Pontificio colegio norteamericano
DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
A EX ALUMNOS DEL PONTIFICIO COLEGIO NORTEAMERICANO
Viernes 8 de enero de 1999
Eminencias;
excelencias;
queridos amigos:
Me alegra mucho saludar a los ex alumnos del Pontificio Colegio Norteamericano, con ocasión de vuestra reunión anual. También doy una cordial bienvenida al rector, a los profesores y a los estudiantes del Colegio, así como a los alumnos sacerdotes de la casa Santa María de la Humildad.
Habéis vuelto a Roma, donde recibisteis vuestra formación sacerdotal, para revivir las profundas experiencias que han forjado vuestra identidad y alimentado vuestra espiritualidad sacerdotal. Gracias a vuestros estudios en la ciudad eterna, habéis podido encontrar, de un modo único, la tradición viva de la Iglesia y el misterio de su unidad católica, fundada en el testimonio de los Apóstoles y garantizada por el ministerio del Sucesor de Pedro. Frente a numerosas y preocupantes tendencias a la polarización y a la división en el seno de la sociedad, hoy es más urgente que nunca que los sacerdotes sean servidores y testigos de la comunión sobrenatural con Dios y con los demás, que constituye el corazón mismo de nuestra pertenencia a la Iglesia. Ojalá que estos días de recuerdo y acción de gracias fortalezcan vuestra decisión de ser ministros fieles de la Iglesia y buenos pastores del rebaño de Cristo en Estados Unidos.
El Pontificio Colegio Norteamericano se fundó en una época en que los católicos eran una pequeña minoría en Estados Unidos, constituida sobre todo por inmigrantes. Hoy, gracias a la obra incansable de generaciones de sacerdotes, religiosos y laicos, la Iglesia en vuestro país posee inmensos recursos para proclamar el Evangelio y contribuir con la rica herencia de la doctrina moral y social de la Iglesia a los grandes debates que están modelando el futuro de vuestra nación. El gran desafío que afrontan ahora los católicos de Estados Unidos en todos los sectores de la vida nacional y de la cultura consiste en dar un testimonio público común y convincente de las verdades sobre la persona humana y la comunidad humana, que han sido reveladas por Dios, son accesibles a la razón y están recogidas en los documentos fundamentales de vuestra República. Espero que el Colegio, formando a predicadores del Evangelio inteligentes, sabios y santos, responda plenamente a este desafío y ejerza un influjo constructivo y profético para la renovación moral de la sociedad norteamericana.
Queridos amigos, al acercarnos al alba del tercer milenio cristiano, pido a Dios que seáis heraldos cada vez más fieles y celosos de Jesucristo, «el mismo ayer, hoy y siempre» (Hb 13, 8). Encomendándoos a todos a la intercesión amorosa de María Inmaculada, patrona de vuestro país y de vuestro colegio, os imparto cordialmente mi bendición apostólica como prenda de fortaleza y paz en el Señor.