XX aniversario de la Mulieris dignitatem
DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A UN CONGRESO INTERNACIONAL PARA CONMEMORAR
EL XX ANIVERSARIO DE LA CARTA APOSTÓLICA
"MULIERIS DIGNITATEM"
Sábado 9 de febrero de 2008
Queridos hermanos y hermanas:
Con verdadero placer os acojo y os saludo a todos vosotros, que participáis en el Congreso internacional sobre el tema: "Mujer y hombre: el humanum en su totalidad", organizado con ocasión del XX aniversario de la publicación de la carta apostólica Mulieris dignitatem. Saludo al señor cardenal Stanislaw Rylko, presidente del Consejo pontificio para los laicos, y le estoy agradecido por haberse hecho intérprete de vuestros sentimientos comunes. Saludo al secretario, monseñor Josef Clemens, a los miembros y a los colaboradores del dicasterio. En particular, saludo a las mujeres, que son la gran mayoría de los presentes, y que han enriquecido con su experiencia y competencia los trabajos del congreso.
El tema sobre el que estáis reflexionando es de gran actualidad: desde la segunda mitad del siglo XX hasta hoy, el movimiento de valoración de la mujer en los diversos ámbitos de la vida social ha suscitado innumerables reflexiones y debates, y ha visto multiplicarse muchas iniciativas que la Iglesia católica ha seguido y a menudo acompañado con atento interés. La relación hombre-mujer en su respectiva especificidad, reciprocidad y complementariedad constituye sin duda alguna un punto central de la "cuestión antropológica", tan decisiva para la cultura contemporánea y en definitiva para toda cultura. Numerosas son las intervenciones y los documentos pontificios que han abordado la realidad emergente de la cuestión femenina. Me limito a recordar los de mi amado predecesor Juan Pablo II, el cual, en junio de 1995, escribió una Carta a las mujeres, y el 15 de agosto de 1988, hace exactamente veinte años, publicó la carta apostólica Mulieris dignitatem. Este texto sobre la vocación y dignidad de la mujer, de gran riqueza teológica, espiritual y cultural, inspiró a su vez la Carta a los obispos de la Iglesia católica sobre la colaboración del hombre y la mujer en la Iglesia y en el mundo, de la Congregación para la doctrina de la fe.
En la Mulieris dignitatem, Juan Pablo II profundizó las verdades antropológicas fundamentales del hombre y de la mujer, la igualdad en dignidad y la unidad de los dos, la diversidad arraigada y profunda entre lo masculino y lo femenino, y su vocación a la reciprocidad y a la complementariedad, a la colaboración y a la comunión (cf. n. 6). Esta unidad-dual del hombre y de la mujer se basa en el fundamento de la dignidad de toda persona, creada a imagen y semejanza de Dios, el cual "varón y mujer los creó" (Gn 1, 27), evitando tanto una uniformidad indistinta y una igualdad estática y empobrecedora, como una diferencia abismal y conflictiva (cf. Juan Pablo II, Carta a las mujeres, 8). Esta unidad dual lleva consigo, inscrita en los cuerpos y en las almas, la relación con el otro, el amor al otro y la comunión interpersonal, que indica "que en la creación del hombre se ha inscrito también una cierta semejanza con la comunión divina" (n. 7). Por tanto, cuando el hombre o la mujer pretenden ser autónomos y totalmente auto-suficientes, corren el riesgo de encerrarse en una autorrealización que considera como conquista de libertad la superación de todo vínculo natural, social o religioso, pero que, de hecho, los reduce a una soledad agobiante. Para favorecer y sostener la promoción real de la mujer y del hombre, no se puede menos de tener en cuenta esta realidad.
Ciertamente, se necesita una renovada investigación antropológica que, basándose en la gran tradición cristiana, incorpore los nuevos progresos de la ciencia y el dato de las actuales sensibilidades culturales, contribuyendo de este modo a profundizar no sólo la identidad femenina, sino también la masculina, también ella a menudo objeto de reflexiones parciales e ideológicas. Ante corrientes culturales y políticas que tratan de eliminar o, al menos, ofuscar y confundir las diferencias sexuales inscritas en la naturaleza humana, considerándolas una construcción cultural, es necesario recordar el designio de Dios, que ha creado el ser humano varón y mujer, con una unidad y al mismo tiempo con una diferencia originaria y complementaria. La naturaleza humana y la dimensión cultural se integran en un proceso amplio y complejo, que constituye la formación de la propia identidad, en la que ambas dimensiones, la femenina y la masculina, se corresponden y se completan.
Al inaugurar los trabajos de la V Conferencia general del Episcopado latinoamericano y del Caribe, en mayo del año pasado en Brasil, recordé que aún persiste una mentalidad machista, que ignora la novedad del cristianismo, el cual reconoce y proclama la igual dignidad y responsabilidad de la mujer con respecto al hombre. Hay lugares y culturas donde la mujer es discriminada o subestimada por el solo hecho de ser mujer, donde se recurre incluso a argumentos religiosos y a presiones familiares, sociales y culturales para sostener la desigualdad de los sexos, donde se perpetran actos de violencia contra la mujer, convirtiéndola en objeto de maltratos y de explotación en la publicidad y en la industria del consumo y de la diversión. Ante fenómenos tan graves y persistentes, es más urgente aún el compromiso de los cristianos de hacerse por doquier promotores de una cultura que reconozca a la mujer, en el derecho y en la realidad de los hechos, la dignidad que le compete.
Dios confía a la mujer y al hombre, según sus peculiaridades propias, una específica vocación y misión en la Iglesia y en el mundo. Pienso aquí en la familia, comunidad de amor abierto a la vida, célula fundamental de la sociedad. En ella la mujer y el hombre, gracias al don de la maternidad y de la paternidad, desempeñan juntos un papel insustituible con respecto a la vida. Desde su concepción, los hijos tienen el derecho de poder contar con el padre y con la madre, que los cuiden y los acompañen en su crecimiento. Por su parte, el Estado debe apoyar con adecuadas políticas sociales todo lo que promueve la estabilidad y la unidad del matrimonio, la dignidad y la responsabilidad de los esposos, su derecho y su tarea insustituible de educadores de los hijos. Además, es necesario que también la mujer tenga la posibilidad de colaborar en la construcción de la sociedad, valorando su típico "genio femenino".
Queridos hermanos y hermanas, os agradezco una vez más vuestra visita y, al mismo tiempo que deseo pleno éxito para los trabajos del congreso, os aseguro un recuerdo en la oración, invocando la intercesión materna de María para que ayude a las mujeres de nuestro tiempo a realizar su vocación y su misión en la comunidad eclesial y civil. Con estos deseos, os imparto a vosotros aquí presentes y a vuestros seres queridos una especial bendición apostólica.
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