Visita ad limina de los obispos de Costa Rica
DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LA CONFERENCIA EPISCOPAL DE COSTA RICA EN VISITA "AD LIMINA"
Viernes 8 de febrero de 2008
Queridos Hermanos en el Episcopado:
1. Me llena de gozo recibiros al final de vuestra visita ad Limina, lo cual me ofrece la ocasión de saludaros a todos juntos y alentaros en la esperanza, tan necesaria para el ministerio que se os ha confiado y que ejercéis con generosidad. Agradezco las palabras del Presidente de la Conferencia Episcopal, Mons. José Francisco Ulloa Rojas, el cual ha querido manifestar los desafíos y las esperanzas que encontráis en vuestro quehacer pastoral y expresar vuestra cercanía y estrecha comunión con el Obispo de Roma, Sede "en la que siempre residió la primacía de la cátedra apostólica" (S.Agustín, Ep. 43, 3, 7).
Este encuentro es en cierto modo nuevo para algunos de vosotros, agregados recientemente al colegio episcopal, para otros son nuevas las Iglesias particulares que traen en su corazón y, para todos, también el rostro del Sucesor de Pedro es nuevo. Es una novedad que puede contribuir a dar mayor intensidad aún a los propósitos de esta visita, entre los que sobresale la renovación ante los sepulcros de San Pedro y San Pablo de la fe en Cristo Jesús, transmitida por los Apóstoles, y que a vosotros os corresponde custodiar como sucesores suyos. Al mismo tiempo, ha de ayudar a reavivar vuestra «solicitud por toda la Iglesia» (Lumen gentium, 23), contribuyendo así a ensanchar también el corazón de todos los creyentes con la perspectiva de universalidad propia del mensaje cristiano.
2. Tenéis ante vosotros la tarea de buscar nuevas maneras de anunciar a Cristo en medio de una situación de rápidas y a menudo profundas transformaciones, acentuando el carácter misionero de toda actividad pastoral. En este sentido, la reciente Conferencia del Episcopado Latinoamericano y del Caribe, celebrada en Aparecida, ha puesto de relieve cómo el acoger y hacer propio el mensaje del Evangelio es algo que corresponde a cada persona y cada generación, en las diversas circunstancias y etapas de su vida.
También el pueblo costarricense necesita revitalizar constantemente sus antiguas y profundas raíces cristianas, su vigorosa religiosidad popular o su entrañable piedad mariana, para que den frutos de una vida digna de los discípulos de Jesús, alimentada por la oración y los sacramentos, de una coherencia de la existencia cotidiana con la fe profesada y de un compromiso de participar activamente en la misión de «abrir el mundo para que entre Dios y, de este modo, la verdad, el amor y el bien» (cf. Spe salvi, 35).
3. El Señor ha sido pródigo con su viña en Costa Rica, donde hay un buen número de sacerdotes que son los principales colaboradores del Obispo en su ministerio pastoral. Por eso necesitan, además de orientaciones y criterios claros, de una formación constante y de apoyo en el ejercicio de su ministerio, una cercanía propia de «hijos y amigos» (Lumen gentium, 28), que les llegue al corazón, animándolos en sus esfuerzos, ayudándolos en sus dificultades y, si fuera preciso, corrigiendo y remediando eventuales situaciones que oscurecen la imagen del sacerdocio y de la Iglesia misma.
Este gran patrimonio de toda Iglesia particular se custodia y enriquece con una esmerada atención a los seminaristas, cuya idoneidad requiere un discernimiento riguroso, y a los que no basta una formación abstracta y formal, pues se preparan para vivir ellos mismos aquellas palabras del Apóstol: «Lo que hemos visto y oído os lo anunciamos, para que estéis unidos a nosotros en esa unión que tenemos con el Padre y con su Hijo Jesucristo» (1Jn 1, 3). Además, ésta es una perspectiva que puede suscitar en los jóvenes el entusiasmo por Jesús y su misión salvadora, haciendo brotar en su corazón el deseo de participar en ella como sacerdotes y consagrados.
