XX Jornada Mundial de la Juventud - Encuentro ecuménico en el Arzobispado de Colonia, Viernes 19 de agosto de 2005
VIAJE APOSTÓLICO A COLONIA
CON MOTIVO DE LA XX JORNADA MUNDIAL DE LA JUVENTUD
ENCUENTRO ECUMÉNICO
DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
Arzobispado de Colonia
Viernes 19 de agosto de 2005
Queridos hermanos y hermanas:
Después de una jornada llena de compromisos permitidme que me dirija a vosotros sentado. Esto no significa que quiera hablar "ex cathedra". También os pido disculpas por el retraso. Por desgracia las Vísperas han durado más de lo previsto y el tráfico ha sido más lento de lo que se podía imaginar. Ahora deseo expresar mi alegría porque, con ocasión de esta visita a Alemania, puedo encontrarme con vosotros, representantes de las demás Iglesias y comunidades eclesiales, y saludaros cordialmente.
Procediendo yo mismo de este país, conozco bien la penosa situación que la ruptura de la unidad en la profesión de la fe ha implicado para muchas personas y familias. Este es un motivo más por el que, tras mi elección como Obispo de Roma, como Sucesor del apóstol Pedro, manifesté el firme propósito de asumir como una prioridad de mi pontificado el restablecimiento de la unidad de los cristianos, plena y visible. Con ello he querido conscientemente seguir las huellas de mis dos grandes Predecesores: Pablo VI, que hace ya más de cuarenta años firmó el decreto conciliar sobre el ecumenismo Unitatis redintegratio, y Juan Pablo II, que después hizo de este documento el criterio inspirador de su acción. En el diálogo ecuménico, Alemania tiene, sin duda, un lugar de particular importancia. En efecto, no es sólo el país donde tuvo origen la Reforma; también es uno de los países en los que surgió el movimiento ecuménico del siglo XX. A causa de los flujos migratorios del siglo pasado, también cristianos de las Iglesias ortodoxas y de las antiguas Iglesias del Oriente han encontrado en este país una nueva patria. Esto ha favorecido indudablemente la confrontación y el intercambio, de forma que ahora existe entre nosotros un diálogo con tres interlocutores. Nos alegramos todos al constatar que el diálogo, con el pasar del tiempo, ha suscitado un redescubrimiento de la hermandad y ha creado entre los cristianos de las diversas Iglesias y comunidades eclesiales un clima más abierto y confiado. Mi venerado Predecesor, en su encíclica Ut unum sint (1995), indicó precisamente en esto un fruto particularmente significativo del diálogo (cf. nn. 41 s; 64).
Creo que no se debe dar por descontado que nos consideramos realmente hermanos, que nos amamos, que nos sentimos todos testigos de Jesucristo. Esta fraternidad, a mi entender, es en sí misma un fruto muy importante del diálogo, del que debemos alegrarnos y que debemos seguir promoviendo y practicando.
La fraternidad entre los cristianos no es simplemente un vago sentimiento y tampoco nace de una forma de indiferencia con respecto a la verdad. Como usted, ilustre obispo, acaba de decir, se basa en la realidad sobrenatural de un único bautismo, que nos inserta a todos en el único Cuerpo de Cristo (cf. 1 Co 12, 13; Ga 3, 28; Col 2, 12). Juntos confesamos a Jesucristo como Dios y Señor; juntos lo reconocemos como único mediador entre Dios y los hombres (cf. 1 Tm 2, 5), subrayando nuestra común pertenencia a él (cf. Unitatis redintegratio, 22; Ut unum sint, 42). A partir de este fundamento esencial del bautismo, que es una realidad procedente de Cristo, una realidad en el ser y luego en el profesar, en el creer y en el actuar, el diálogo ha dado sus frutos y seguirá haciéndolo. Quisiera mencionar la revisión, auspiciada por el Papa Juan Pablo II durante su primera visita a Alemania, de las condenas recíprocas.
Pienso con un poco de nostalgia en esa primera visita. Yo pude estar presente cuando estábamos juntos en Maguncia en un círculo relativamente pequeño y auténticamente fraterno. Se plantearon algunas preguntas y el Papa elaboró una gran visión teológica, en la que destacaba la reciprocidad. De ese coloquio surgió la comisión episcopal, es decir, eclesial, bajo la responsabilidad de la Iglesia, que con la ayuda de los teólogos llevó al importante resultado de la "Declaración común sobre la doctrina de la justificación", de 1999, y a un acuerdo sobre cuestiones fundamentales que habían sido objeto de controversias desde el siglo XVI.
