SANCTORUM ALTRIX
CARTA APOSTÓLICA
SANCTORUM ALTRIX
DEL SUMO PONTÍFICE
JUAN PABLO II
EN EL XV CENTENARIO DEL NACIMIENTO DE SAN BENITO
PATRONO DE EUROPA, MENSAJERO DE PAZ
A los queridos hijos Viktor Dammertz, abad primado de la Orden de San Benito;
Santiago del Río, abad general de la congregación de Eremitas Camaldulenses de Monte Corona; Paolo Ananian, abad general de la congregación Mequitarista de Venecia;
Sighar Kleiner, abad general de la Orden Cisterciense; Ambrose Southey, abad general de la Orden de los Cistercienses Reformados (Trapenses).
Queridos hijos: Salud y bendición apostólica.
MADRE DE SANTOS, la Iglesia presenta ante sus hijos, como maestros de vida, a aquellos que, con un espléndido ejercicio de virtudes, siguieron fielmente a Cristo su Esposo, a fin de que, imitando su ejemplo puedan llegar a una perfecta unión con Dios, aun en medio de las distracciones del mundo, llegando así a su propia meta. Esos excelsos hombres y mujeres, aun sometidos durante su vida terrena a los especiales condicionamientos de su tiempo, principalmente culturales, hicieron, sin embargo, resplandecer, por su modo de vivir y su doctrina, un aspecto particular del misterio de Cristo que, superando los estrechos límites del tiempo, sigue conservando hoy su fuerza y su vigor.
Por eso, al celebrarse ahora solemnemente el XV centenario del nacimiento de San Benito, se presenta la ocasión de escuchar nuevamente su mensaje espiritual y social.
1. En toda religión siempre hubo hombres que, "esforzándose por calmar en cualquier modo las inquietudes del corazón humano" ( («Nostra Aetate», 1), fueron atraídos especialmente hacia lo Absoluto y lo Eterno. Entre ellos, por lo que respecta al cristianismo, sobresalen los Monjes que, ya en los siglos III y IV, habían instituido, en algunas regiones de Oriente, una propia forma de vida, tendiendo a realizar, por inspiración divina, a ejemplo de Cristo, "dedicado a la contemplación sobre el monte" («Lumen Gentium», 46) , o una vida solitaria y apartada, o la entrega al servicio de Dios en una convivencia de caridad fraterna.
Desde Oriente, la disciplina monástica penetró después en toda la Iglesia y alimentó el saludable propósito de otros que, conservando las formas de la vida religiosa, imitaban al Salvador que anunciaba a las multitudes el Reino de Dios y convertía a vida mejor a los pecadores («Lumen Gentium», 46) .
En un momento en que, a causa de ese espiritual fermento, la Iglesia iba creciendo, mientras que la civilización romana, ya decrépita, decaía -poco antes, efectivamente, se había derrumbado su imperio occidental-, hacia el año 480 nacía en Nursia San Benito. "Bendito, que tal era por gracia y por su nombre, teniendo ya desde su infancia un corazón adulto", y "deseoso de agradar solamente a Dios" (S.Gregorii Magni «Dialogorum lib. II», Prolog.: PL 66,126), se puso a la escucha del Señor, que buscaba su operario (cfr. S.Benedicti «Regula», Prolog., 1.14), y venciendo, con el Evangelio por guía, las dudas que surgieron en su ánimo al comienzo, recorrió "caminos duros y ásperos" (S.Benedicti «Regula», 58,8) , es decir, se encaminó "por la senda estrecha que conduce a la vida" (cfr. Mt 7,14).
Llevando vida solitaria en algunos lugares y purificándose en la prueba de la tentación, llegó a abrir completamente su corazón a Dios. Impulsado por el amor divino, reunió a otros hombres con los cuales, como padre, siguió "la escuela del servicio del Señor" (S.Benedicti «Regula», Prolog., 45) . Y así, "con el sabio uso de los instrumentos de las buenas obras" (cfr. S.Benedicti «Regula», 4), unido al sentido del propio deber, él y sus discípulos constituyeron una pequeña sociedad cristiana, donde finalmente -como dijo nuestro predecesor Pablo VI, de reciente memoria- "reinaba el amor, la obediencia, la inocencia, el ánimo libre de las cosas y el arte de usarlas rectamente, la primacía del espíritu, la paz; en una palabra, el Evangelio" (cfr. Pauli VI «Allocutio in Archicoenobio Casinensi habita», die 24 oct. 1964: «Insegnamenti di Paolo VI», II [1964] 604) .