4. Queridos Obispos, conocéis bien los riesgos de una vida de fe lánguida y superficial cuando se enfrenta a señuelos como el proselitismo de las sectas y grupos pseudorreligiosos, la multitud de promesas de un bienestar fácil e inmediato, pero que terminan en el desengaño y la desilusión, o la difusión de ideologías que, proclamando ensalzar al ser humano, en realidad lo banalizan. En una situación como ésta, cobra un inestimable valor el anuncio de «la gran esperanza del hombre que resiste a pesar de todas las desilusiones y que es Dios, el Dios que nos ha amado y nos sigue amando» (cf. Spe salvi, 27).
Un testimonio vivo de esta esperanza, que eleva el ánimo y da fortaleza en los desvelos de la vida humana, corresponde de manera muy especial a los religiosos, religiosas y personas consagradas, que por su propia vocación están llamados ante todo a ser signo del «misterio del Reino de Dios que ya actúa en la historia» (Vita consecrata, 1). Por eso son un don precioso para la Iglesia, «como elemento decisivo para su misión, ya que ‘indica la naturaleza misma de la vocación cristiana’» (ibíd, 3), por lo que se ha de agradecer al Señor su presencia en cada Iglesia particular.
También a los fieles laicos les corresponde participar en esta misión según su vocación específica, y es hermoso comprobar su colaboración eficaz para mantener y difundir la llama de la fe mediante la catequesis y la cooperación con las parroquias y las diversas organizaciones pastorales de las diócesis. Merecen sin duda la gratitud, el aliento y la atención constante de sus Pastores, para que reciban siempre y de manera sistemática una formación cristiana sólida, teniendo en cuenta, además, que son ellos los llamados a llevar los valores cristianos a los diversos sectores de la sociedad, al mundo del trabajo, de la convivencia civil o de la política. En efecto, el orden temporal es una obligación suya (cf. Apostólicam actuositatem, 7), a ellos corresponde «configurar rectamente la vida social, respetando su legítima autonomía y cooperando con los otros ciudadanos según las respectivas competencias y bajo su propia responsabilidad» (Deus caritas est, 29).
Sobre los catequistas y animadores de las comunidades, en particular, conviene recordar la exigencia de que acompañen la transmisión de la recta doctrina con el testimonio personal, con el firme compromiso de vivir según los mandatos del Señor y con la experiencia viva de ser miembros fieles y activos de la Iglesia. En efecto, este ejemplo de vida es necesario para que su instrucción no se quede en una mera transmisión de conocimientos teóricos sobre los misterios de Dios, sino que conduzca a adoptar un modo de vida cristiano. Esto era decisivo ya en la Iglesia antigua, cuando se examinaba al final si los catecúmenos, «han vivido correctamente su catecumenado, si han honrado a las viudas, si han visitado a los enfermos, si han hecho obras buenas» (Traditio Apostolica, 20).
5. Con razón os preocupa un creciente deterioro de la institución familiar, con graves repercusiones tanto en el entramado social como en la vida eclesial. A este respecto, es necesario promover el bien de la familia y defender sus derechos ante las instancias pertinentes, así como desarrollar una atención pastoral que la proteja y ayude de manera directa en sus dificultades. Por ello es de la máxima importancia una adecuada catequesis prematrimonial, así como una cercanía cotidiana que lleve aliento a cada hogar y haga resonar en él aquel saludo de Jesús: «Hoy ha llegado la salvación a esta casa» (Lc 19, 9). Tampoco se han de olvidar los grupos de matrimonios y familias para ayudarse entre sí a cumplir su alta e indispensable vocación, ni los servicios específicos que alivien situaciones penosas, producidas por el abandono de la convivencia, la precariedad económica o la violencia doméstica, de la que son víctimas sobre todo las mujeres.
6. Al concluir este encuentro, deseo aseguraros mi especial cercanía, junto con mis plegarias al Señor por vuestro ministerio. Os ruego que seáis portadores de mi afecto a vuestros fieles, muy especialmente a los sacerdotes, a las comunidades religiosas y las personas consagradas, así como a los catequistas y a cuantos están comprometidos en la apasionante tarea de llevar y mantener viva la luz de Cristo en esta bendita tierra de Costa Rica.
Pido a la Santísima Virgen María, a la que con tanta devoción invocan los costarricenses bajo la advocación de Nuestra Señora de los Ángeles, que proteja a sus hijos en esa querida Nación, y los lleve con ternura a conocer y amar cada vez más a su divino Hijo. A ellos y a vosotros, os imparto de corazón la Bendición Apostólica.
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