Además, hay que reconocer con gratitud los resultados obtenidos en las diversas tomas de posición comunes sobre asuntos importantes, como las cuestiones fundamentales sobre la defensa de la vida y la promoción de la justicia y la paz. Soy consciente de que muchos cristianos en Alemania, y no sólo aquí, se esperan más pasos concretos de acercamiento, y también yo los espero. En efecto, el mandamiento del Señor, pero también la hora presente, impone continuar de modo convencido el diálogo en todos los niveles de la vida de la Iglesia. Obviamente, este debe desarrollarse con sinceridad y realismo, con paciencia y perseverancia, con plena fidelidad al dictamen de la conciencia, con la certeza de que es el Señor quien dona la unidad, que no somos nosotros quienes la creamos, sino que es él quien la concede, pero que nosotros debemos salir a su encuentro.
No pretendo desarrollar aquí un programa de temas inmediatos de diálogo; esto es tarea de los teólogos en colaboración con los obispos: los teólogos con su conocimiento del problema, y los obispos con su conocimiento de la situación concreta de las Iglesias en nuestro país y en el mundo. Permitidme solamente una observación: se dice que ahora, después de la aclaración relativa a la doctrina de la justificación, la elaboración de las cuestiones eclesiológicas y de las cuestiones relativas al ministerio es el obstáculo principal que hay que superar. Es verdad, pero debo confesar que a mí no me gusta esa terminología y, desde cierto punto de vista, esta delimitación del problema, pues parece que ahora deberíamos discutir sobre las instituciones y no sobre la palabra de Dios, como si tuviéramos que poner en el centro a nuestras instituciones y hacer una guerra por ellas.
Creo que de este modo el problema eclesiológico, así como el del ministerio, no se afrontan correctamente. La cuestión verdadera es la presencia de la Palabra en el mundo. La Iglesia primitiva, en el siglo II, tomó tres decisiones: ante todo establecer el canon, subrayando así la soberanía de la Palabra y explicando que no sólo el Antiguo Testamento es "hai grafai", sino que, juntamente con él, el Nuevo Testamento constituye una sola Escritura y de este modo es para nosotros nuestro verdadero soberano. Pero, al mismo tiempo, la Iglesia formuló la sucesión apostólica, el ministerio episcopal, consciente de que la Palabra y el testigo van juntos, es decir, que la Palabra está viva y presente sólo gracias al testigo y, por decirlo así, recibe de él su interpretación, y que recíprocamente el testigo sólo es tal si da testimonio de la Palabra. Y, por último, la Iglesia añadió un tercer elemento: la "regula fidei", como clave de interpretación.
Creo que esta compenetración mutua es objeto de divergencias entre nosotros, aunque nos unen cosas fundamentales. Por tanto, cuando hablamos de eclesiología y de ministerio, deberíamos hablar preferentemente de este entrelazamiento de Palabra, testigo y regla de fe, y considerarlo como cuestión eclesiológica, y por eso, a la vez, también como cuestión de la palabra de Dios, de su soberanía y de su humildad, puesto que el Señor confía su Palabra a los testigos y les encomienda su interpretación, pero que debe regirse siempre por la "regula fidei" y por la seriedad de la Palabra. Perdonadme que haya expresado aquí una opinión personal, pero me parecía oportuno hacerlo.
También las grandes cuestiones éticas que plantea nuestro tiempo constituyen una prioridad urgente en el diálogo ecuménico; en este campo, los hombres de hoy en búsqueda, esperan con razón una respuesta común de los cristianos, que, gracias a Dios, en muchos casos casi se ha encontrado.
Existen tantas declaraciones comunes de la Conferencia episcopal alemana y de la Iglesia evangélica en Alemania, que no podemos por menos de sentirnos agradecidos. Pero, por desgracia, no siempre sucede esto. A causa de las contradicciones en este campo, el testimonio evangélico y la orientación ética que debemos a los fieles y a la sociedad pierden fuerza, asumiendo muchas veces características vagas, y descuidando así nuestro deber de dar a nuestro tiempo el testimonio necesario. Nuestras divisiones contrastan con la voluntad de Jesús y nos desautorizan ante los hombres. Creo que deberíamos esforzarnos con renovada energía y gran empeño por dar un testimonio común en el ámbito de estos grandes desafíos éticos de nuestro tiempo.