Poniendo en práctica todo lo bueno que había en la tradición eclesial de Oriente y de Occidente el Santo de Nursia se elevó a la consideración del hombre en su totalidad e inculcó su dignidad irrepetible como persona.
Cuando murió, en el año 547, ya habían quedado puestos los sólidos fundamentos de la vida monástica que, especialmente después de los Sínodos de la época carolingia, se convirtió en el monaquismo occidental. El cual, después, a través de las abadías y las otras casas benedictinas, difundidas por todas partes, constituyó la estructura de la nueva Europa; de Europa, decimos, a cuyas "poblaciones, extendidas desde el mar Mediterráneo hasta Escandinavia, desde Irlanda hasta las llanuras de Polonia, los hijos de este Santo llevaron, con la cruz, con el libro, con el arado, la civilización cristiana" (cfr. Pauli VI «Pacis Nuntius»: AAS 56 [1964] 965).
2. Nuestra intención es hoy la de llamar vuestra atención sobre tres características fundamentales de la vida benedictina; a saber: la oración, el trabajo y el ejercicio paterno de la autoridad. Nos conviene considerar esos tres elementos en un más amplio marco teológico y humano -en cuanto surgen de la vida y del magisterio de Benito, y principalmente de su regla-, para poderlos comprender más profundamente.
La regla benedictina, según palabras de su propio santo autor, quiere ser "una regla mínima para principiantes", pero en realidad es un compendio muy rico del Evangelio, traducido en un género de vida no común. En efecto, teniendo ante los ojos al hombre y su suerte asociada a la redención, esa regla propone algunos principios de doctrina, pero especialmente una forma de vida. Y aunque tal método de vida se proponga a los monjes -y, por añadidura, a monjes del siglo VI-, sin embargo, contiene e irradia enseñanzas que afectan a nuestro tiempo y ayudan a cuantos nacieron en el bautismo y crecieron en la fe; a cuantos, "por inercia de la desobediencia se alejaron de Dios y ahora, con la obediencia, no siempre fácil de la fe, se esfuerzan por volver a Él" (cfr. S.Benedicti «Regula», Prolog., 2).
La vida benedictina aparece en la Iglesia sobre todo como una ardentísima búsqueda de Dios, con la cual, en cierto modo es necesario que esté marcado el curso de la vida de todo cristiano, que tiende hacia las "más altas cimas de doctrina y de virtud" (S.Benedicti «Regula», 73,9; cfr. «Lumen Gentium», 9; «Unitatis Redintegratio», 2) , hasta que llegue a la patria celestial. San Benito recorre y observa ese camino con ánimo solícito y conmovido, mostrando los no pocos impedimentos que lo hacen arduo, así como los peligros que parecen cerrarlo y hacer inútiles todos los esfuerzos; porque el hombre es esclavo de inmoderadas codicias, con las cuales a veces se hincha de vana presunción y a veces se atemoriza con una zozobra que agota sus fuerzas (cfr. S.Benedicti «Regula», Prolog., 48).
Pero este "camino de vida" (cfr. S.Benedicti «Regula», Prolog., 20) puede ser recorrido solamente con determinadas condiciones, es decir, en la medida en que se ama a Cristo con corazón indiviso y se conserva una genuina humildad. Entonces el cristiano, consciente de su indigencia y debilidad, entra con ayuda de Dios en la vida espiritual, se libera de lo que le estorba, contempla más claramente su naturaleza auténtica como persona, y en las profundidades más íntimas de su alma descubre a Dios presente. Por tanto, el amor a la humildad se funden y mueven al hombre a descender, para después subir más alto. Nuestra vida es, efectivamente, una escalera "que, mediante la humildad de corazón, el Señor endereza hacia el cielo" (S.Benedicti «Regula», 7,8).
Ahora bien, una consideración limitada al aspecto exterior de la vida monástica, puede hacer creer que el estilo de vida benedictina favorece solamente la utilidad del monje que la profesa e induce al fácil olvido de los demás, liberando así su alma del sentido social y de los problemas reales de la humanidad. Desgraciadamente, la vida que se lleva dentro de la clausura monástica, con la costumbre de la oración, en la soledad y en el silencio, es considerada de ese modo incluso por algunos que pertenecen a la comunidad eclesial.
En realidad, cuando el monje recoge su espíritu o, como dice San Gregorio de Benito de Nursia, habita consigo mismo y espera diligentemente a sí mismo a través de la purificación de la ascética penitencial, hace esto también para liberarse de la esclavitud de la voluntad propia. Pero esa atención del espíritu que uno dirige hacia sí mismo, es sólo una condición totalmente necesaria para que su alma se abra con más sincero interés hacia Dios y hacia sus hermanos. Bajo el impulso de esa concepción benedictina de la vida, sucede que cada uno de los monjes vive en comunidad, y ésta se convierte en un lugar de acogida.
