por último, saludo cordialmente a la comunidad de los padres capuchinos, que nos acogen, y que desde hace siglos atienden este santuario, meta de tantos peregrinos.
Cuando, hace poco, me encontraba orando, pensaba en los dos primeros Apóstoles, los cuales, impulsados por Juan Bautista, siguieron a Jesús junto al río Jordán, como leemos en el evangelio de san Juan (cf. Jn 1, 35-37). El evangelista narra que Jesús se volvió hacia ellos y les preguntó: "¿Qué buscáis?". Ellos respondieron: "Rabbí, ¿dónde vives?". Y él a su vez les dijo: "Venid y lo veréis" (Jn 1, 38-39).
Ese mismo día los dos que lo siguieron hicieron una experiencia inolvidable, que los impulsó a decir: "Hemos encontrado al Mesías" (Jn 1, 41). Aquel a quien pocas horas antes consideraban un simple "rabbí", había adquirido una identidad muy precisa, la del Cristo esperado desde hacía siglos. Pero, en realidad, ¡cuán largo camino tenían aún por delante esos discípulos! No podían ni siquiera imaginar cuán profundo podía ser el misterio de Jesús de Nazaret; cuán insondable e inescrutable sería su "rostro"; hasta el punto de que, después de haber convivido con él durante tres años, Felipe, uno de ellos, escucharía de labios de Jesús estas palabras durante la última Cena: "¿Tanto tiempo hace que estoy con vosotros y no me conoces, Felipe?", y luego las palabras que expresan toda la novedad de la revelación de Jesús: "El que me ha visto a mí, ha visto al Padre" (Jn 14, 9).
Sólo después de su pasión, cuando se encontraron con él resucitado, cuando el Espíritu iluminó su mente y su corazón, los Apóstoles comprendieron el significado de las palabras que Jesús les había dicho y lo reconocieron como el Hijo de Dios, el Mesías prometido para la redención del mundo.
Entonces se convirtieron en sus mensajeros incansables, en sus testigos valientes hasta el martirio.
"El que me ha visto a mí, ha visto al Padre". Sí, queridos hermanos y hermanas, para "ver a Dios" es preciso conocer a Cristo y dejarse modelar por su Espíritu, que guía a los creyentes "hasta la verdad completa" (Jn 16, 13). El que encuentra a Jesús, el que se deja atraer por él y está dispuesto a seguirlo hasta el sacrificio de la vida, experimenta personalmente, como hizo él en la cruz, que sólo el "grano de trigo" que cae en tierra y muere da "mucho fruto" (cf. Jn 12, 24).
Este es el camino de Cristo, el camino del amor total, que vence a la muerte: el que lo recorre y "el que odia su vida en este mundo, la guardará para la vida eterna" (Jn 12, 25). Es decir, vive en Dios ya en esta tierra, atraído y transformado por el resplandor de su rostro.
Esta es la experiencia de los verdaderos amigos de Dios, los santos, que han reconocido y amado en los hermanos, especialmente en los más pobres y necesitados, el rostro de aquel Dios largamente contemplado con amor en la oración. Ellos son para nosotros ejemplos estimulantes, dignos de imitar; nos aseguran que si recorremos con fidelidad ese camino, el camino del amor, también nosotros, como canta el salmista, nos saciaremos de gozo en la presencia de Dios (cf. Sal 16, 15).
"Jesu... quam bonus te quaerentibus", "Jesús, qué bondadoso eres con los que te buscan". Así hemos cantado hace poco, entonando el antiguo canto "Jesu, dulcis memoria", que algunos atribuyen a san Bernardo. Es un himno que adquiere un significado especial en este santuario dedicado a la Santa Faz y que nos trae a la mente el salmo 23: "Esta es la generación de los que lo buscan, los que buscan tu rostro, oh Dios de Jacob" (v. 6). Pero, ¿cuál es la "generación" que busca el rostro de Dios?, ¿cuál es la generación digna de "subir al monte del Señor", de "estar en el recinto sacro"? Explica el salmista: son los que tienen "manos inocentes y puro corazón", los que no dicen mentiras ni juran contra el prójimo en falso (cf. vv. 3-4).
Así pues, para entrar en comunión con Cristo y contemplar su rostro, para reconocer el rostro del Señor en el de los hermanos y en las vicisitudes de todos los días, es preciso tener "manos inocentes y puro corazón". "Manos inocentes" quiere decir existencias iluminadas por la verdad del amor, que vence a la indiferencia, la duda, la mentira y el egoísmo. Además, hay que tener un corazón puro, un corazón arrebatado por la belleza divina, como dice santa Teresa de Lisieux en su oración a la Santa Faz; un corazón que lleve impresa la faz de Cristo.
Queridos sacerdotes, si queda impresa en vosotros, pastores de la grey de Cristo, la santidad de su rostro, no tengáis miedo: también los fieles encomendados a vuestra solicitud pastoral se contagiarán y transformarán. Y vosotros, seminaristas, que os preparáis para ser guías responsables del pueblo cristiano, no os dejéis atraer por nada que no sea Jesús y el deseo de servir a su Iglesia.
Lo mismo os digo a vosotros, religiosos y religiosas, para que todas vuestras actividades sean reflejo visible de la bondad y de la misericordia divina.
"Busco tu rostro, Señor". Buscar el rostro de Jesús debe ser el anhelo de todos los cristianos, pues nosotros somos "la generación" que en este tiempo busca su rostro, el rostro del "Dios de Jacob". Si perseveramos en la búsqueda del rostro del Señor, al final de nuestra peregrinación terrena será él, Jesús, nuestro gozo eterno, nuestra recompensa y gloria para siempre: "Sis Jesu nostrum gaudium, qui es futurus praemium: sit nostra in te gloria, per cuncta semper saecula".
Esta es la certeza que ha impulsado a los santos de vuestra región, entre los cuales me complace citar en particular a Gabriel de la Dolorosa y Camilo de Lelis; a ellos va nuestro recuerdo reverente y nuestra oración. Pero ahora queremos dirigir un pensamiento de especial devoción a la "Reina de todos los santos", la Virgen María, a la que veneráis en diversos santuarios y capillas esparcidas por los valles y los montes de los Abruzos.
Que la Virgen, en cuyo rostro, más que en cualquier otra criatura, se ven los rasgos del Verbo encarnado, vele sobre las familias y las parroquias, sobre las ciudades y las naciones del mundo entero. Que la Madre del Creador nos ayude a respetar también la naturaleza, gran don de Dios que aquí podemos admirar contemplando las estupendas montañas que nos rodean. Este don, sin embargo, siempre corre un serio peligro de degradación ambiental y por tanto es preciso defenderlo y protegerlo. Se trata de una urgencia que, como decía mons. Forte, pone muy bien de relieve la Jornada de reflexión y oración para la salvaguardia de la creación, que celebra precisamente hoy la Iglesia en Italia.
Queridos hermanos y hermanas, a la vez que os doy nuevamente las gracias por vuestra presencia y por vuestros dones, invoco sobre todos vosotros y sobre vuestros seres queridos la bendición de Dios con la antigua fórmula bíblica: "El Señor os bendiga y os guarde; ilumine su rostro sobre vosotros y os sea propicio; el Señor os muestre su rostro y os conceda la paz" (cf. Nm 6, 24-26).
Amén.
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