Visita al Pontificio Seminario romano mayor
VISITA AL PONTIFICIO SEMINARIO ROMANO MAYOR
CON OCASIÓN DE LA FIESTA DE LA VIRGEN DE LA CONFIANZA
PALABRAS DEL PAPA BENEDICTO XVI
AL FINAL DE LA VISITA AL SEMINARIO
Viernes 1 de febrero de 2008
Quiero agradecer a vuestro portavoz estas hermosas palabras, agradecer esta posibilidad de estar con vosotros. Me siento realmente en casa aquí, donde tantos jóvenes se preparan para ser mensajeros de Cristo, evangelizadores en nuestro mundo.
Hoy, en las Vísperas, me impresionó en particular las palabras del salmo con que Israel da gracias a Dios por el don de la palabra que desciende como la lana. Y dice: no lo has hecho a todos los demás, sólo a nosotros nos has dado esta gracia de conocer tu voluntad, tus proyectos.
Los israelitas no consideraron un peso, un yugo sobre sus hombros, conocer los mandamientos de Dios; para ellos era un gran don: en la noche del mundo conocen quién es Dios y saben a dónde ir, cuál es el camino de la vida.
Juntamente con esta palabra, vale mucho más aún para nosotros, los cristianos, saber que la palabra de Dios no es sólo mandamiento, sino también don del amor encarnado en Cristo. Realmente podemos decir: gracias, Señor, porque nos has dado este don de conocerte a ti; quien te conoce a ti, en Cristo, conoce así la palabra viva; y conoce, en medio de la oscuridad, en medio de los numerosos enigmas de este mundo, en medio de los numerosos problemas sin solución, el camino por donde ir: de dónde venimos, qué es la vida, a qué estamos llamados.
Y pienso que, además de esta acción de gracias por el conocimiento y el don, por el conocimiento del Dios encarnado, también debe suscitarse en nosotros la idea: esto lo debo comunicar a los demás; también ellos buscan, también ellos quieren vivir bien, también ellos anhelan encontrar el camino recto y no lo encuentran. Y sobre todo es una gracia y también una obligación conocer a Jesús y tener la gracia de haber sido llamado por él precisamente para ayudar a los demás, para que también ellos puedan dar gracias a Dios con alegría, para que tengan la gracia de saber quién soy, de dónde vengo, a dónde voy.
La Virgen de la Gracia, la Virgen de la Confianza, se abandonó totalmente en manos del Señor con gran valentía. El sacerdocio, como dije en mi discurso, es una aventura en el mundo actual, en el que existen tantas oposiciones, tantas negaciones de la fe. Es una aventura, pero una aventura hermosísima, porque, en realidad, en lo más profundo del corazón hay esta sed de Dios.
En días pasados recibí a los obispos greco-católicos de Ucrania con ocasión de su visita ad limina. Sobre todo en la parte oriental, a causa del régimen soviético, más de la mitad del pueblo se declara agnóstico, sin religión. Les dije: ¿qué hacéis?, ¿cómo se comportan?, ¿qué quieren? Y todos los obispos dicen: tienen gran sed de Dios y quieren conocer; ven que así no pueden vivir.
Así pues, a pesar de todas las contradicciones, resistencias y oposiciones, hay sed de Dios y nosotros tenemos la hermosa vocación de ayudar, de iluminar. Esta es nuestra aventura. Ciertamente, hay muchas cosas imprevisibles, muchas complicaciones, muchos sufrimientos, y todo lo demás. Pero también la Virgen, en el momento del anuncio, sabía que ante ella había un camino desconocido y, conociendo las profecías del Siervo de Dios, conociendo la sagrada Escritura, podía calcular que habría también muchos sufrimientos en ese camino. Pero creyó en la palabra del ángel: no temas, porque al final Dios es más fuerte; no temas ni siquiera la cruz, todos los sufrimientos, porque al final Dios nos guía, y también estos sufrimientos ayudan a llegar a la plenitud de la luz.
Por consiguiente, que la Virgen de la Confianza os dé también a vosotros esta gran confianza, esta valentía, esta alegría de ser servidores de Cristo, de la verdad, de la vida.
Gracias a todos vosotros y que el Señor os bendiga a todos.
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