San Benito recorre esta vía maestra a través de la cual, en el ámbito de la vida monástica, se va hacia Dios. Ahora bien, la convivencia monástica -llamada por el propio santo ambiente singular en el que los corazones de quienes forman parte de ella se dilatan en el ejercicio de la propia obediencia- está movida y estimulada por un vehemente amor al prójimo, por el cual cada uno se siente impelido a dedicarse al bien del hermano, olvidando sus propias conveniencias.
Cuando el hombre, día tras día, se preocupa de que la exigencia ineludible del recogimiento interior y de la modestia, así como la no menos ineludible participación en la vida, queden justamente compensadas, aumenta en él la capacidad de realizarse como persona auténtica, que tiene relaciones con los otros y sobre todo con Dios, que es el Otro por excelencia.
Sin embargo, en este modo de estimar los hombres y las realidades sociales que es propio de San Benito y de toda la tradición que de él proviene, las relaciones no están circunscritas a la sola comunidad monacal. La clausura separa realmente del siglo al monje y debe constituir contra toda vana disipación una especie de barrera que no es lícito sobrepasar; pero esa barrera no divide ni separa del amor. Más aún ese límite abre un espacio necesario a una más amplia libertad en que el monje -y en cierto modo todo hombre cuidadoso de su "pequeña clausura"- viva y crezca en el amor y ahí abra su corazón a los hermanos que desean compartir todo cuanto él experimenta en su unión con Dios; y así felizmente ocurrirá, como observó muy bien Pablo VI diciendo, que la sede monástica esté "cada vez más frecuentada como casa de paz y de oración, donde los hombres se encuentren a sí mismos y a Dios dentro de ellos" (Pauli VI «Epistula ad Ioannem Carmelum Card. Heenan, Archiepiscopum Vestmonasteriensem: «Insegnamenti di Paolo VI», XIII [1975] 615) . En otras palabras, se debe constituir allí "la escuela del servicio del Señor", es decir, "la escuela... de la virtud y de la contemplación, que surge abundantemente de las claras y sólidas explicaciones del Evangelio, de la doctrina tradicional, del Magisterio de la Iglesia" (Pauli VI «Epistula ad Ioannem Carmelum Card. Heenan, Archiepiscopum Vestmonasteriensem: «Insegnamenti di Paolo VI», XIII [1975] 616); de forma que el monje necesariamente establezca relación con todos y cada uno, superando, con la oración, todo confín de espacio y límite de tiempo. Por todas estas condiciones, el monje de San Benito resulta hermano universal, evangelizador, mensajero de paz y de amor.
3. En los tiempos de San Benito, la comunidad eclesial y la sociedad civil muestran muchas semejanzas con las condiciones actuales de la vida humana. Las perturbaciones de la cosa pública y la incertidumbre sobre el futuro, a causa de las guerras amenazantes o en curso, acarreaban males que llenaban los ánimos de turbación y angustia, hasta el punto de considerar la vida como carente de cualquier seguro y válido significado.
En el ámbito de la Iglesia se registraba un esfuerzo constante con el que los hombres fervientes investigaban animosamente los misterios de Dios, especialmente la inescrutable verdad de la divinidad del Hijo y de su genuina humanidad. Todas estas cosas resonaban como un eco en las palabras, dignas de eterna memoria, de León Magno, Sucesor de San Pedro y Obispo de Roma.
San Benito, considerando atentamente este estado de cosas, tomó de Dios y de la viva Tradición de la Iglesia, la luz y el camino que tenía que seguir. Por tanto, la resolución tomada puede ser considerada el paradigma del deber cristiano en las vicisitudes del peregrinar terreno, aunque no ofrezca a todos un método de vida concretamente determinado.
Jesucristo es el centro vital, absolutamente necesario, al que todas las realidades y acontecimientos deben referirse para que puedan adquirir un sentido y una sólida consistencia. Recordando un pensamiento de San Cipriano, obispo de Cartago, Benito afirma con fuerza y gravedad qué "absolutamente nada debe ser antepuesto al amor de Cristo"(cfr. S.Benedicti «Regula», 4,21; 72,11).