Y ahora preguntémonos: ¿qué significa restablecer la unidad de todos los cristianos? Todos sabemos que existen numerosos modelos de unidad y vosotros sabéis también que la Iglesia católica pretende lograr la plena unidad visible de los discípulos de Jesucristo, tal como la definió el concilio ecuménico Vaticano II en varios de sus documentos (cf. Lumen gentium, 8 y 13; Unitatis redintegratio, 2 y 4, etc.). Según nuestra convicción, dicha unidad existe en la Iglesia católica sin posibilidad de que se pierda (cf. Unitatis redintegratio, 4); en efecto, la Iglesia no ha desaparecido totalmente del mundo. Por otra parte, esta unidad no significa lo que se podría llamar ecumenismo de regreso, es decir, renegar y rechazar la propia historia de fe. ¡De ninguna manera! No significa uniformidad en todas las expresiones de la teología y la espiritualidad, en las formas litúrgicas y en la disciplina. Unidad en la multiplicidad y multiplicidad en la unidad. En la homilía en la solemnidad de San Pedro y San Pablo, el pasado 29 de junio, subrayé que la plena unidad y la verdadera catolicidad, en el sentido originario de la palabra, van juntas. Una condición necesaria para que esta coexistencia tenga lugar es que el compromiso por la unidad se purifique y se renueve continuamente, crezca y madure. El diálogo puede contribuir a lograr este objetivo. El diálogo es más que un intercambio de ideas, más que una empresa académica: es un intercambio de dones (cf. Ut unum sint, 28), en el que las Iglesias y las comunidades eclesiales pueden poner a disposición su propio tesoro (cf. Lumen gentium, 8 y 15; Unitatis redintegratio, 3 y 14 s; Ut unum sint, 10-14).
Precisamente, gracias a este compromiso, el camino puede continuar paso a paso hasta que, como dice la carta a los Efesios, finalmente "lleguemos todos a la unidad en la fe y en el conocimiento del Hijo de Dios, al hombre perfecto, a la medida de Cristo en su plenitud" (Ef 4, 13). Es obvio que un diálogo como este sólo puede llevarse a cabo en un contexto de espiritualidad sincera y coherente. No podemos "hacer" la unidad sólo con nuestras fuerzas. Podemos obtenerla solamente como don del Espíritu Santo. Por tanto, el ecumenismo espiritual, es decir, la oración, la conversión y la santidad de vida, son el corazón del encuentro y del movimiento ecuménico (cf. Unitatis redintegratio, 8; Ut unum sint, 15 s, 21 etc.). También se podría decir que la mejor forma de ecumenismo consiste en vivir según el Evangelio.
También yo deseo recordar, en este contexto, al gran pionero de la unidad, el hermano Roger Schutz, asesinado de modo tan trágico. Yo lo conocía personalmente desde hace mucho tiempo y mantenía una cordial relación de amistad con él. Con frecuencia me visitaba y, como ya dije en Roma, el día en que fue asesinado recibí una carta suya que me ha conmovido mucho porque en ella subrayaba su adhesión a mi camino y me anunciaba que quería venir a encontrarse conmigo. Ahora nos visita desde lo alto y nos habla. Creo que deberíamos escucharlo, escuchar desde dentro su ecumenismo vivido espiritualmente y dejarnos llevar por su testimonio hacia un ecumenismo interiorizado y espiritualizado.
Veo con especial optimismo el hecho de que hoy se está desarrollando una especie de "red", de conexión espiritual entre católicos y cristianos de las diversas Iglesias y comunidades eclesiales: cada uno se compromete en la oración, en la revisión de la vida, en la purificación de la memoria, en la apertura a la caridad. El padre del ecumenismo espiritual, Paul Couturier, habló a este respecto de un "claustro invisible", que acoge en su recinto a estas almas apasionadas de Cristo y de su Iglesia. Estoy convencido de que, si un número creciente de personas se une en su interior a la oración del Señor "para que todos sean uno" (Jn 17, 21), dicha plegaria en el nombre de Jesús no caerá en el vacío (cf. Jn 14, 13; 15, 7. 16 etc.). Con la ayuda que viene de lo alto, encontraremos soluciones practicables en las diversas cuestiones aún abiertas y, al final, el deseo de unidad será colmado cuando y como él quiera. Os invito a todos a recorrer conmigo este camino, conscientes de que estar juntos en camino es un tipo de unidad. Demos gracias a Dios por esto y pidámosle que siga guiándonos a todos. .
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