En efecto; en los hombres y en las realidades terrenas hay una fuerza y una importancia en cuanto están enlazados con Cristo; bajo esta luz, por tanto, deben ser considerados y estimados. Todos cuantos están en el monasterio -desde el superior, (que es el padre, el abad), al huésped desconocido y pobre, desde el enfermo al más pequeño de los hermanos- significan la viva presencia de Cristo. También los bienes del monasterio son signo del amor de Dios a las criaturas, o del amor que conduce al hombre hacia Dios; más aún, los instrumentos y utensilios de trabajo "son considerados como los vasos sagrados del altar" (cfr. S.Benedicti «Regula», 31,10).
San Benito no propone una cierta visión teológica abstracta, sino que, partiendo de la verdad de las cosas, como suele hacer, inculca fuertemente en las almas un modo de pensar y de obrar por el cual la teología se traslada al vivir cotidiano. No le interesa tanto hablar de la verdad de Cristo, cuanto vivir con plena verdad el misterio de Cristo y el "cristocentrismo" que de ello se deriva.
Es necesario que la prioridad que debe atribuirse a la visión sobrenatural de las vicisitudes cotidianas, concuerde con la verdad de la Encarnación; no es lícito al hombre fiel a Dios olvidarse de lo que es humano; debe ser fiel también al hombre. Por eso, el deber que hemos de cumplir, como suele decirse, en sentido vertical y que se traduce en la vida de oración, está rectamente ordenado cuando se armoniza estrechamente con los compromisos que provienen de la consideración horizontal de la realidad el más importante de los cuales es el trabajo.
En la convivencia monástica, por tanto, bajo la guía del que "como se sabe por la fe, hace las veces de Cristo"(S.Benedicti «Regula», 63,13; cfr. 2,2), San Benito indica el camino que hay que recorrer, camino que se distingue por la gran discreción y equilibrio. Ese camino, que enlaza soledad y convivencia, oración y trabajo, debe ser recorrido también por cada hombre de nuestro tiempo -aunque sea diverso el modo en que hay que considerar esos elementos- para que pueda cumplir realmente su vocación.
4. El amor verdadero y absoluto hacia Cristo se manifiesta de manera significativa en la oración, que es como el quicio en torno al cual giran la jornada del monje y toda la vida benedictina.
Pero el fundamento de la oración, según la doctrina de San Benito, se basa en el hecho de que el hombre escuche la palabra; porque el Verbo Encarnado habla, aquí, hoy, a cada uno de los hombres, vivientes en la presente irrepetible condición; lo hace a través de las Escrituras y la mediación ministerial de la Iglesia; cosa que en el monasterio se realiza también a través de las palabras del padre y de los hermanos de la comunidad.
En esa obediencia de fe, la Palabra de Dios es escuchada con humildad y con gozo, que derivan de su perenne novedad que el tiempo no disminuye, antes bien la hace más vigorosa y de día en día más atrayente. La Palabra de Dios, por tanto, resulta fuente inexhausta de oración, porque "Dios mismo habla al alma sugiriéndole a la vez la respuesta que su corazón espera. Esta oración se reparte en las diversas horas del día, vivificando y alimentando, como manantial subterráneo, las actividades cotidianas"(cfr. Pauli VI «Allocutio ad Benedectinas Antistitas», die 29 sept. 1976: «Insegnamenti di Paolo VI», XIV [1976] 771).
Así, a través de la meditación tranquila y sabrosa -que es una verdadera rumia espiritual- la Palabra de Dios excita en el ánimo de quienes se han dedicado a la oración esos fuertes resplandores de luz que iluminan el transcurso de la jornada. Ciertamente, esta es la "oración del corazón" esa "breve y pura oración" (cfr. S.Benedicti «Regula», 20,4), con la que respondemos a los impulsos divinos y al mismo tiempo solicitamos del Señor que nos proporcione el don inagotable de su misericordia.
Así, pues, el alma espera cada día con amor la Palabra de Dios y la estudia con ferviente interés; todo ello mediante una aplicación vital, fruto no de la ciencia humana sino de una sabiduría que tiene en sí algo de divino; es decir, no para saber más, sino, por decirlo así, para ser más; para conversar con Dios, para dirigirnos a Él con sus mismas palabras, para que pensemos lo que Él piensa; en resumen, para que vivamos su vida.
El fiel, escuchando la Palabra de Dios, se siente capaz de entender el transcurso de los acontecimientos y de los tiempos que el Señor, en su Providencia, ha dispuesto para la humana familia, de modo que al alma creyente se le ofrezca un más amplio panorama del designio divino de salvación. De ese modo, sucederá que, por medio de la fe, se lleguen a percibir las maravillas de Dios, con ojos abiertos y "oídos atentísimos" (cfr. S.Benedicti «Regula», Prolog., 9). La luz divinizante de la contemplación excita la llama, y tanto el silencio unido a la admiración, como los cánticos exultantes y la diligente acción de gracias, dan a esa oración una índole particular, mediante la cual los monjes celebran cantando las alabanzas del Señor cada día. Entonces, la oración se convierte en algo así como la voz de toda la creación y en cierto modo anticipa el excelso cántico de la Jerusalén celestial. La Palabra de Dios, en este peregrinar terreno, se deja oír toda la vida como abierta a la mirada de Aquel que desde lo alto lo ve todo y así, la oración dirigida al Padre da voz a los que ya no tienen voz; y en ella resuenan, en cierto modo, las alegrías y las ansias, los éxitos favorables, las esperanzas defraudadas y la espera de tiempos mejores.
San Benito es conducido, especialmente en la sacra liturgia, por esa Palabra de Dios, no ciertamente para obtener que la comunidad sea solamente una asamblea que celebre con fervor los misterios divinos y, en el canto coral, exprese la común experiencia procedente del Espíritu; su mayor interés es que el alma responda más íntimamente a la palabra divina proclamada y cantada y que "nuestro espíritu concuerde con nuestra voz" (S.Benedicti «Regula», 19,7). Las Sagradas Escrituras, conocidas y saboreadas de ese modo vital, se leen con deleite cuando al mismo tiempo nos dedicamos intensamente a la oración. Por impulso del amor, muchas veces el alma se recoge ante Dios; nada se antepone a la obra de Dios (cfr. S.Benedicti «Regula», 4,55.56; 43,3); la oración hecha en la liturgia se traslada a la vida y la misma vida se transforma en oración. Así, la oración, apenas terminada la liturgia, se amplifica y prolonga en el recogimiento y en el silencio interior, con lo cual cada uno seguirá rezando por su cuenta y la oración continuada penetra en las actividades y en los momentos de la jornada.
San Benito, amante de la Palabra de Dios, la lee no solamente en las Sagradas Escrituras, sino también en el gran libro que es la naturaleza. El hombre, contemplando la belleza de lo creado, se conmueve en lo más íntimo de su alma y se siente llamado a elevar su mente hacia Aquel que es su fuente y origen; al mismo tiempo, se ve inducido a comportarse casi con reverencia hacia la naturaleza, a poner de relieve sus bellezas, respetando sus verdades.
"Donde inspira el silencio, allí habla la oración" (cfr. Pauli VI «Allocutio ad Benedectinos monachos», die 8 sept. 1971: «Insegnamenti di Paolo VI«, IX [1971] 756) ; efectivamente, en la soledad se intensifica la oración con una cierta riqueza personal; y esto vale tanto para aquel valle inculto del Aniene, en que San Benito vivió sólo con Dios como para la ciudad en que sobreabundan los productos de la técnica, pero es alienante para el alma, donde el hombre de nuestro tiempo queda muchas veces marginado y abandonado a sí mismo. Es necesario que el espíritu experimente una especie de desierto, para poder conducir una verdadera vida espiritual; porque esto preserva de palabras vanas, facilita una relación nueva con Dios, con los hombres y con las cosas. En el silencio del desierto, las relaciones que la persona establece con los demás se reducen a lo que es esencial y primario y adquieren una cierta austeridad, de modo que el corazón se purifica y se vuelve a descubrir la práctica de la oración cotidiana, que desde lo íntimo del corazón se eleva a Dios. Tal oración no se entretiene en muchas palabras, sino que se eleva "en la pureza del corazón ferviente y en la compunción de las lágrimas" (cfr. S.Benedicti «Regula», 20,3; 52,4).
5. El rostro del hombre se ve muchas veces surcado por las lágrimas que, aunque no siempre debidas a sincera compunción o a alegría abundante, al surgir impulsan al alma a orar; en efecto, muchas veces derraman lágrimas de dolor y angustia quienes ven pisoteada su dignidad humana y no llegan a conseguir aquello a que justamente aspiran, ni a obtener un trabajo adecuado a sus necesidades y a su capacidad.
También San Benito vivía en una sociedad turbada por las injusticias, en la cual la persona muchas veces no era tenida en cuenta y se la consideraba como una cosa; en aquel contexto social, estructurado en clases, los desheredados quedaban marginados y considerados entre el número de los siervos, los pobres eran reducidos a la miseria y los ricos se enriquecían cada vez más. En cambio aquel hombre egregio quiso que la comunidad monástica se apoyase sobre el fundamento de los preceptos del Evangelio. Restituye el hombre a su integridad, fuera cual fuese el orden social de procedencia: provee a las necesidades de todos según las normas de una sapiente justicia distributiva; a cada uno asigna encargos complementarios y entre ellos sabiamente ordenados; a unos les cuida en su enfermedad, sin hacer ningún género de concesiones a la pereza; a otros, les da espacio para sus actividades, a fin de que no se sientan coartados, sino estimulados a ejercitar sus mejores energías. De ese modo también quita el pretexto incluso a la más leve murmuración, a veces incluso fundada, creando las condiciones para la paz.
El hombre, según San Benito, no puede ser considerado una máquina anónima que hay que aprovechar con el único intento de sacar de ella el mayor rendimiento posible, sin conceder consideración moral alguna al obrero y negándole la justa paga. Hay que recordar, en efecto, que en aquel tiempo el trabajo era realizado ordinariamente por esclavos, a los que no se reconocía la dignidad de persona humana. Pero San Benito considera el trabajo, sea cualquiera la forma en que se ejerza, como parte esencial de la vida y obliga a los monjes a que trabajen, por deber de conciencia. El trabajo, además, deberá ser mantenido "por motivo de obediencia y de expiación" (Pii XII «Fulgens Radiatur»: AAS 39 [1947] 154), ya que el dolor y el sudor son inseparables de cualquier esfuerzo verdaderamente eficaz. Esta fatiga, por tanto, tiene una fuerza redentora en cuanto purifica al hombre del pecado y además ennoblece tanto las realidades que son objeto de la actividad humana, como el mismo ambiente en el que se desarrolla.
San Benito, transcurriendo una vida terrena en la que el trabajo y la oración se enlazan eficazmente e insertando así felizmente el trabajo en una perspectiva sobrenatural de la vida misma, ayuda al hombre a reconocerse cooperador de Dios y a llegar a serlo verdaderamente, ya que su persona, al expresarse en una actividad creadora, queda promovida en su totalidad. Así la acción humana resulta contemplativa y la contemplación adquiere una virtud dinámica que tiene su importancia e ilumina las finalidades que se propone.
Esto no ocurre solamente para que se evite el ocio que embota el espíritu, sino también y sobre todo para hacer al hombre, como persona consciente de sus deberes y diligente, capaz de crecer y de perfeccionarse en su cumplimiento; para que en lo profundo de su alma se revelen energías quizá todavía escondidas, cuyo ejercicio pueda contribuir al bien común, "a fin de que en todo sea Dios glorificado" (1Pe 4,11) .
Con ello, el trabajo no se aligera del grave dispendio de energías, sino que se le añade un nuevo impulso interior. El monje, en efecto, no a pesar del trabajo que realiza, sino precisamente a través de ese trabajo, se une a Dios, porque mientras trabaja "con las manos o con la mente, se dirige siempre continuamente a Cristo" (Pii XII «Fulgens Radiatur»: AAS 39 [1947] 154).
Y así sucede que el trabajo, por muy humilde y poco apreciado que sea, sin embargo enriquecido por una cierta dignidad, contribuye y se hace parte vital de "esa búsqueda suprema y exclusiva de Dios, en la soledad y en el silencio, en el trabajo humilde y pobre, para dar a la vida el significado de una oración continuada, de un sacrificio de alabanza, conjuntamente celebrado y consumado, en el respiro de una gozosa y fraterna caridad" (cfr. Pauli VI «Allocutio ad Benedectinas Antistitas», die 28 oct. 1966: «Insegnamenti di Paolo VI», IV [1966] 514).
Europa se hizo tierra cristiana, principalmente porque los hijos de San Benito comunicaron a nuestros antepasados una instrucción que abarcaba todo, enseñándoles efectivamente no sólo las artes y el trabajo manual, sino también y especialmente infundiendo en ellos el espíritu evangélico, necesario para proteger los tesoros espirituales de la persona humana. El paganismo, que en aquel tiempo fue convertido al Evangelio por multitud de monjes misioneros, y ahora vuelve a propagarse cada vez más en el mundo occidental, es a la vez causa y efecto de haber olvidado ese modo de considerar el trabajo y su dignidad.
Si Cristo no da a la acción humana su alto y perpetuo significado, el que trabaja se hace esclavo -en las formas propias de los nuevos tiempos- de la desenfrenada producción que busca sólo ganancias. Por el contrario, Benito afirma la necesidad urgente de dar al trabajo un carácter espiritual, dilatando los confines de la laboriosidad humana, de modo que ésta se preserve del exasperado ejercicio de la técnica productiva y de la codicia de la ganancia privada.
6. En la soledad que se ha instaurado en nuestros tiempos y que acá y allá presenta el aspecto de una "sociedad carente de padres", el Santo de Nursia ayuda a recuperar esa dimensión primaria -quizá demasiado descuidada por los que ejercen la autoridad- que llamamos dimensión paterna.
San Benito hace entre sus monjes las veces de Cristo y ellos le obedecen como al Señor, con los sentimientos que el mismo Salvador tenía hacia el Padre. A esa obediencia-escucha, propia de los hijos, que así contribuyen a modelar la figura del Padre, responde la penetrante consideración que San Benito tiene por todos sus monjes, respetando la persona de cada uno en su totalidad. Esa actitud le estimula a atender diligentemente todas las necesidades de la comunidad.
El que ejerce la autoridad, aun no olvidando nada de cuanto respecta al orden de la familia monástica y a los asuntos materiales, cuida sobre todo de la condición espiritual de cada persona, porque debe ser preferida a todas las cosas terrenas y transitorias.
En la consideración de los elementos que en la vida terrena son espirituales y fundamentales, el abad está iluminado por el contacto que tiene asiduamente con la Palabra de Dios, de la que extrae tesoros nuevos y viejos. A esa Palabra de Dios, el padre del monasterio deberá íntimamente conformarse, de modo que su acción sea como un fermento de la justicia divina que se esparce en la mente de los hijos.
En las deliberaciones que se tienen dentro del ámbito de la comunidad, San Benito concede plena autoridad al abad; su decisión no podrá ser impugnada. Esto no deriva del hecho de que la autoridad sea casi considerada como una dominación absoluta, pues el padre toma consejos de todos los hermanos y de algunos de ellos en privado, sin prejuicio alguno, con la persuasión de que incluso en las cosas de gran importancia "muchas veces el Señor revela al más joven la solución mejor" (S.Benedicti «Regula», 3,3).
En el coloquio fraterno, el abad escucha las peticiones de aquellos a quienes interpela con respecto a algún cargo especial; pero por el bien de cada uno y de la comunidad, debe permanecer firme al exigir cosas que quizá pudieran parecer imposibles; lo que debe procurar sobre todo es la promoción de cada uno, para que saque provecho y toda la comunidad reciba incremento y vigor.
El fin primario que debe perseguir el padre de la comunidad es el de ayudar a los hermanos y guiarles con acierto, de modo que aparezca claramente que por encima de todo está el amor. El verdadero padre, por tanto, "haga prevalecer siempre la misericordia sobre la justicia" (S.Benedicti «Regula», 64,10; cfr. Sant 2,13) y trate de hacerse más amar que temer, sabiendo que él "debe más bien ayudar que mandar"(cfr.S.Benedicti «Regula», 64,14.8).
Consciente de que deberá dar cuenta de todos aquellos que le han sido confiados, el abad ama a los hermanos; con ellos y por ellos, ejerciendo la tarea de Buen Pastor, hace lo que es más útil al bien de todos, lo que más conviene, lo que juzga ser más saludable. "El abad debe, en efecto, preocuparse intensamente y actuar con todo interés, eficacia y celo, a fin de no perder ninguna de las ovejas que le han sido confiadas... E imitar el ejemplo del Buen Pastor, que dejando las noventa y nueve ovejas sobre los montes, se fue a buscar la oveja perdida, manifestando tanta compasión por su debilidad, que se dignó ponerla sobre sus sagrados hombros y traerla así al redil" (S.Benedicti «Regula», 27,5.8-9). El padre de la comunidad, que debe guiar las almas, sepa que en ese ministerio pastoral debe adaptarse a la diversa índole de muchos (cfr. S.Benedicti «Regula», 2,31); confórmese y adáptese a cada uno, a fin de que pueda darles la ayuda segura y precisa que necesitan; sea paciente con todos, no tolerando, sin embargo, los pecados de los transgresores; odie la prevaricación, pero, libre de ira y celo inoportuno, ame a sus hijos con sobriedad y magnanimidad.
Este modo de guiar a los demás con autoridad, revela un nuevo aspecto de la función del superior: nos referimos a la discreción, que es medida y equilibrio en las deliberaciones que se tengan y en los consejos que se acepten, para no dar lugar a inútiles murmuraciones. Porque si cada uno obedece con humildad, no sólo se contribuye a superar los límites estrechos de quienes hacen lo que es útil en determinado momento, sino que se alcanza una más amplia visión del bien y de la vida social, cooperando por deber de conciencia y logrando así esa libertad interior que es necesaria para que cada uno llegue a la madurez personal.
Las cosas que acaban de decirse sobre el abad que cumple su deber como sapiente administrador de la casa del Señor (cfr. S.Benedicti «Regula», 64,5; 72,3-8), son el fundamento de una suma paz. Paz que se basa en el hecho de que los hermanos se acepten benévolamente y se estimen grandemente el uno al otro, pese a los inevitables defectos, lo que permitirá un modo peculiar de expresión de la persona de cada uno.
Esta es la paz que deriva del hecho de que cada uno, humildemente y consciente de su deber, se obliga al vínculo de una tal sociedad humana, donde la ley del Espíritu prevalece sobre la ley de la materia, donde se instaura un justo orden, donde todas las cosas se ordenan convenientemente para el incremento del Reino de Dios. Mensajero de paz sobre todo para los pueblos de Europa.
San Benito ha venido, en cierto modo, a visitarnos nuevamente este año, mostrándonos la manera de llevar la vida humana, de forma que siga de cerca la doctrina del Evangelio. Semejante propósito no puede encontrar en nuestro espíritu indiferencia ni negligencia. Especialmente sus hijos, fieles al ejemplo y a las instituciones del Padre, están llamados a dar vivo testimonio de tan excelsa y, al mismo tiempo, tan segura y determinada forma de vida. Este testimonio moverá también a los menos formados y a los duros de corazón, a quienes las meras palabras ya no les hacen mella.
Pero la renovación que se conseguirá con ello, podrá lograr que el mundo llegue a presentar un nuevo rostro, más espiritual, más sincero, más humano. Sin embargo, quien tiene la autoridad en cualquier grupo social y de cualquier grado que sea, deberá promover y manifestar cada vez más el don de la paternidad, la cual es la única que puede unir a los hombres con vínculo fraterno. Sólo en la paz, efectivamente, ellos construirán un mundo mejor y constituirán la sociedad en la cual, orando y trabajando, el hombre se hará cooperador e interlocutor del Dios único.
Conviene también recordar, en esta ocasión, que San Benito fue proclamado por nuestro predecesor Pablo VI, de feliz memoria, Patrono de Europa, la cual, después de la caída del Imperio Romano, nació de aquel laborioso esfuerzo al que contribuyeron grandemente también los monjes, conservando su género de vida. Esa silenciosa, constante, sabia obra de los monjes tuvo el mérito de conservar y transmitir el patrimonio de la cultura antigua a los pueblos europeos y a todo el género humano. Así, el espíritu benedictino, como ya dijimos el primero de enero de este año, "es totalmente contrario al espíritu de destrucción" (cfr. Ioannis Pauli PP. II «Homilia Calendis Ianuariis, in Patriarchali Basilica Vaticana habita». «Insegnamenti di Giovanni Paolo II», III,1 [1980] 5-6) y por tanto este "Padre de Europa" (Pauli VI «Pacis Nuntius». AAS 56 [1964] 965) exhorta a todos los responsables a que promuevan vigorosamente los bienes que alimentan y ennoblecen las mentes, y a oponerse con todas las fuerzas a cuanto es destrucción y subversión de esos mismos bienes.
San Benito, "como anunciador de paz" (Pii XII «Homilia die 18 sept. 1974 habita»: AAS 39 [1974] 453) habla especialmente a los pueblos de Europa, que tienden al saludable proyecto de construir su unidad. Una convivencia pacífica, que hay que buscar con todas las fuerzas, se debe fundar sobre todo en la justicia, en la libertad auténtica, en el mutuo acuerdo, en la ayuda fraterna; cosas todas ellas conformes con las enseñanzas evangélicas.
Así, pues, que este Santo proteja y favorezca a los pueblos de este continente y a la humanidad entera; y que con sus oraciones aleje las gravísimas calamidades que pueden acarrear las funestísimas y sumamente destructivas armas.
Estas cosas vibran en nuestro corazón, al dirigirnos, con nuestro pensamiento y nuestra plegaria, a ese excelso hombre, romano y europeo, gloria de la Iglesia. Por último, a vosotros, hijos queridísimos y a las familias monásticas que, de algún modo están bajo vuestra jurisdicción, impartimos de corazón nuestra bendición apostólica, signo de paterna benevolencia.
Roma, junto a San Pedro, el día 11 de julio de 1980, en memoria de San Benito Abad, II año de nuestro pontificado.
IOANNES PAULUS II
Tomado del sitio de web del vaticano: www.vatican.va